Por Jorge Fernández Díaz |
Aquel invierno de derrota era soleado y agradable. Néstor
Kirchner ordenó a su custodia que lo llevara hasta Parque Lezama. Todavía
conservaba en el corazón los latigazos del duro revés que acababa de sufrir en
las urnas. Era sábado, y Carta Abierta realizaba una asamblea pública. Kirchner
llegó sin corbata, escuchó las diatribas de los intelectuales y esperó turno
para hablar.
Cuando lo hizo arengó a ese puñado de setentistas, les insufló
ánimos y se despidió con aliento épico. Un asistente que lo acompañaba recuerda
que al subir de nuevo al coche blindado, Kirchner suspiró y dijo: "Qué
delirantes". No fue un comentario agresivo sino afectuoso, pero estuvo
precedido por muchas otras confesiones que hizo ante sus ministros de máxima
confianza: "No tienen la menor idea de lo que es la política". A
veces, cuando tenía que atender a un escritor oficialista, llamaba a su jefe de
Gabinete de entonces y le pedía con desesperación: "Vení conmigo porque a
este tipo no lo aguanto". La intelectualización de la política le parecía
una banalidad, y comparaba a esos pensadores de la retórica con los plateístas
del fútbol: "Te gritan que saques a un defensor y pongas a un atacante, y
no saben nada del juego; no tienen noción de lo que es estar en el medio de la
cancha dirigiendo el partido".
Su viuda, en cambio, siempre fue más porosa al bronce de los
ilustrados. En ausencia de su esposo, muchas veces se dejó aconsejar por los
plateístas y cayó en la tentación habitual de hacer jueguito para la tribuna. Se
percibe todavía que le cuesta abandonarlos en la banquina cuando debe exponer
las cifras y los hechos después de tantos años de manipulaciones y
ocultamientos. Lo paradójico es que todas esas trampas fueron ardorosamente
convalidadas por muchos pensadores kirchneristas, que dejaron la conciencia
crítica para transformarse en meros justificadores de desaciertos.
Cristina Kirchner ha retomado, aunque de manera superficial
y tardía, el realismo en defensa propia, y esa senda pragmática pone en una
crisis de desencanto a muchos militantes. Cuesta creerlo, pero algunos de
ellos, hombres grandes, siguen siendo analfabetos económicos y tiernos
adolescentes políticos. Con cierto pensamiento mágico creen que el Estado puede
expandirse hasta el infinito sin financiamiento (perdón, Mujica), que recortar
gasto público implica necesariamente hacer un ajuste neoliberal (perdón,
Dilma), que acordar políticas con Washington, el Club de París y el Fondo
significa volver a las relaciones carnales (perdón, Bachelet) y que cuidar las
reservas y pedir créditos externos es conservador (perdón, Evo). La gran dama
se debate internamente entre seguir esos prejuicios locales, que ella misma
alimentó hasta la caricatura, o gobernar con racionalidad bajo la lluvia de
granizo.
La mirada esquizofrénica desconcierta a quienes deben
confiar en la Argentina. Cristina reprivatiza y mal los trenes (perdón,
Scalabrini), y a la vez se presenta como Rosa Luxemburgo y denuncia
fantasmagóricos golpes de Estado con la secreta intención de recrear aquellos
febriles entusiasmos de la 125: quiere llevar a cabo otra batalla cultural,
pero hoy la pólvora está mojada. Y como no puede deshacerse de sus cuantiosos
tabúes internos, sigue fabricando contradicciones. En lugar de emitir
tranquilidad y cohesión, lanza torpedos contra empresarios, sindicalistas,
jueces, periodistas, banqueros, y también contra los "poderes
concentrados" de Occidente. Los kirchneristas intentan calmar los nervios
profiriendo frases como "quieren que el Gobierno vuele por el aire",
"no nos vamos a ir antes", "la patria está en peligro".
