Por Beatriz Sarlo |
La antipatía kirchnerista por la prensa, que la Presidenta
exhibió en su último discurso con el argumento de que era ella la malquerida,
se justifica porque, entre otras cosas, las noticias son un registro de las
expectativas desmesuradas. Nadie resiste un archivo, suele afirmarse. Pocos
resisten que vuelvan a citarse sus palabras once meses después. Más incómodo
que el diario de hoy es el diario de hace un año. Nadie resiste la
digitalización.
El 27 de febrero de 2013, Carlos Zannini hizo declaraciones
tan ampulosas como efímeras, que al día aparecieron en los diarios y hoy
encontramos con dos golpes de teclado. En una reunión en Casa Rosada, les
aseguró a intendentes y jefes del
peronismo santafesino que “esto sigue, esto no terminó acá”. En un rapto visionario,
agregó: “Todos los defectitos que todavía encontramos los vamos a pulir, vamos
a llegar y vamos a llegar más arriba”.
Por esa misma época, que hoy parece remota, la revista El
Arca publicó un reportaje a Ricardo Forster, donde el distinguido intelectual
oficialista discurría sobre una reforma de la Constitución. Por supuesto,
Forster, que se cuida un poco más porque no desea terminar como gerente de
hotel en la Patagonia, hace a un lado el tema de la re-reelección de la
Presidenta, que sería un caballito de batalla de la oposición. Ese caballito de
batalla inventado por los contreras es traducido a una lengua con mayores
pretensiones intelectuales que la “Cristina eterna”, ruego que a Diana Conti se
le escapó del alma con la dulzura que la singulariza.
Forster nos explicaba dos cosas. Primero, que “lo ideal
sería que el debate sobre la Constitución pudiera quedar afuera de la cuestión
específica de la reelección”. Imposible no estar de acuerdo. Es como la Ley de
Medios: el fondo del asunto no fue una pelea con un diario que había sido amigo
del Gobierno, sino los altos ideales de la democratización mediática. En
segundo lugar, Forster afirmaba que, tarde o temprano, “si queremos profundizar
este proyecto y darle potencia constituyente, hay que ir hacia una nueva
Constitución”.
Al observar los caminos que, con diferente profundidad
filosófica pero igual convicción militante, indicaban Forster y Zannini, quien
esto escribe creyó que el kirchnerismo iba a encarar seriamente la cuestión de
un cambio de régimen político. Y que, hace un año, no era descabellado pensar
que una convención constituyente fuera convocada para (sic Forster) “una
revisión y una apertura del texto constitucional”. Era el último plazo pero el
estado mayor del kirchnerismo lo dejó pasar. Más propicio para esos planes habría
sido comenzar la reforma antes, después del 54% obtenido en las elecciones de
2011, cuando la fortuna favorecía al Gobierno. Poco después, los astros
comenzaban a moverse en otras órbitas, y también la opinión pública. Se
desaprovechó la oportunidad porque no todos recordaron el consejo de alguien
que supo mucho de política: a los gobernantes les va bien mientras sintonicen
el aire de los tiempos y mal cuando pierden esa sensibilidad. En 2011, la
Presidenta tenía viento a favor pero nadie desplegó las velas. Y cuando
empezaron a hablar de reforma de la Constitución, ya era tarde.
Ahora la cuestión no es cómo quedarse sino cómo retirarse
con la mayor cantidad de pertrechos.
Todo esto tiene explicaciones. El estado mayor kirchnerista
ha conjugado cualidades opuestas: extremo centralismo y desorganización.
Cristina Kirchner no fue capaz de conducir las diferentes vetas del
justicialismo y de su propia tropa. No fue capaz de sentar a la misma mesa a
seguidores díscolos y leales, a quienes presentaban reclamos urgentes y a
quienes los posponían. Perdió a Hugo Moyano, con quien no habló ni para
despedirse. Y perdió al que fue durante años su aplaudidor fijo, Ignacio de
Mendiguren, a quien adulaba en público llamándolo “vasco”, como si hubieran
sido compañeros de secundaria. Cuando De Mendiguren deja de frecuentar los
salones de un gobierno y se traslada a otro quincho, pónganle la firma: algo
anda mal.
Imposible saber si ella quería o no la tercera elección
presidencial. ¿Por qué no habló con claridad? Muchos contestan que habló pero
no fue escuchada. Otros suponen que adelantar los planes con demasiada claridad
hubiera debilitado aún más el último tramo de su gobierno. Y ahora, ¿por qué
dice que se va con verosímil franqueza? Porque nadie la seguiría si dijera que
quiere quedarse. El miércoles pasado repitió que 2015 es el límite. Pero no
mencionó su problema: ¿cómo conservar algún liderazgo cuando ya no tenga las
armas que da el gobierno?
La metáfora del pato rengo no es una revelación divina. El
problema de Cristina Kirchner tiene varios aspectos. Para un regreso triunfal a
la Bachelet, deberá reconocer que hay boquetes en la quilla del averiado barco
que conduce, antes de que se lo recuerden todos los días. Cristina, además, no
tiene amigos cercanos en el campo político: su cosecha es la de los gobernantes
temidos, no la de los amados. También pesan el cansancio y la mala salud.
Finalmente, hay que contar con el magnetismo peronista a alinearse detrás de
quien gane una elección que podría abrir un período de ocho años. El pato rengo
tiene plumas de todos estos colores.
Por otra parte, el clima cultural latinoamericano ha virado
después de la muerte de Hugo Chávez. Un estudio de Carlos Fara indica que ese
cambio sucedió en la Argentina bastante antes. Sin embargo, la muerte de Chávez
reveló la peor cara de la Venezuela bolivariana. El cambio en el sentimiento
latinoamericanista no es una causa de la decadencia del kirchnerismo. Sin
embargo, para ponerlo en criollo: sólo los fanáticos querían que esto fuera
Venezuela, pero era lindo que Venezuela estuviera allí.
Como se ve, la ilusión de Zannini enfrentaba, ya hace un
año, inconvenientes variados. Pero
cuando algo anda mal, todo contribuye a que ande peor.
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