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sábado, 25 de enero de 2014

Lo que va de ayer a hoy

Por Beatriz Sarlo
La antipatía kirchnerista por la prensa, que la Presidenta exhibió en su último discurso con el argumento de que era ella la malquerida, se justifica porque, entre otras cosas, las noticias son un registro de las expectativas desmesuradas. Nadie resiste un archivo, suele afirmarse. Pocos resisten que vuelvan a citarse sus palabras once meses después. Más incómodo que el diario de hoy es el diario de hace un año. Nadie resiste la digitalización.

El 27 de febrero de 2013, Carlos Zannini hizo declaraciones tan ampulosas como efímeras, que al día aparecieron en los diarios y hoy encontramos con dos golpes de teclado. En una reunión en Casa Rosada, les aseguró  a intendentes y jefes del peronismo santafesino que “esto sigue, esto no terminó acá”. En un rapto visionario, agregó: “Todos los defectitos que todavía encontramos los vamos a pulir, vamos a llegar y vamos a llegar más arriba”.

Por esa misma época, que hoy parece remota, la revista El Arca publicó un reportaje a Ricardo Forster, donde el distinguido intelectual oficialista discurría sobre una reforma de la Constitución. Por supuesto, Forster, que se cuida un poco más porque no desea terminar como gerente de hotel en la Patagonia, hace a un lado el tema de la re-reelección de la Presidenta, que sería un caballito de batalla de la oposición. Ese caballito de batalla inventado por los contreras es traducido a una lengua con mayores pretensiones intelectuales que la “Cristina eterna”, ruego que a Diana Conti se le escapó del alma con la dulzura que la singulariza.

Forster nos explicaba dos cosas. Primero, que “lo ideal sería que el debate sobre la Constitución pudiera quedar afuera de la cuestión específica de la reelección”. Imposible no estar de acuerdo. Es como la Ley de Medios: el fondo del asunto no fue una pelea con un diario que había sido amigo del Gobierno, sino los altos ideales de la democratización mediática. En segundo lugar, Forster afirmaba que, tarde o temprano, “si queremos profundizar este proyecto y darle potencia constituyente, hay que ir hacia una nueva Constitución”.

Al observar los caminos que, con diferente profundidad filosófica pero igual convicción militante, indicaban Forster y Zannini, quien esto escribe creyó que el kirchnerismo iba a encarar seriamente la cuestión de un cambio de régimen político. Y que, hace un año, no era descabellado pensar que una convención constituyente fuera convocada para (sic Forster) “una revisión y una apertura del texto constitucional”. Era el último plazo pero el estado mayor del kirchnerismo lo dejó pasar. Más propicio para esos planes habría sido comenzar la reforma antes, después del 54% obtenido en las elecciones de 2011, cuando la fortuna favorecía al Gobierno. Poco después, los astros comenzaban a moverse en otras órbitas, y también la opinión pública. Se desaprovechó la oportunidad porque no todos recordaron el consejo de alguien que supo mucho de política: a los gobernantes les va bien mientras sintonicen el aire de los tiempos y mal cuando pierden esa sensibilidad. En 2011, la Presidenta tenía viento a favor pero nadie desplegó las velas. Y cuando empezaron a hablar de reforma de la Constitución, ya era tarde.

Ahora la cuestión no es cómo quedarse sino cómo retirarse con la mayor cantidad de pertrechos.

Todo esto tiene explicaciones. El estado mayor kirchnerista ha conjugado cualidades opuestas: extremo centralismo y desorganización. Cristina Kirchner no fue capaz de conducir las diferentes vetas del justicialismo y de su propia tropa. No fue capaz de sentar a la misma mesa a seguidores díscolos y leales, a quienes presentaban reclamos urgentes y a quienes los posponían. Perdió a Hugo Moyano, con quien no habló ni para despedirse. Y perdió al que fue durante años su aplaudidor fijo, Ignacio de Mendiguren, a quien adulaba en público llamándolo “vasco”, como si hubieran sido compañeros de secundaria. Cuando De Mendiguren deja de frecuentar los salones de un gobierno y se traslada a otro quincho, pónganle la firma: algo anda mal.

Imposible saber si ella quería o no la tercera elección presidencial. ¿Por qué no habló con claridad? Muchos contestan que habló pero no fue escuchada. Otros suponen que adelantar los planes con demasiada claridad hubiera debilitado aún más el último tramo de su gobierno. Y ahora, ¿por qué dice que se va con verosímil franqueza? Porque nadie la seguiría si dijera que quiere quedarse. El miércoles pasado repitió que 2015 es el límite. Pero no mencionó su problema: ¿cómo conservar algún liderazgo cuando ya no tenga las armas que da el gobierno?

La metáfora del pato rengo no es una revelación divina. El problema de Cristina Kirchner tiene varios aspectos. Para un regreso triunfal a la Bachelet, deberá reconocer que hay boquetes en la quilla del averiado barco que conduce, antes de que se lo recuerden todos los días. Cristina, además, no tiene amigos cercanos en el campo político: su cosecha es la de los gobernantes temidos, no la de los amados. También pesan el cansancio y la mala salud. Finalmente, hay que contar con el magnetismo peronista a alinearse detrás de quien gane una elección que podría abrir un período de ocho años. El pato rengo tiene plumas de todos estos colores.

Por otra parte, el clima cultural latinoamericano ha virado después de la muerte de Hugo Chávez. Un estudio de Carlos Fara indica que ese cambio sucedió en la Argentina bastante antes. Sin embargo, la muerte de Chávez reveló la peor cara de la Venezuela bolivariana. El cambio en el sentimiento latinoamericanista no es una causa de la decadencia del kirchnerismo. Sin embargo, para ponerlo en criollo: sólo los fanáticos querían que esto fuera Venezuela, pero era lindo que Venezuela estuviera allí.

Como se ve, la ilusión de Zannini enfrentaba, ya hace un año, inconvenientes  variados. Pero cuando algo anda mal, todo contribuye a que ande peor.

© Perfil

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