Por Álvaro Abós |
El colapso eléctrico que afectó a 800.000 argentinos durante
diciembre de 2013 no sólo mostró la incapacidad del Gobierno para asegurar
servicios esenciales a la población.
También desnudó algo aún más preocupante:
el Gobierno privilegia sus intereses políticos frente a las necesidades
-incluso las más apremiantes- de la población.
Mientras los cortes se sucedían, durante días y días, el
Gobierno permanecía ausente. Mostró la misma cara que ya mostró en otros
desastres (Cromagnon, Once): negar la realidad, desentenderse. Ningún
kirchnerista está presente para llevar consuelo a quienes sufren. No es lo de
ellos. Lo de ellos es rodearse de aplaudidores. Pero esa negación, con ser
importante, no es lo principal. Lo principal es que el Estado no compareció para
organizar la resistencia a la desgracia.
En el caso del colapso eléctrico, hubiera sido
imprescindible declarar el estado de emergencia eléctrica u otro instituto
similar. Son situaciones en las que el Estado y la sociedad se alinean para
combatir los percances. Se coordinan medidas, se organiza a los afectados, se
distribuyen los recursos existentes, se pide ayuda. Nada de eso se hizo. Los
afectados quedamos desamparados, sin poder recurrir a nadie, sin información,
con las empresas eléctricas ausentes, escudadas en contestadores y con sus
sedes tapiadas como fortalezas. Con la población llevada a extremos de
desesperación.
Las consecuencias económicas, con ser grandes (alimentos
podridos, lucros cesantes comerciales), no pueden compararse a la mortificación
de las personas: el colapso eléctrico provocó trece muertes. Hubo gente quemada
viva cuando intentaba manipular generadores, niños y ancianos incendiados por
velas, otros asesinados durante querellas entre vecinos, electricistas y
policías. Muertes anunciadas. Una auténtica temporada en el infierno.
¿Pudieron haberse evitado estas desgracias y sobre todo
estas muertes? Sí, o por lo menos pudo haberse atemperado la crispación, la
angustia y los pesares ciudadanos si el Estado hubiera cumplido con sus obligaciones.
La excusa que el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el ministro de
Planificación, Julio De Vido, alegaron (la culpa es de las eléctricas) no es
válida. Una cosa es que la prestación del servicio eléctrico esté concesionada
a empresas privadas y otra cosa es que el Estado, si éstas no cumplen sus
obligaciones, se desentienda de las necesidades primarias, elementales, vitales
de la sociedad. Sin contar con que las eléctricas están monitoreadas por el
Estado, que tiene representantes en sus directorios, y vigiladas por un ente
oficial. ¡Pero si hasta el viceministro de Economía integra el directorio de
Edenor!
Tener agua y luz no son lujos, son derechos en una sociedad
que pretenda vivir en el siglo XXI. Esto lo ignoró el Gobierno. ¿Se cortó la
luz? Es una cuestión entre ustedes (la gente) y las empresas, dijeron los
jerarcas kirchneristas cuando se dignaron comparecer, en lo más álgido de los
cortes. Yo me lavo las manos.
Esta actitud es moralmente inaceptable. Pero, además,
desnuda la mentira de la retórica oficialista. Supuestamente, el Gobierno
privilegia al pueblo, por eso se habría negado a los aumentos de la tarifa
eléctrica. Pero, más allá de los vaivenes de la política tarifaria eléctrica,
lo que vivió la Argentina en diciembre de 2013 fue una emergencia social y la
inacción oficial, su ineficiencia, su desprecio a las necesidades apremiantes
de la población tienen que ver con su peculiar forma de entender la gestión
pública. El Gobierno omitió reconocer la emergencia porque no quiere pagar
costos políticos.
¿Debe el Gobierno suspender los subsidios a las eléctricas?
¿Debe aumentar las tarifas? ¿Debe estatizar las empresas distribuidoras? ¿Debe
abrir ese debate? Puede ser, pero de lo que yo acuso al Estado es de otra cosa.
Importa sí quién generó el colapso, pero más importa que el poder haya ignorado
la emergencia y nos la haya hecho pagar a los ciudadanos. La pagamos en
penuria, en sufrimiento, en indignidad, en muerte.
Cualquiera que haya estado en Buenos Aires durante el fin de
año de 2013 se ha dado cuenta de la situación. Quienes padecimos el colapso no
nos contamos entre la población rica. Primero, basta con ver, en el área
metropolitana de Buenos Aires, los barrios en los que se cortó la luz. No
estaban Puerto Madero ni otros distritos donde viven los poderosos.
Es que los ricos generan su propia luz, no necesitan de
Edesur ni Edenor. Los condenados a sufrir fueron los desamparados del
ventilador, el abanico y la silla en la vereda, la clase media y popular.
Ocultar este hecho y entretener con diversivos como el debate "energía
estatal o energía privada" es eludir la responsabilidad política de esta
tragedia. El Gobierno la minimizó, la tergiversó, porque no quiso reconocer sus
falencias. No le importó si la negación de la realidad en la que incurrió en
este diciembre negro terminó multiplicando el colapso hasta el paroxismo.
La propia configuración del tendido eléctrico en el área
metropolitana, donde la energía se distribuye entre miles de viviendas de
propiedad horizontal, magnificó los perjuicios. Todos aprendimos sobre
electricidad: en la misma calle, un vecino tenía luz y el de enfrente
permanecía en tinieblas. En el propio edificio, a medida que subíamos las
escaleras cargados con baldes de agua, observábamos múltiples conexiones
sofisticadas. Algunos se colgaban de una fase, otros tendían cables a un
vecino. Este diseño convirtió a la distribución eléctrica en una lotería,
llevándonos a los "cortados" a la condición de parias, condenados por
un algún dios indescifrable. De lo que estaban a salvo los jerarcas, como
cierto célebre juez federal que de inmediato recibió en su domicilio un grupo
electrógeno.
La diabólica estructura distributiva eléctrica dificultó
respuestas organizadas e incrementó la insolidaridad. A pesar de ello, muchos
vecinos consiguieron agruparse en piquetes. Todos los vicios y las virtudes de
nuestra sociedad afloraron durante estos días de pesadilla: cuadrillas que
cobraban por restablecer la luz, vecinos que secuestraban a los operarios
cuando éstos pretendían dejar la obra sin restablecer el servicio.
Son testimonios de un país disgregado y doliente. Y ahora,
¡a rezar por que no suba el termómetro!
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