viernes, 14 de febrero de 2014

La hora de los gremialistas

Gracias a la inflación, las palabras de los jefes sindicales importan.

Por James Neilson (*)
Los prohombres de la patria financiera no son los únicos con buenos motivos para querer que la inflación siga provocando estragos por un rato más. Nunca lo dirán, pero, siempre y cuando no haya un colapso generalizado, también se ven beneficiados los jefes sindicales. La merma constante del poder adquisitivo de los salarios les permite desempeñar un papel protagónico en el gran melodrama nacional.

En lugar de tener que conformarse con una sola paritaria por año, como quisiera el Gobierno, los sindicalistas pueden exigir que haya dos, cuatro o, de acercarse el país a la híper, una cada mes, además de participar con lobbistas empresariales y clérigos de una serie de “cumbres” y “pactos sociales”, desplazando a los dirigentes opositores que no suelen asistir a tales encuentros.

Asimismo, gracias a la inflación, las palabras de los jefes sindicales importan; hasta sus declaraciones más banales inciden en el clima político, lo que no sería el caso si la Argentina disfrutara de estabilidad monetaria.

Y, lo que les es aún más satisfactorio, el temor a que todo salga de madre ha postergado, por enésima vez, iniciativas destinadas a remplazar por otro más acorde con los tiempos que corren el viejo orden sindical netamente corporativista, calcado al fascista, que fue ensamblado por el en aquel entonces coronel Juan Domingo Perón y que se ha mantenido más o menos intacto hasta nuestros días. Por razones comprensibles, los veteranos no quieren que se modifique mucho el sistema al cual se han acostumbrado y que saben dominar.

En los meses próximos, los pesos pesados del sindicalismo tradicional, hombres como Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, que ya no procuran disimular el desprecio que sienten por la gestión de Cristina, más el oficialista dubitativo Antonio Caló, seguirán aprovechando las oportunidades brindadas por el desaguisado económico para defender lo mucho que a través de los años han conquistado.

Apuestan a que la Presidenta estaría más interesada en apaciguarlos que en abrir un nuevo frente de conflicto, y que por lo tanto ordenara a los militantes de La Cámpora tratar de reconciliarse con la versión actual de la burocracia sindical contra la cual lucharon sus antecesores en los míticos años setenta. No les sería difícil; desde hace mucho tiempo cuentan entre sus aliados al jefe de la Uocra, Gerardo Martínez, un hombre que según los memoriosos, durante la dictadura militar fue un “represor” al servicio del Batallón 601.

Como suele suceder cuando la inflación amenaza con desbocarse, la gente del Gobierno se ha puesto a hablar de la necesidad de que los sindicalistas hagan gala de su “madurez”, “prudencia” y “moderación”, y a rezar para que acepten ubicar “el techo” salarial en torno al 20 y pico por ciento, muy por debajo de la tasa de inflación prevista que, tal y como están las cosas, podría duplicarla o triplicarla ¿Lo harán? Claro que no.

Están programados para pedir más; si dejan de hacerlo, otros tomarán su lugar.  Caló, el jefe de la CGT oficialista, se ha solidarizado a su manera con los docentes que están reclamando una suba del 61 por ciento, monto que incluso Moyano creería un tanto exagerado aunque, de continuar cobrando fuerza la inflación, podría pedir mucho más en cuotas.

Por ahora, Caló, víctima humilde de un rapapolvos presidencial que fue difundido por la cadena nacional por haberse atrevido a decir que “a la gente ya no le alcanza para comer”, sigue afirmándose leal al gobierno de Cristina y por lo tanto dispuesto a limitarse a una paritaria por año, pero no sorprendería que terminara sumándose a las huestes crecientes de Sergio Massa o, lo que podría convenirle más, a las de otro oficialista cuidadosamente ambiguo, Daniel Scioli.

Sería menos traumático para el oficialismo que el metalúrgico optara por Scioli: últimamente, ultras K, entre ellos Diana Conti, Carlos Kunkel y Gabriel Mariotto, han dado a entender que estarían dispuestos a indultar al bonaerense, pasando por alto su escasa confiabilidad ideológica. Sucede que, al perder su poder de atracción el kirchnerismo, todos los compañeros, tanto los políticos como los sindicalistas, quieren congraciarse a tiempo con el líder máximo siguiente, aun cuando sus intentos en tal sentido sirvieran para complicar todavía más la situación ingrata de Cristina al hacer pensar que sus adherentes han llegado a la conclusión de que, dadas las circunstancias, sería mejor abandonarla a su suerte.

