A los defensores del modelo patentado por Cristina, les
encantaría castigar a los mentalmente dolarizados.
Por James Neilson (*) |
Dice Florencio Randazzo que Cristina y los suyos seguirán
peleando hasta el final contra “las corporaciones mediáticas y económicas” en
nombre de “la política”, de suerte que sería mejor no ilusionarse, ya que no
tienen la menor intención de irse antes del día fijado por el calendario
constitucional.
¿Trataba así el ministro del Interior y precandidato
presidencial de conjurar los fantasmas que merodean por los pasillos de la Casa
Rosada y muchos reductos militantes?
Puede que sí, pero aludir a tal eventualidad
para entonces descartarla no ayuda a la señora. Tampoco ayudó la arenga
belicosa que Cristina misma pronunció por la cadena nacional en que fustigó a
empresarios, sindicalistas y otros ingratos por no cumplir con la docilidad
debida los papeles que les ha asignado en el gran relato presidencial.
En la pelea contra las odiadas “corporaciones mediáticas”, o
sea, contra aquellas empresas periodísticas que no han sido anexadas por el
imperio oficialista y que no se permiten presionar, los soldados de Cristina
parecen haberse resignado a un empate:gracias a los aprietes de Guillermo
Moreno, pudieron debilitar a las más temibles, pero no han logrado
estrangularlas. En el frente económico,
en cambio, les ha ido mucho mejor. El enemigo, que es la economía en su
conjunto, está de rodillas, suplicándoles piedad, pero así y todo continúan
asestándole golpes certeros. Todo hace pensar que “lo político” está a punto de
anotarse un nuevo triunfo histórico sobre “lo económico”, pulverizando no sólo
a las grandes corporaciones sino también a una multitud de empresas pequeñas.
Para salvarse de los estragos provocados por los resueltos a
liberarlos de la tiranía de los mercados, no sólo los ricos sino también muchos
que son relativamente pobres están tratando de aferrarse al dólar; por
antipatriótico que le parezca al mandamás económico Axel Kicillof, aquí la
mayoría confía más en la Reserva Federal yanqui que en el Banco Central
nacional y popular, una aberración que atribuye a la perversidad cultural de
los argentinos. Para indignación de Kicillof y el atribulado compañero Jorge
Capitanich, sus compatriotas suelen ser tan codiciosos que prefieren ahorrar en
una moneda que conserva su valor a perder todo en la hoguera inflacionaria.
A los defensores del modelo patentado por Cristina, les
encantaría castigar a los mentalmente dolarizados, pero hasta ahora las
amenazas en tal sentido han sido contraproducentes. Lejos de persuadir a los
vacilantes de que les convendría apostar al “modelo”, les han brindado más
motivos para procurar distanciarse de él cuanto antes.
Además de recordarnos que Cristina y quienes la acompañan
siguen mirando lo que está sucediendo en el país y en el mundo a través del
prisma ideológico que compraron hace más de cuarenta años en una feria política
estudiantil parecida a La Salada, donde venden copias de productos foráneos,
Randazzo reconoció que son cada vez más los que “se ilusionan” con la idea de
que el Gobierno tire la toalla bien antes de diciembre de 2015. No se trata
sólo de los vendidos a las corporaciones fantasmagóricas locales y los “poderes
concentrados” de otras latitudes que según los oficialistas están confabulando
en su contra.
También hay kirchneristas asustados que creen que, dadas las
circunstancias, lo menos malo sería que Cristina se apartara del Gobierno por
razones de salud para que otros se encarguen de los problemas.
Entre los tentados por dicha idea está el gobernador
misionero Maurice Closs. Alarmó a los demás kirchneristas cuando dio a entender
que Cristina podría terminar “como Alfonsín o la crisis de 2001”. Si bien a
instancias de Capitanich procuró suavizar sus dichos, Closs dejó oficializada,
por decirlo así, la posibilidad de que la gestión de la Presidenta quede
truncada por acontecimientos que no estaría en condiciones de manejar.
A esta altura, es indiscutible que el gobierno
extraordinariamente inepto de Cristina corre el riesgo de compartir el destino
triste de los presidentes radicales Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. A
diferencia de aquellos dos mandatarios, Cristina es peronista, lo que en teoría
debería blindarle contra el golpismo civil, pero los prohombres del PJ están
distanciándose con rapidez de una conflagración que amenaza con poner fin a más
de medio siglo de virtual hegemonía peronista tanto política como cultural,
medio siglo que ha coincidido con la transformación de la Argentina de un país
tan promisorio como Australia o Canadá en uno que para muchos es símbolo del
fracaso colectivo.
