Por Jorge Fernández Díaz |
"Kicillof le comió la cabeza", se lamentaba esta
semana, nervioso y desalentado, un importante legislador del Frente para la
Victoria en su soleada oficina del Congreso de la Nación. La cabeza que
presuntamente se comió el ministro de Economía pertenece a Cristina Kirchner.
Varios colegas del gabinete nacional tienen el mismo sentimiento de alarma y de
secreta impotencia, aunque juran que ya es demasiado tarde para irse: se
quedarán dentro del círculo de las carretas resistiendo y, si es necesario,
morirán con las botas puestas.
Así está el Gobierno, esperando que los salve el
Séptimo de Caballería: la maldita oligarquía con la soja y los bancos
extranjeros con un "blindaje". Triste ironía quedar en manos de tus
vapuleados enemigos.
Cada noche los políticos cumplen el rito insoslayable:
preguntan con el corazón en un puño cómo sigue la hemorragia del Banco Central
y comprueban que mantiene una aceleración pavorosa. A este ritmo, los anticipos
y aportes no alcanzarán más que para comprar un poco de tiempo, ese bien tanto
o más escaso que el dólar.
Kicillof, responsable intelectual de haber convertido a un
lord inglés que salvó al capitalismo (Keynes) en un protomarxista nacional y
popular, es severamente cuestionado por la propia tropa. Algunos callan por
disciplina o conveniencia, pero otros se atreven a filtrar temores. La
Presidenta debería tomar nota de tres declaraciones altamente simbólicas que
involucran a sus principales socios: la Liga de Gobernadores, la CGT
oficialista y el padre espiritual del modelo. Nadie podría acusarlos de
representar los intereses de la patria financiera. Maurice Closs propuso el
viernes una convocatoria multisectorial para "no terminar como Alfonsín o
la crisis de 2001". Antonio Caló denunció que "a la gente no le está
alcanzando para comer". Y Aldo Ferrer trazó un crítico diagnóstico sobre
el desorden macroeconómico y señaló la imperiosa necesidad de armar "un
paquete de medidas, dejar de gastar plata en subsidios y mejorar la calidad del
gasto público".
Dentro del peronismo aliado a la Casa Rosada hablan de
"una solución política" para salir de este laberinto explosivo. Pero
¿cómo decírselo a Cristina? ¿Cómo explicarle que lo contrario de Kicillof no
son la derecha neoliberal ni los lobos de Wall Street? Porque ése es el gran
truco que ha logrado instalar el ministro de las patillas. Y ésa es también la
superstición política que ha adoptado la gran dama. Parece notable que haya
tanta gente por ahí comiéndose la galletita de que un Estado sólo puede gastar
más y más, y que aceptar contracciones cuando resulta necesario es ceder al
ajuste noventista.
En el peronismo oficial se cuece a fuego lento la convicción
de que resulta imprescindible recuperar la confianza perdida pegando un
volantazo antes del abismo. Hay un enorme consenso nacional alrededor de lo que
debería ser la Argentina: superávit fiscal y comercial, peso competitivo,
ahorro de reservas, economía mixta con un Estado presente y, a la vez, con un
ágil clima de negocios, política exterior independiente, pero no aislada,
confluencia entre el campo y la industria, y seguridad jurídica. Un
desarrollismo sano que radicales, socialistas, macristas, peronistas,
kirchneristas e independientes estarían dispuestos a suscribir. Sólo quedan
fuera de estos anhelos sensatos sectores ultraconservadores en una punta e
izquierdismos radicalizados en la otra: esas franjas extremas no representan
hoy a casi nadie. ¿Por qué entonces aquellas metas le resultan inaceptables a
la Presidenta? Porque para regresar a ellas debería desandar muchas medidas
extravagantes y erróneas que ha defendido. ¿Puede la jefa del Estado recrear
aquel espíritu pragmático que le permitió en 24 horas echar por la borda sus
diatribas contra Bergoglio y abrazarse amorosamente al papa Francisco? Aquí es
donde entra a jugar su narcisismo y también el pavor a perder su capital
simbólico. Cuidando ese capital raquítico y sectario puede perder mucho más.