Por su parte, Massa, Scioli, José Manuel de la Sota y los demás precandidatos peronistas entienden que, si bien no les convendría enemistarse con los jefes sindicales, tampoco sería de su interés tenerlos a su lado. La imagen de Moyano, Barrionuevo, Caló y compañía es francamente mala. Son piantavotos. Parecería que nadie, salvo los muchachos más combativos de sus propios gremios, los quiere mucho.

Aunque sería injusto acusarlos de responsabilidad por una crisis económica que es obra del kirchnerismo, a ojos de la mayoría encarnan lo peor del peronismo. Si de resultas del fracaso estrepitoso del “proyecto” de Cristina, el grueso de la ciudadanía decide que ha llegado la hora de decir adiós a un movimiento cuya hegemonía prolongada se ha visto acompañada por la ruina progresiva del país, la reputación nada buena de “la columna vertebral” del movimiento figuraría entre las causas principales.

Aunque el regreso de la inflación ha permitido a los sindicalistas recuperar su condición de representantes de un poder fáctico que a juicio de muchos es indeseable, pero que así y todo es real, también les plantea muchos problemas. Mientras que los preocupados por el futuro del país los exhortan a anteponer el bien común a sus propias aspiraciones sectoriales, tienen forzosamente que privilegiar los intereses inmediatos de los afiliados. Pero también son conscientes de que, si provocan demasiados paros, el país podría caer en una crisis tan grave como las de antes.

Si bien en diversas ocasiones Moyano y otros nos han asegurado que los aumentos salariales nunca contribuyen a la inflación, no cabe duda alguna de que una puja caótica por el poco dinero que todavía queda sí podría empujar el país hacía el precipicio. Un movimiento obrero fuerte sería innocuo en una sociedad en que el empresariado fuera igualmente poderoso y los dirigentes políticos capaces de conservar el equilibrio, pero en la Argentina el empresariado es débil, el Gobierno ha visto desmoronarse su autoridad y las diversas agrupaciones opositoras se limitan a mirar el espectáculo con ánimo crítico.

A los kirchneristas les encantaría que los sindicalistas colaboraran con sus esfuerzos por convencer a la ciudadanía de que la inflación se debe a nada más que la codicia insensata de comerciantes, proveedores y los siempre malignos pulpos corporativos que, según Cristina, están conspirando en su contra. Hasta ahora, empero, han sido reacios a prestarse a la campaña kirchnerista en tal sentido, acaso porque muchos dirigentes gremiales vitalicios son empresarios ellos mismos y, de todos modos, saben que la teoría ensayada por la Presidenta y, para extrañeza de quienes creían conocerlo, su vocero más abnegado, Jorge Capitanich, es un disparate peligroso.

Castigar a los empresarios, amenazándolos con la “justicia popular”, o sea, el linchamiento por turbas enfurecidas, por negarse a vender a pérdida es sencillo; aquí, como en el resto del mundo, abundan los proclives a culparlos por el aumento del costo de vida y escasean los dispuestos a tomar en cuenta factores arcanos que preocupan a los especialistas como la emisión monetaria. Con todo, una campaña exitosa contra el empresariado sólo serviría para garantizar que la recesión que ya se ha iniciado resultara ser aún más profunda de lo que prevén los pesimistas más lúgubres.

De negarse los empresarios a invertir, si es que algunos aún piensan en hacerlo, aumentaría con rapidez el desempleo, la producción se desplomaría y quienes sucedan a los kirchneristas heredarían un desastre descomunal.

Desde el punto de vista de la Presidenta y los miembros de su camarilla personal, la autodestrucción sería una alternativa tentadora, una forma épica de poner fin al relato, pero no lo es para los demás. Mal que les pese a los kirchneristas resueltos a hacer de los empresarios los chivos expiatorios y sacrificarlos a fin de salvar el pellejo propio, no sólo los políticos opositores sino también los sindicalistas ya están pensando más en lo que venga después del huracán Cristina que en los eventuales beneficios de combatir el capital.

Como en otras ocasiones en que el Gobierno federal carecía de la capacidad para manejar las variables económicas, está improvisándose una liga de gobernadores provinciales. Encabezados por Scioli, quieren que los estatales, incluyendo a los docentes, se resignen a ver incrementados su salarios, que por lo común son magros, el 25 por ciento, pero muchos sindicalistas insisten en el 30 por ciento o más. Puesto que en las primeras semanas de un año que promete ser extraordinariamente agitado los precios han subido a una velocidad que, de mantenerse, significaría una tasa de inflación de tres dígitos como en los viejos tiempos, los reclamos sindicales son comprensibles pero, claro está, de concretarse, se echaría aún más nafta sobre una conflagración que en cualquier momento podría volverse incontrolable.

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de The Buenos Aires Herald.

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