Por Jorge Fernández Díaz |
El peronismo tiene miedo, y ése es un dato estremecedor. Descender a los interiores del volcán peronista y oír las cuantiosas voces de
ese magma fragmentado, pero en ebullición, puede resultar bastante didáctico a
la hora de entender qué pasará en la Argentina.
Ese volcán sigue siendo, mal que nos pese, la gran caja de resonancia del poder y suceden en sus entrañas fuertes combustiones debido esencialmente a que la gran manada busca un nuevo macho alfa.
Ese volcán sigue siendo, mal que nos pese, la gran caja de resonancia del poder y suceden en sus entrañas fuertes combustiones debido esencialmente a que la gran manada busca un nuevo macho alfa.
Y a que ya considera a Cristina Kirchner poco menos que una ex
presidenta obligada a gestionar dos cosas: su propia retirada y un país en
crisis. La famosa frase de Felipe González (un ex presidente es un jarrón chino
que nadie sabe muy bien dónde poner) tiene una inquietante vuelta de tuerca en
la increíble república de la inflación galopante y las turbulencias sucesivas.
Para el cruel movimiento que fundó Perón, el fenómeno del pato rengo, los
recientes fracasos electorales y financieros, la caída vertical en las
encuestas y la desconcertante invisibilidad que la jefa del Estado adoptó en
los últimos meses son inequívocos signos de que el juego terminó. No es negocio
para nadie pegarse a esas derrotas. Cristina es apenas un puro presente y un
inminente pasado, y el futuro permanece todavía vacante.
A lo que más teme ahora el peronismo es al vacío de poder y
a un "epílogo radical" con desgaste continuado. A no ser escuchado, a
no poder convencer a la gran dama de que lleve a cabo un programa lógico de
supervivencia económica. A que la velocidad del deterioro -esta verdadera
máquina de rallar peronistas se mantenga durante los dos eternos y tortuosos
años que faltan, y a que al final del túnel el peronismo pierda su principal
intangible: la idea instalada de que sólo ellos pueden gobernar. Cuando se
imaginan dos años más de este descalabro, los justicialistas más lúcidos
coligen que la sociedad futura, harta como nunca, podría darse a sí misma una
nueva narración, sintetizada acaso en un cambio de paradigma: "El
peronismo gobierna mal". Es que son conscientes de que, en el imaginario
colectivo, cada vez hay una mayor asimilación entre menemismo y kirchnerismo:
antes parecía una ruptura; hoy se interpreta como una desastrosa continuidad.
Nunca, en toda su sinuosa y espectacular historia, el
peronismo había experimentado una situación parecida. Es por eso que no sirve
el espejo retrovisor para adivinar cómo sigue el camino y dónde acecha la
próxima curva. Hoy por hoy, no hay prácticamente un solo economista relevante
dentro de esa vasta zona de la política nacional y popular que se muestre
contento con la performance de Axel Kicillof y con el rumbo trazado para salir
de la zanja cambiaria y productiva adonde se cayó el modelo. Los sindicalistas
están, sin embargo, más asustados que los técnicos. Hay una extraña unanimidad
en el diagnóstico: desde el más oficialista hasta el más opositor piensa en
privado que el timonel perdió la mano, que la explosión de precios y la
inflación destruirán los salarios y que las paritarias serán una batalla
campal. Luego en público, unos serán feroces, otros equilibrados y algunos
aparecerán tibios y complacientes. Son tácticas diferentes para un razonamiento
milagrosamente cohesionado.
Resulta curioso, pero es precisamente en "la columna
vertebral del movimiento" donde se encuentran las mayores alarmas y
premuras. Los referentes políticos tienen más tiempo y le escapan a la jeringa:
no quieren apurarse, prefieren que Cristina sea quien resuelva este galimatías
y pague los costos. Es por eso que tratan de ponerles paños fríos a los
caciques sindicales, a quienes delicadamente intentan cortejar y contener. Los
sindicalistas temen el reclamo airado de las bases durante los idus de marzo, y
tienen siempre presente la vieja amenaza de los desesperados: "Avanzaremos
con los dirigentes a la cabeza, o con la cabeza de los dirigentes".
