jueves, 9 de enero de 2014

La oscuridad en pleno mediodía

Por Álvaro Abós
El colapso eléctrico que afectó a 800.000 argentinos durante diciembre de 2013 no sólo mostró la incapacidad del Gobierno para asegurar servicios esenciales a la población. 

También desnudó algo aún más preocupante: el Gobierno privilegia sus intereses políticos frente a las necesidades -incluso las más apremiantes- de la población.

Mientras los cortes se sucedían, durante días y días, el Gobierno permanecía ausente. Mostró la misma cara que ya mostró en otros desastres (Cromagnon, Once): negar la realidad, desentenderse. Ningún kirchnerista está presente para llevar consuelo a quienes sufren. No es lo de ellos. Lo de ellos es rodearse de aplaudidores. Pero esa negación, con ser importante, no es lo principal. Lo principal es que el Estado no compareció para organizar la resistencia a la desgracia.

En el caso del colapso eléctrico, hubiera sido imprescindible declarar el estado de emergencia eléctrica u otro instituto similar. Son situaciones en las que el Estado y la sociedad se alinean para combatir los percances. Se coordinan medidas, se organiza a los afectados, se distribuyen los recursos existentes, se pide ayuda. Nada de eso se hizo. Los afectados quedamos desamparados, sin poder recurrir a nadie, sin información, con las empresas eléctricas ausentes, escudadas en contestadores y con sus sedes tapiadas como fortalezas. Con la población llevada a extremos de desesperación.

Las consecuencias económicas, con ser grandes (alimentos podridos, lucros cesantes comerciales), no pueden compararse a la mortificación de las personas: el colapso eléctrico provocó trece muertes. Hubo gente quemada viva cuando intentaba manipular generadores, niños y ancianos incendiados por velas, otros asesinados durante querellas entre vecinos, electricistas y policías. Muertes anunciadas. Una auténtica temporada en el infierno.

¿Pudieron haberse evitado estas desgracias y sobre todo estas muertes? Sí, o por lo menos pudo haberse atemperado la crispación, la angustia y los pesares ciudadanos si el Estado hubiera cumplido con sus obligaciones. La excusa que el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, y el ministro de Planificación, Julio De Vido, alegaron (la culpa es de las eléctricas) no es válida. Una cosa es que la prestación del servicio eléctrico esté concesionada a empresas privadas y otra cosa es que el Estado, si éstas no cumplen sus obligaciones, se desentienda de las necesidades primarias, elementales, vitales de la sociedad. Sin contar con que las eléctricas están monitoreadas por el Estado, que tiene representantes en sus directorios, y vigiladas por un ente oficial. ¡Pero si hasta el viceministro de Economía integra el directorio de Edenor!

Tener agua y luz no son lujos, son derechos en una sociedad que pretenda vivir en el siglo XXI. Esto lo ignoró el Gobierno. ¿Se cortó la luz? Es una cuestión entre ustedes (la gente) y las empresas, dijeron los jerarcas kirchneristas cuando se dignaron comparecer, en lo más álgido de los cortes. Yo me lavo las manos.

Esta actitud es moralmente inaceptable. Pero, además, desnuda la mentira de la retórica oficialista. Supuestamente, el Gobierno privilegia al pueblo, por eso se habría negado a los aumentos de la tarifa eléctrica. Pero, más allá de los vaivenes de la política tarifaria eléctrica, lo que vivió la Argentina en diciembre de 2013 fue una emergencia social y la inacción oficial, su ineficiencia, su desprecio a las necesidades apremiantes de la población tienen que ver con su peculiar forma de entender la gestión pública. El Gobierno omitió reconocer la emergencia porque no quiere pagar costos políticos.

¿Debe el Gobierno suspender los subsidios a las eléctricas? ¿Debe aumentar las tarifas? ¿Debe estatizar las empresas distribuidoras? ¿Debe abrir ese debate? Puede ser, pero de lo que yo acuso al Estado es de otra cosa. Importa sí quién generó el colapso, pero más importa que el poder haya ignorado la emergencia y nos la haya hecho pagar a los ciudadanos. La pagamos en penuria, en sufrimiento, en indignidad, en muerte.

Cualquiera que haya estado en Buenos Aires durante el fin de año de 2013 se ha dado cuenta de la situación. Quienes padecimos el colapso no nos contamos entre la población rica. Primero, basta con ver, en el área metropolitana de Buenos Aires, los barrios en los que se cortó la luz. No estaban Puerto Madero ni otros distritos donde viven los poderosos.

Es que los ricos generan su propia luz, no necesitan de Edesur ni Edenor. Los condenados a sufrir fueron los desamparados del ventilador, el abanico y la silla en la vereda, la clase media y popular. Ocultar este hecho y entretener con diversivos como el debate "energía estatal o energía privada" es eludir la responsabilidad política de esta tragedia. El Gobierno la minimizó, la tergiversó, porque no quiso reconocer sus falencias. No le importó si la negación de la realidad en la que incurrió en este diciembre negro terminó multiplicando el colapso hasta el paroxismo.

La propia configuración del tendido eléctrico en el área metropolitana, donde la energía se distribuye entre miles de viviendas de propiedad horizontal, magnificó los perjuicios. Todos aprendimos sobre electricidad: en la misma calle, un vecino tenía luz y el de enfrente permanecía en tinieblas. En el propio edificio, a medida que subíamos las escaleras cargados con baldes de agua, observábamos múltiples conexiones sofisticadas. Algunos se colgaban de una fase, otros tendían cables a un vecino. Este diseño convirtió a la distribución eléctrica en una lotería, llevándonos a los "cortados" a la condición de parias, condenados por un algún dios indescifrable. De lo que estaban a salvo los jerarcas, como cierto célebre juez federal que de inmediato recibió en su domicilio un grupo electrógeno.

La diabólica estructura distributiva eléctrica dificultó respuestas organizadas e incrementó la insolidaridad. A pesar de ello, muchos vecinos consiguieron agruparse en piquetes. Todos los vicios y las virtudes de nuestra sociedad afloraron durante estos días de pesadilla: cuadrillas que cobraban por restablecer la luz, vecinos que secuestraban a los operarios cuando éstos pretendían dejar la obra sin restablecer el servicio.

Son testimonios de un país disgregado y doliente. Y ahora, ¡a rezar por que no suba el termómetro!

© La Nación

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