Como sucedió cuando el menemismo perdía aliento casi tres
lustros atrás, los “disidentes” del movimiento están esforzándose por hacer
creer que el kirchnerismo no es una manifestación más del populismo peronista
sino que le es esencialmente extraño. Si bien son tendenciosos los argumentos
esgrimidos por tales arrepentidos, los peronistas se las han ingeniado para
adaptarse a nuevas circunstancias en tantas ocasiones que sería prematuro
suponer que les costaría recuperarse del eventual desplome del gobierno actual.
Mal que les pese a los conservadores y progresistas que sueñan con una
Argentina sin la presencia molesta del movimiento fundado por el general Juan
Domingo Perón, puede que aún no haya nacido el Hércules político capaz de matar
a una hidra que, cuando pierde una cabeza, en seguida la reemplaza por otra distinta.
Además de cometer la herejía de señalar que Cristina podría
irse antes de la fecha prevista por la Constitución, el gobernador de Misiones
sugirió que sería bueno que se organizara una “convocatoria multisectorial”
para celebrar un “diálogo social”.
A ojos de los kirchneristas, lo que a juicio de la mayoría
sería una propuesta sensata habrá motivado alarma; nunca han querido “dialogar”
con nadie.
Asimismo, entienden que, para buena parte de la ciudadanía,
convocar a una multisectorial equivaldría a confesarse impotentes frente a una
crisis y por lo tanto significaría ratificar el fin del poder omnímodo de la
Presidenta.
Para que resultara tranquila la “transición” insinuada en
público por Closs y en privado por otros, Cristina tendría que reconocer que el
régimen autocrático que todavía protagoniza ya pertenece a la historia. Aún no
está dispuesta a hacerlo por razones que, si bien están íntimamente vinculadas
con el orden político que efectivamente existe en el país, podrían calificarse
de personales.
Si no fuera por lo difícil que le sería explicar cómo se las
arregló para hacer compatibles sus actividades políticas, y las de su marido
fallecido, con su exitosa carrera como hotelera multimillonaria, Cristina
podría limitarse a pensar en los pros y los contras de seguir gobernando por
casi dos años más que, con toda seguridad, verán una serie de convulsiones
económicas y sociales que podrían asegurarle un lugar destacado en la lista de
los peores presidentes sufridos por la Argentina.
A Cristina le convendría cortar por lo sano, pero es presa
de su propio pasado. Aun cuando no esté “negociando impunidad” con Daniel
Scioli y Sergio Massa, como afirma Elisa Carrió, tanto los dos rivales
bonaerenses como los demás políticos sabrán que, a menos que le den garantías
convincentes, sería inútil pensar en una salida consensuada del brete en que la
señora y su séquito de subalternos obedientes han metido el país. Para
pragmáticos como Scioli y Massa, es una cuestión de elegir entre estirar una transición
que podría causar daños permanentes al maltrecho tejido social del país por un
lado y, por el otro, pactar un arreglo, que en adelante les supondría costos
políticos, con la esperanza de que la herencia sea menos terrible de lo que
prevén los pesimistas.
Aunque todos los políticos juran creer que es urgente
combatir la corrupción que tantos estragos ha provocado, también quieren
ahorrarle al país una lucha destructiva entre los acusados de enriquecerse
ilícitamente y los convencidos de que ha llegado la hora de enseñarles que la
Constitución Nacional y el código civil no son obras literarias escritas por
ingenuos.
Para Cristina, pues, está en juego algo que es mucho más
importante que el destino del fantasioso “modelo” populista con el que se dice
comprometida. No podrá sino entender que su “proyecto” ha fracasado
irremediablemente y que intentar prolongar su vida sería peor que inútil, pero
es legítimo suponer que se siente obligada a mantenerse en sus trece no tanto
por orgullo cuanto por miedo a lo que le sucedería si perdiera el poder.
Por cierto, abundan los políticos y juristas que están
convencidos de que Cristina debería terminar sus días entre rejas luego de
haber devuelto los muchos millones de dólares que, con su marido, robó con la
complicidad de los infaltables testaferros.
A pocos les gusta aludir a este tema tan urticante, pero la
forma en que la enfrente la clase política nacional incidirá de manera decisiva
en el futuro inmediato del país. Tal y
como están las cosas, la economía nacional, es decir, el bienestar de los
cuarenta millones de personas que dependen de sus vicisitudes, sirve de rehén
para aquellos kirchneristas, encabezados por Cristina, que por motivos
comprensibles no quieren verse constreñidos a rendir cuentas ante la Justicia.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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