Por Álvaro Abós |
Cuando el príncipe Hamlet vuelve a Dinamarca, un
guardián de Elsinor, su castillo, le advierte que "algo huele a
podrido". El príncipe Hamlet trata de gobernar bien, ama a Ophelia,
reflexiona sobre la vida y la muerte en sus soliloquios, pero comprueba que
todo esto no sirve, porque la corrupción ha envenenado la vida de Dinamarca, la
de sus súbditos y la de él mismo. Imperan los dracmas del mal, la moneda
maldita de los antiguos griegos. Este vislumbre shakespeariano tiene cierto
reflejo en la Argentina de hoy.
Gobiernan este país una presidenta y un
vicepresidente electos por amplísima mayoría en elecciones limpias. Es cierto
que hay problemas y desajustes, pero ¿qué país no los tiene? Sin embargo, esa
normalidad se asienta en un andamiaje frágil, porque el vicepresidente ha sido acusado por un fiscal federal :
resulta que, cuando era ministro de Economía, habría intentado, a través de una
red de testaferros, usar su poder institucional para quedarse con el 70% del
negocio de la impresión de la moneda nacional, a cargo de la entonces
agonizante empresa Ciccone .
Es cierto que in du bio pro reo :
nadie es culpable hasta que un juez lo condena. Sin embargo, la opinión pública
conoce muchos de los elementos de la causa Ciccone: testimonios, pruebas
documentales, indicios. Por lo tanto, en la opinión pública existe un estado de
sospecha sobre el comportamiento del señor Amado Boudou.
Hasta ahora, el principal argumento que alegaban
los partidarios del Gobierno para negarles entidad a las sospechas era que en
la causa Ciccone no se mencionaba a Boudou.
¿Por qué entonces el Gobierno hizo tabla rasa con tantos funcionarios
judiciales? Cuando salió a la luz el caso Ciccone, el vicepresidente pronunció
una alocución tremebunda en la que repartió al voleo todo tipo de acusaciones.
Al jefe de los fiscales, un veterano jurista de ideas afines al Gobierno, lo
acusó de traficar influencias. De inmediato perdieron sus cargos ese jefe de
fiscales, el juez de la causa y el primer fiscal a cargo. A quienes escribimos
en la prensa crítica, el vicepresidente nos trató de esbirros. ¿Qué significaban
esas represalias sino una forma de intimidación a la justicia y a la prensa
para recalcar la idea de que el vicepresidente era intocable?
Luego pasó el tiempo y ahora, aunque la causa
avanzó a paso de tortuga, ni Boudou ni sus partidarios pueden alegar que él
está "afuera de la causa". El dictamen del fiscal federal, en el que
pide la indagatoria del vicepresidente, es preciso, detallado y demoledor. Es
el Estado, el mismo Estado que el señor Boudou representa ante el mundo cuando
la presidenta no ejerce quien lo acusa.
¿Qué solidez institucional puede tener un gobierno
cuyo vicepresidente está acusado por un fiscal federal de querer enriquecerse a
costo del erario? ¿Qué pasaría si (¡Dios no lo quiera!) ese vicepresidente
tuviera que quedar al frente del país? ¿Cómo sesionará de ahora en más el
Senado de la Nación, cómo debatirá nuestros dilemas, si a su frente, en el
estrado, se sentará un hombre al que la fiscalía federal imputa por
"negociaciones incompatibles con la función pública"?
Un vicepresidente, aunque no haga gran cosa, ocupa
un cargo clave en la estructura institucional de un país. Porque garantiza la
continuidad ante una emergencia. El vicepresidente es como un bombero: se pasa
horas y horas, quizá días y días en el cuartel, sin hacer nada, pero cuando
algo sucede?
Al aceptar que el señor Boudou continúe en su cargo
como si nada hubiera pasado, al aceptar que siga latiendo este huevo de
serpiente, el Gobierno pone a este país en una situación grave. No es que los
problemas desaparecerían si Boudou saliera de escena. Seguiría habiendo
conflictos, situaciones irresueltas. Que el país tenga más pobres hoy que en
2001, que el país carezca de estadísticas fiables porque el Gobierno optó por
tapar la realidad, que el país no despierte confianza más que en sus acólitos,
que nos gobierne alguien que dijo "si quieren devaluación, busquen a
otro" y luego no vaciló en devaluar son cosas que no se relacionan
directamente con el caso Ciccone. Son vaivenes de la vida compleja de un país.
Sin embargo, cuando el Gobierno, a través de
Boudou, puso en circulación el dracma del mal, dejó sobre el terreno la mecha
de una bomba. Boudou no es un florero, integra el corazón de un gobierno que
hasta ahora lo blindó, conforme a su práctica habitual de no pagar jamás el
costo de sus errores. Salvo que fuese inevitable.
Ahora, con Boudou sentado en el estrado senatorial,
muchas de las injusticias que mortifican al país tendrán otro cariz. Cada vez
que usted o yo, lector, tomemos un tren suburbano en ruinas y viajemos, quizá
durante horas, apretujados como sardinas, expuestos a los piedrazos de los
vándalos o a algún descarrilamiento fatal, pensaremos que en el sillón de la
vicepresidencia hay un hombre que, según el propio Estado (un fiscal federal),
quería lucrar con nosotros. Cada vez que nos quedemos sin luz y tengamos que
mendigar un poco de agua o una bocanada de aire, pensaremos que alguien, en el
poder, se estuvo burlando de nosotros. Cada vez que nuestro salario se nos
evapore en las manos, pensaremos que la década ganada nos trajo a Boudou.
Cada vez que un jubilado cobre su haber, recordará
a Boudou. Tres millones de argentinos percibieron en febrero la jubilación
mínima: 2477 pesos. La Presidenta anunció con bombos y platillos, en cadena
nacional, que esa mínima aumentaba un 11%, por lo que pasará a 2757 pesos. Pero
esos 2757 pesos se cobrarán recién a mediados de marzo. Vendrán pues devaluados
por el 7% de inflación que se produjo en diciembre y en enero, y por la
inflación que haya durante todo febrero y la mitad de marzo. Y pensar que el
mismo día en que el fiscal federal pedía la indagatoria de Boudou, los
"esbirros" (uso la misma terminología de nuestro vicepresidente) de
Boudou que tienen su sede en la Biblioteca Nacional se ufanaban de que la década
ganada supuso la "redistribución de la renta a favor de los sectores más
carenciados".
Para los millones de jubilados y pensionados
argentinos, la estafa que investiga el juez Lijo ya se consumó. Si Boudou
quería quedarse con el papel moneda argentino mediante un delito, finalmente lo
ha conseguido no por la "negociación incompatible", hasta ahora
detenida por la Justicia, sino por la maldita inflación, ese matiz argentino de
los dracmas del mal de Hamlet.
© La Nación
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