Donde se necesita agua oxigenada, aplican ácido sulfúrico. Y mientras tanto
difunden que el problema económico terminó con los trucos adoptados por el
Banco Central, medidas que el ex secretario de Finanzas de Néstor, Guillermo
Nielsen, califica como "un Ibupirac 600 por hora". Abuso de
analgésicos para tratar una enfermedad grave que precisa de un buen diagnóstico
y de una delicada intervención quirúrgica.
La ecuación Scioli, que es Cristina menos relato, se
desplegó esta semana en Estados Unidos. El gobernador new age intenta convencer
a los norteamericanos de que el país hará los deberes. Uno de sus operadores
económicos estimó, en círculo de ejecutivos, que "el ajuste fiscal
necesario es de 2,5% del PBI" y que el Gobierno "lo hace ahora o
estamos en el horno". Internamente, y más allá de que algunos cometen la
imprudencia de escribirle partituras al enano paranoico que todo cristinista
lleva adentro, los economistas del peronismo creen que son preferibles las
brasas al fuego: siempre es mejor que el ajuste lo encare el Estado a que lo
imponga el mercado; es menos traumático que la familia se apriete el cinturón a
que el banco le embargue las cuentas.
Mientras el sciolismo promete en la capital del mundo cosas
que no puede cumplir (las inversiones serán respetadas y las amparará siempre
la seguridad jurídica), en la Presidencia de la Nación bajan la orden de
instalar que la estampida de precios no es culpa del rojo fiscal, la emisión,
la inflación ni la devaluación del peso, y mandan a grupos callejeros contra
empresas y supermercados a repudiar la carestía del tomate. A los gremialistas
les filtran rumores de que tienen, para cada uno de ellos, un carpetazo de los
servicios: muchachos, mejor moderen las pretensiones en las paritarias. El
nivel de apriete, ingratitud e insolencia con que el ultrakirchnerismo se
maneja es directamente proporcional al inédito nivel de resentimiento que se ha
acumulado en toda la comunidad politizada.
Lo risible es que, junto a la batería de exculpaciones,
corre una abrupta corriente de sinceramiento: la inflación, el narcotráfico y
otras lacras que durante años fueron señaladas por la oposición y la prensa hoy
son asumidas, sin pedir disculpas, por quienes entonces las desmentían con
peroratas furiosas y vapuleos mediáticos. El kirchnerismo salió del placard,
pero de un modo vergonzante. Se irá dentro de dos años y dejará una pesada
herencia. Sin embargo, convertirlo en el chivo expiatorio de la decadencia
nacional no sería justo. The Economist nos recordó esta semana que ese declive
es un enigma indescifrable para el mundo, y que los Kirchner fueron apenas una
estación más.
La respuesta podría no ser muy simpática para ninguno de
nosotros. Es posible que nuestra perpetua cuesta abajo se deba a la violencia
de las dictaduras militares, a la ineptitud económica de las breves gestiones
del radicalismo y a la irresponsabilidad inescrupulosa de los largos gobiernos
peronistas. Pero violencia, ineptitud e irresponsabilidad no son palabras que
puedan aplicarse sólo a la clase dirigente, puesto que cada una de esas
experiencias históricas tuvo la adhesión silenciosa o explícita de la sociedad
argentina. Estos días se vio cómo peleaban Ishii y Othacehé. Parecía una lucha
alucinada entre Godzilla y King Kong. Pero ambos han sido legitimados por el
voto constante.
Este país debe repensarse a sí mismo de vuelta, sin buscar
atajos y sin anacronismos. Precisa de intelectuales independientes del poder
que no practiquen el delirio ni simplifiquen todo con conceptos vacíos como
"acciones emancipadoras" y "jornadas libertarias". Y con
estadistas sin olor a naftalina, dispuestos a una autocrítica profunda y a la
audacia de la decencia y el sentido común. Sin eso, seguiremos en la
inexplicable lista de los genios sin genio, los talentos extraviados y las
oportunidades perdidas.
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