Puede perderlo todo.
Estos factores subjetivos y emocionales la dominan, la
obligan a sostener contra cualquier lógica las ocurrencias de las que se ha
enamorado y, por lo tanto, considerar una traición rectificarlas, aun cuando la
realidad le demuestre que debería hacerlo, por sí misma y por el bien del
pueblo al que dice proteger.
Antes de admitir negligencia operativa o simple equivocación
estratégica, Cristina prefirió estos días servirse de la bandeja de las
conspiraciones. Es así como ella y el jefe de Gabinete salieron a denunciar
conjuras planetarias contra la estabilidad argentina. También se dedicaron a
apestillar a los bancos, a los productores y a los empresarios, tachados de
egoístas, avarientos y antipatrióticos. Imaginemos a un ciudadano de a pie, un
argentino con escasa politización, pero con cierta memoria traumática: no lee
los grandes diarios nacionales ni frecuenta radios críticas ni ve noticieros
independientes, pero de pronto escucha estos mensajes que emite la Presidencia
de la Nación. Es razonable pensar que se preguntará si no debería sacar la
plata del banco. Por las dudas. Se fueron 20.000 millones de pesos de los
plazos fijos durante los últimos 45 días. Algunos habrán buscado refugio en el
dólar; otros simplemente tienen miedo. ¿Cómo no van a tenerlo si las máximas
autoridades nacionales, buscando exculparse, hacen involuntario terrorismo
verbal sobre la economía?
Esta insólita propensión a agitar las aguas cuando se
precisa tranquilidad y certidumbre, esa manía autodestructiva de perforar el
propio bote, se ha transformado en todo un sello de época. Un contador público
del kirchnerismo dijo estos días en Canal 7 que poderes concentrados buscaban
debilitar la divisa nacional. Esos poderes, en realidad, no están muy
concentrados, y habría que buscarlos en Balcarce 50. Nadie hizo tanto por la
cultura de la dolarización y por la actual psicosis del verde como quienes
propulsaron la emisión descontrolada y devaluaron el peso sin un plan
consistente. Es curioso, porque el cristinismo se debatió entre sacar pecho y
explicar que controla la situación, y a la vez jugar a mostrarse como víctima
inocente de pérfidos periodistas económicos y otros canallas infrahumanos que
asustan a la población. Nadie asusta tanto como una administración que anuncia
medidas y luego se pone a estudiarlas.
Kicillof, que ya había convalidado el cepo y un blanqueo que
ni los narcos se atrevieron a aceptar, propuso esta vez una maxidevaluación.
Con esta curiosidad: si es exitosa se trasladará a los precios y dañará
fuertemente los salarios, lo que llevará a un fuerte conflicto social. Si en
cambio fracasa, tendrá a los precios y a los salarios en niveles nuevamente
parejos, por lo cual habrá hecho todo este gasto en vano. Los debates y las
apariciones públicas del ministro, teñidos de una soberbia contraproducente en
momentos de gran irritación, esconden siempre el efecto inflacionario. La
inflación es el abuelito apuñalado en el sótano, del que la familia
disfuncional no habla mientras discute ardorosamente pavadas alrededor de la
mesa de Navidad.
Ante ese panorama el peronismo escuchó atentamente a Mario
Blejer, hoy el principal asesor económico de Scioli: se necesita un programa
integral y creíble que apunte a la inflación y reduzca el pánico. La gran
pregunta de Blejer es la gran duda de todos: ¿cómo va a evolucionar el entorno
político, va a tener la voluntad de pagar por la estabilización? "No hay
almuerzo gratis -dijo-. Ni mucho tiempo." Mensaje para Cristina. ¿Lo
escuchará?
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