Por Gabriela Pousa |
Como
sucede con casi todo en la Argentina kirchnerista, la crisis tiene también su
doble faz.
Por un lado está la crisis asida al dólar y por otro aquella
mucho más profunda, casi perenne en nuestra cultura que aflora hoy día
como un emergente de lo que hacemos, aún sin darnos cuenta o sin querer darnos
cuenta.
La
crisis económica, sin duda, tiene más prensa. A ella se dedican los
especialistas y es ella, en apariencia, la única capaz de modificar algo en
este escenario. No puede haber engaño: el bolsillo sigue siendo el
órgano más sensible de los argentinos. La moral está en segundo plano.
Hasta
tanto éste estuvo abultado podía digerirse fácilmente la corrupción más
avezada, bastaba con adquirir un paquete turístico o un plasma en cuotas y
relajarse del estrés que provoca vivir sin principios y sin normas. Si
acaso no se podía transitar porque la calle estaba cortada, o algún medio
mostraba una estafa colosal protagonizada por un ministro o incluso por la
misma jefe de Estado, se compensaba el disgusto con el consumo. Hasta
ahí la conducta de cierta clase media que viene siendo bastardeada, casi sin
costo, por la dirigencia.
Quienes
no acceden a ella, mantienen incólume su rutina de pelea diaria con y por la
vida. Ellos no saben quién es Keynes o Marx, y si acaso alguna vez vieron un
dólar fue por TV. Para ese sector social no hay tregua, no lo hubo en
toda la década, ni lo habrá en lo sucesivo porque el populismo, justamente, se
ocupa de administrar esa pobreza de manera de convertirla en eterna.
Esa
franja social vegeta. Y aunque suene espantoso o duro, no es causante de
problemas, no marca ni define agenda. Su atención directa se limita a la previa
electoral, al subsidio por conveniencia, al puntero capaz de organizarse para
contener, y no menguar, su miseria. El problema está en otra parte.
El
problema es la bendita clase media no por su siempre tardío “darse cuenta”,
sino quizás por su mismísima naturaleza. Ese sector de la sociedad apuesta a
perdedor como deporte nacional. Tiene una necesidad de cambio
gatopardista, compleja. En gran medida es aquella capaz de creer que votando a
Sergio Massa cambia esto que nos pasa, aún cuando en voz alta diga que el
electo diputado nació del riñón kirchnerista. Contradictoria, cómoda,
voluntariamente ciega, presente en la ausencia, cómplice de lo que critica, y
en muchos aspectos, similar a quien detesta.
En
ese sentido su actual disconformidad puede devenir en costumbre o poner un
punto final al avasallamiento de la libertad. No se trata de plantear un
quiebre al orden constitucional sino de regresar a ese orden que hace tiempo no
está.
En
ese hábitat se vive ahora la sensación de un fin de ciclo que no es tal. Por
más que el gobierno muestre al descubierto y sin anestesia todas sus falencias
– cabe aclarar: ninguna nueva -, se vive la ignominia de manera
diferente a como se la percibía meses atrás.
Nadie
se atreve hoy a ningunear la crisis política. Pero eso no alcanza para
vaticinar un final anticipado a la gestión de Cristina. Porque aunque intenten
cambiar el foco de la responsabilidad, es ella quién decidirá, según su
capricho, la continuidad constitucional. La clase media no sacó a
ningún gobierno en Argentina. Si sigue o no hasta diciembre de 2015 no será
definido por ninguna fuerza ajena al gobierno nacional.
Ellos
aún manejan los hilos. La salud de la Presidente está siendo utilizada
como un placebo para experimentar el humor social. Cristina puede enfermar de
la noche a la mañana, no por ser un simple mortal sino por conveniencia
personal, esa amenaza está latente y nadie se atreve a diagnosticar.
Hoy por hoy, el repunte de su imagen en las encuestas es utopía.
Ahora
bien, en Balcarce 50 creen que lo perdido no se recupera, pero lo
ganado se aprovecha. Como diría la propia mandataria tras perder la
última contienda electoral, “aún somos gobierno“, y mientras eso
suceda nada se ha de alterar.
La
titular del Ejecutivo está dispuesta a sortear el mal clima social aún con la
receta equivocada. Claro que ya no alcanzan los anuncios grandilocuentes por la
sencilla razón de que no se le cree. No hay magia ni soluciones
diferentes por una simple razón: lo que caracteriza a esta administración no es
la inoperancia sino la perversión. En esa perversión se enmarca también el
carácter de la dama.
Cristina
Fernández de Kirchner fue, es y será hasta el final Cristina Fernández de
Kirchner. Pretender
que se convierta en Ángela Merkel o en Dilma Rousseff es inútil. Puede
modificar el tipo de cambio pero no ha de modificar el tipo de trato, puede
vestirse de colores varios pero no puede matizar el espíritu vengativo ni su
particular modo de concebir el juego político: como una sucesión de batallas. Y
esta no es la final.
En
síntesis, es inútil esperar cambios. Sin embargo, hay un dato que surge como
punto de inflexión: la caja se está vaciando. Y la metodología
kirchnerista que les permitió permanecer en el poder se basó justamente en el
manejo discrecional de fondos para solventar aprietes, extorsiones,
clientelismo sin limitaciones, y el manejo arbitrario de intendencias y
gobernaciones.
Para
que todo ese engranaje, que conforma el corazón mismo del kirchnerismo
funcionara aceitadamente, fue necesario dilapidar los famosos ‘superávit
gemelos’ que tanto ponderaban y abrir la caja. Ahora el gobierno se
está quedando sin su principal herramienta. Mantener a los
gobernadores alineados, controlar la calle y lograr que diputados o senadores
se den vuelta en sus opiniones será una tarea de Sísifo.
Es
por eso que la principal preocupación de la mandataria sea encontrar un
reemplazo de aquel arma con el cual supo dominar la escena para no quedar como
el rey desnudo de la fábula.
Analizar
declaraciones obscenas, carentes de sentido, grotescas no es (o no debería ser)
tarea del analista político, sin embargo en Argentina, la política no sólo es
grotesca y burda sino también hace alarde de ello. Se nutre de
coyunturas que no aportan un ápice y distraen. Y es en ese verbo donde el
gobierno vuelve a centrar su atención.
Posiblemente
recurran una vez más a la distracción. Es una opción que los
Kirchner supieron usar de manera extraordinaria. Los argentinos hemos
estado distraídos durante muchos años. Compramos como si fuesen
sinónimo de crecimiento y desarrollo, las falacias de veranitos económicos,
vientos de cola y otros artilugios varios.
Ese
es el as que el gobierno guarda: la distracción. ¿Qué pasa si el pueblo no puede
comprarla? Esa es la pregunta del millón, y por eso los millones que van para
el fútbol y los shows. Si la clase media se harta de veras (y no sólo
en alguna red social) y deja de regodearse con el permiso para comprar 200
dólares, habrá que jugar la carta de la distracción o recurrir a una salud
resquebrajada
Pero
si la sociedad vuelve a contentarse con Marcelo Tinelli y el Mundial,
otro puede ser el cantar, así razonan quienes frecuentan la Presidencia. Durísimo
sería tener que darles la razón.
En
definitiva, la especulación política ganó la batalla. Pero de algo puede
estarse seguro, los especuladores no están fuera de la Casa Rosada. Los
porotos los cuenta la mismísima Presidente y sentada en el sillón de Rivadavia.
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