Gracias a la
inflación, las palabras de los jefes sindicales importan.
Por James Neilson (*) |
Los prohombres de la patria financiera no son los únicos con
buenos motivos para querer que la inflación siga provocando estragos por un
rato más. Nunca lo dirán, pero, siempre y cuando no haya un colapso
generalizado, también se ven beneficiados los jefes sindicales. La merma
constante del poder adquisitivo de los salarios les permite desempeñar un papel
protagónico en el gran melodrama nacional.
En lugar de tener que conformarse con una sola paritaria por
año, como quisiera el Gobierno, los sindicalistas pueden exigir que haya dos,
cuatro o, de acercarse el país a la híper, una cada mes, además de participar
con lobbistas empresariales y clérigos de una serie de “cumbres” y “pactos
sociales”, desplazando a los dirigentes opositores que no suelen asistir a
tales encuentros.
Asimismo, gracias a la inflación, las palabras de los jefes
sindicales importan; hasta sus declaraciones más banales inciden en el clima
político, lo que no sería el caso si la Argentina disfrutara de estabilidad
monetaria.
Y, lo que les es aún más satisfactorio, el temor a que todo
salga de madre ha postergado, por enésima vez, iniciativas destinadas a
remplazar por otro más acorde con los tiempos que corren el viejo orden sindical
netamente corporativista, calcado al fascista, que fue ensamblado por el en
aquel entonces coronel Juan Domingo Perón y que se ha mantenido más o menos
intacto hasta nuestros días. Por razones comprensibles, los veteranos no
quieren que se modifique mucho el sistema al cual se han acostumbrado y que
saben dominar.
En los meses próximos, los pesos pesados del sindicalismo
tradicional, hombres como Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, que ya no procuran
disimular el desprecio que sienten por la gestión de Cristina, más el
oficialista dubitativo Antonio Caló, seguirán aprovechando las oportunidades
brindadas por el desaguisado económico para defender lo mucho que a través de
los años han conquistado.
Apuestan a que la Presidenta estaría más interesada en apaciguarlos
que en abrir un nuevo frente de conflicto, y que por lo tanto ordenara a los
militantes de La Cámpora tratar de reconciliarse con la versión actual de la
burocracia sindical contra la cual lucharon sus antecesores en los míticos años
setenta. No les sería difícil; desde hace mucho tiempo cuentan entre sus
aliados al jefe de la Uocra, Gerardo Martínez, un hombre que según los
memoriosos, durante la dictadura militar fue un “represor” al servicio del
Batallón 601.
Como suele suceder cuando la inflación amenaza con
desbocarse, la gente del Gobierno se ha puesto a hablar de la necesidad de que
los sindicalistas hagan gala de su “madurez”, “prudencia” y “moderación”, y a
rezar para que acepten ubicar “el techo” salarial en torno al 20 y pico por
ciento, muy por debajo de la tasa de inflación prevista que, tal y como están
las cosas, podría duplicarla o triplicarla ¿Lo harán? Claro que no.
Están programados para pedir más; si dejan de hacerlo, otros
tomarán su lugar. Caló, el jefe de la
CGT oficialista, se ha solidarizado a su manera con los docentes que están
reclamando una suba del 61 por ciento, monto que incluso Moyano creería un
tanto exagerado aunque, de continuar cobrando fuerza la inflación, podría pedir
mucho más en cuotas.
Por ahora, Caló, víctima humilde de un rapapolvos
presidencial que fue difundido por la cadena nacional por haberse atrevido a
decir que “a la gente ya no le alcanza para comer”, sigue afirmándose leal al
gobierno de Cristina y por lo tanto dispuesto a limitarse a una paritaria por
año, pero no sorprendería que terminara sumándose a las huestes crecientes de
Sergio Massa o, lo que podría convenirle más, a las de otro oficialista
cuidadosamente ambiguo, Daniel Scioli.
Sería menos traumático para el oficialismo que el
metalúrgico optara por Scioli: últimamente, ultras K, entre ellos Diana Conti,
Carlos Kunkel y Gabriel Mariotto, han dado a entender que estarían dispuestos a
indultar al bonaerense, pasando por alto su escasa confiabilidad ideológica.
Sucede que, al perder su poder de atracción el kirchnerismo, todos los
compañeros, tanto los políticos como los sindicalistas, quieren congraciarse a
tiempo con el líder máximo siguiente, aun cuando sus intentos en tal sentido
sirvieran para complicar todavía más la situación ingrata de Cristina al hacer
pensar que sus adherentes han llegado a la conclusión de que, dadas las
circunstancias, sería mejor abandonarla a su suerte.