Es siempre divertido comprobar el grado de hipocresía con
que los gobernadores leales defienden por radio a la Presidenta y negocian
fondos en la Casa Rosada, mientras tienden puentes en las sombras con los
candidatos peronistas de la oposición y se quejan amargamente ante ellos de la
falta de sentido común que existe en el gobierno nacional. Muchos ministros y
secretarios de Estado cultivan el mismo temperamento, aunque son todavía más
discretos porque no quieren arriesgar el sueldo ni el pago de las expensas. La
lealtad no es, como se sabe, el principal atributo de la oligarquía populista.
Y el Frente Renovador se ha convertido, por ahora, en el mayor beneficiario de
tantas señales amistosas. Como decía Clemenceau, "un traidor es un hombre
que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que
abandonó su partido para inscribirse en el nuestro".
Tal vez uno de los rasgos más novedosos de esta coyuntura
estribe en el hecho de que hay más peronistas fuera del Gobierno que adentro.
Esta migración expresa o tácita, pública o secreta, comenzó con la muerte de
Néstor Kirchner. "Nos va a costar explicar en los libros de historia por
qué expulsamos del Movimiento al secretario general de la CGT", me confesó
alguna vez uno de los popes de Carta Abierta. Un ex gobernador del mismo palo
piensa de otra manera: "El kirchnerismo es, como dice el pensador Carlos
Altamirano, el peronismo de las clases medias. Esos pequeño-burgueses
ilustrados e históricamente gorilas saben lo que no debe hacerse, pero nunca lo
que hay que hacer. Néstor los dejaba jugar en el jardín; nunca les permitía que
entraran en la casa. Cristina los hizo pasar y les cedió la administración del
hogar". Para el peronismo, el gobierno de Cristina es una casa tomada.
El eclipse público de la Presidenta, este extraño acto de
esfumación mediática luego de tantos años de atriles y otras saturaciones,
tiene dentro de su propia fuerza política una enorme gravedad. Las
explicaciones que se dan a sí mismos suelen ser más certeras que cualquier
conjetura externa: sus ex compañeros compartieron muchas horas con Cristina, la
conocen, y aseguran que vive una verdadera pesadilla. "No está ausente,
está escondida -coinciden-. Tiene a Capitanich y a los otros de paragolpes. Las
fotos que aparecen en los medios no son posadas ni buscadas intencionalmente
por una cuestión de marketing. Si así fuera, serían más frontales. Una mujer
extremadamente coqueta aparece allí sin maquillaje, con rostro triste y
desencajado. Cristina está sufriendo de verdad." Aseveran en el peronismo
que ella va y viene: por momentos se pregunta cuál es la razón de tanto
problema y de tanta incomprensión si no ha hecho otra cosa que seguir el
catecismo de Néstor. Allí roza la autocrítica. Pero eso choca inevitablemente
contra un frontón, y es cuando ella se rehace al momento siguiente y se dice:
no fui yo la que me equivoqué; son los medios, los poderes concentrados, el
mundo entero es el que nos está saboteando. Por esa oscilación diaria discurren
sus análisis y penas. Tal vez eso explique por qué en una misma semana le
ordenó al ministro de Defensa que saliera a denunciar un complot orquestado por
la comunidad financiera internacional, y tres días después le ordenó al
ministro de Economía que viajara a Europa a arreglar el pago de la deuda con el
Club de París.
Esa inestabilidad conceptual y esos asombrosos ocultamientos
hacen temblar al peronismo. Y este dato objetivo, este temblor inverosímil que
padece hasta el más guapo de la cuadra, por una u otra razón nos estremece a
todos.
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