Por su parte, Massa, Scioli, José Manuel de la Sota y los
demás precandidatos peronistas entienden que, si bien no les convendría
enemistarse con los jefes sindicales, tampoco sería de su interés tenerlos a su
lado. La imagen de Moyano, Barrionuevo, Caló y compañía es francamente mala.
Son piantavotos. Parecería que nadie, salvo los muchachos más combativos de sus
propios gremios, los quiere mucho.
Aunque sería injusto acusarlos de responsabilidad por una
crisis económica que es obra del kirchnerismo, a ojos de la mayoría encarnan lo
peor del peronismo. Si de resultas del fracaso estrepitoso del “proyecto” de
Cristina, el grueso de la ciudadanía decide que ha llegado la hora de decir
adiós a un movimiento cuya hegemonía prolongada se ha visto acompañada por la
ruina progresiva del país, la reputación nada buena de “la columna vertebral”
del movimiento figuraría entre las causas principales.
Aunque el regreso de la inflación ha permitido a los
sindicalistas recuperar su condición de representantes de un poder fáctico que
a juicio de muchos es indeseable, pero que así y todo es real, también les plantea
muchos problemas. Mientras que los preocupados por el futuro del país los
exhortan a anteponer el bien común a sus propias aspiraciones sectoriales,
tienen forzosamente que privilegiar los intereses inmediatos de los afiliados.
Pero también son conscientes de que, si provocan demasiados paros, el país
podría caer en una crisis tan grave como las de antes.
Si bien en diversas ocasiones Moyano y otros nos han
asegurado que los aumentos salariales nunca contribuyen a la inflación, no cabe
duda alguna de que una puja caótica por el poco dinero que todavía queda sí
podría empujar el país hacía el precipicio. Un movimiento obrero fuerte sería
innocuo en una sociedad en que el empresariado fuera igualmente poderoso y los
dirigentes políticos capaces de conservar el equilibrio, pero en la Argentina
el empresariado es débil, el Gobierno ha visto desmoronarse su autoridad y las
diversas agrupaciones opositoras se limitan a mirar el espectáculo con ánimo
crítico.
A los kirchneristas les encantaría que los sindicalistas
colaboraran con sus esfuerzos por convencer a la ciudadanía de que la inflación
se debe a nada más que la codicia insensata de comerciantes, proveedores y los
siempre malignos pulpos corporativos que, según Cristina, están conspirando en
su contra. Hasta ahora, empero, han sido reacios a prestarse a la campaña
kirchnerista en tal sentido, acaso porque muchos dirigentes gremiales
vitalicios son empresarios ellos mismos y, de todos modos, saben que la teoría
ensayada por la Presidenta y, para extrañeza de quienes creían conocerlo, su
vocero más abnegado, Jorge Capitanich, es un disparate peligroso.
Castigar a los empresarios, amenazándolos con la “justicia
popular”, o sea, el linchamiento por turbas enfurecidas, por negarse a vender a
pérdida es sencillo; aquí, como en el resto del mundo, abundan los proclives a
culparlos por el aumento del costo de vida y escasean los dispuestos a tomar en
cuenta factores arcanos que preocupan a los especialistas como la emisión
monetaria. Con todo, una campaña exitosa contra el empresariado sólo serviría
para garantizar que la recesión que ya se ha iniciado resultara ser aún más
profunda de lo que prevén los pesimistas más lúgubres.
De negarse los empresarios a invertir, si es que algunos aún
piensan en hacerlo, aumentaría con rapidez el desempleo, la producción se
desplomaría y quienes sucedan a los kirchneristas heredarían un desastre
descomunal.
Desde el punto de vista de la Presidenta y los miembros de
su camarilla personal, la autodestrucción sería una alternativa tentadora, una
forma épica de poner fin al relato, pero no lo es para los demás. Mal que les
pese a los kirchneristas resueltos a hacer de los empresarios los chivos
expiatorios y sacrificarlos a fin de salvar el pellejo propio, no sólo los
políticos opositores sino también los sindicalistas ya están pensando más en lo
que venga después del huracán Cristina que en los eventuales beneficios de
combatir el capital.
Como en otras ocasiones en que el Gobierno federal carecía
de la capacidad para manejar las variables económicas, está improvisándose una
liga de gobernadores provinciales. Encabezados por Scioli, quieren que los
estatales, incluyendo a los docentes, se resignen a ver incrementados su
salarios, que por lo común son magros, el 25 por ciento, pero muchos
sindicalistas insisten en el 30 por ciento o más. Puesto que en las primeras
semanas de un año que promete ser extraordinariamente agitado los precios han
subido a una velocidad que, de mantenerse, significaría una tasa de inflación
de tres dígitos como en los viejos tiempos, los reclamos sindicales son
comprensibles pero, claro está, de concretarse, se echaría aún más nafta sobre
una conflagración que en cualquier momento podría volverse incontrolable.
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