CFK criticó el
“anarco-capitalismo” de las potencias extranjeras. En casa, la fuga de
capitales continúa.
Por James Neilson (*) |
Hace apenas un año, los soldados de Cristina iban por todo.
Fantaseaban con desvirtuar la Constitución, apoderarse de la Justicia, amordazar
a los medios que se resistían a plegarse al proyecto nac&pop y apropiarse
de pedazos cada vez mayores de la economía. Pero entonces, para su
desconcierto, la gente les dijo basta. Desde aquel momento, Cristina y los
suyos están batiéndose en retirada.
Como el compañero general César Milani
podría recordarles, se trata de una maniobra sumamente arriesgada. A menudo, lo
que comienza siendo un repliegue ordenado degenera en un desbande caótico. A
menos que los kirchneristas tengan suerte, muchísima suerte, no les será dado
impedir que el país se les vaya de las manos bien antes del 10 de diciembre de
2015, el día previsto para el fin del mandato de la señora. Tampoco les será
fácil conservar mucho de lo que han conquistado.
Por ahora, el frente de batalla principal es la economía. En
un esfuerzo desesperado por defenderlo, el Gobierno ha apostado al enésimo
acuerdo de precios que regirá, por decirlo de algún modo, en las zonas
consideradas más sensibles: la Capital Federal y el conurbano bonaerense. En comparación
con los pactos que fueron ensayados por gobiernos anteriores, el que acaba de
anunciarse sin el triunfalismo tradicional es llamativamente modesto, tal vez
porque nadie, ni siquiera Axel Kicillof, puede suponer que sirva para mucho más
que convalidar algunos aumentos tremendos que se registraron en los meses
finales del año pasado.
Con todo, tanto el ministro de Economía como otros miembros
del equipo oficial creen que, si brindan una impresión de firmeza, los mercados
se comportarán mejor. Es lo que trató de hacer Guillermo Moreno al aterrorizar
a los empresarios con amenazas truculentas. Por ser tan extravagante la
conducta del personaje, logró desviar la atención de la gravedad de los daños
que provocaba la estrategia voluntarista avalada por Cristina. Aunque el hecho
de que el funcionario más influyente del Gobierno nacional actuara como un
mafioso con la aprobación de su jefa nos dijo todo cuanto era necesario saber
acerca de la naturaleza del modelo kirchnerista, muchos consiguieron convencerse
de que, para Cristina, era una especie de mascota y que se negaba a
sacrificarlo solo porque no quería ceder ante las presiones de los empresarios
y los odiados medios periodísticos.
Moreno fue defenestrado pero, tal detalle aparte, nada
significante ha cambiado. Si bien el estilo de Kicillof es más profesoral y el
del nuevo secretario de Comercio Interior, Augusto Costa, mucho más civilizado
que aquel del ferretero, ya es evidente que los encargados de la economía
nacional tienen ideas muy similares. Como los Kirchner, Moreno y los militantes
de la progresía nacional que se oponen a cualquier manifestación de lo que
califican de “ortodoxia”, Kicillof toma la inflación o “dispersión de precios”
por una enfermedad mental contagiosa que a veces afecta a comerciantes y
proveedores, transformándolos en enemigos del pueblo. Así las cosas, para que
no haya inflación será suficiente que los agentes económicos se vean sometidos
a un buen lavado de cerebro que les cure de las ideas foráneas que tantos
estragos han ocasionado en el país. Puesto que el tratamiento terapéutico que
intentó Moreno a través del INDEC no brindó los resultados previstos, Kicillof,
Costa y compañía han optado por suplementarlo con acuerdos de precios
supuestamente voluntarios.
Fracasarán, desde luego. Los empresarios aumentan los
precios porque es de su interés hacerlo y porque, en algunos casos, necesitan
más dinero para pagar a sus empleados que, como es lógico, son reacios a ver
achicarse su poder adquisitivo. Por motivos parecidos, los sindicalistas
–oficialistas u opositores, da igual–, están reclamando aumentos salariales de
por lo menos el 30 por ciento. Los más ambiciosos, alentados por el éxito
fulminante que se anotaron los policías, ya están hablando de paritarias
trimestrales y preparándose para exigir subas decididamente mayores que las
insinuadas por la tasa de inflación actual. Tienen que hacerlo. Aun cuando
entiendan muy bien que la puja salarial que se ha iniciado culminará con un
nuevo Rodrigazo, no podrán arriesgarse mostrándose conformes con aumentos que
dejen a los afiliados más pobres que antes. Tampoco les convendría permitir que
otros sindicalistas más combativos, sobre todo los de la izquierda dura, les
superen en esta competencia tan peligrosa.
De ser otras las circunstancias, Cristina ya habría tirado
la toalla. Es presidenta de los tiempos felices, del crecimiento a tasas
chinas, la inclusión, las asignaciones familiares, el consumo frenético y el
modelo milagroso que el resto del mundo debería adoptar, no de la austeridad
antipopular, o sea, del ajuste que, de acuerdo común, ya está en marcha y que
amenaza con ser brutal. En una ocasión, Cristina afirmó que, antes de
resignarse a hacer algo tan horrible como “ajustar a los argentinos”, daría un
paso al costado para que otros se encargaran de la faena.
Su negativa a hacerlo ha motivado sospechas entre personas
de mentalidad conspirativa que creen que lo que el Gobierno se ha propuesto es
aferrarse al poder por casi dos años más mientras prepare una bomba de tiempo
programada para estallar cuando su eventual sucesor esté instalándose en la
Casa Rosada, Olivos y un reducto campestre que no será El Calafate. De acuerdo
con la lógica revolucionaria, se trataría de un plan genial, pero acarrea dos
desventajas. Una es que la bomba podría estallar antes de que Cristina abandone
la presidencia; otra, que le supondría la pérdida de los fueros que con toda
seguridad precisará para mantenerse en libertad.
No es exactamente una casualidad que el colapso de la
autoridad moral del gobierno kirchnerista, en medio de motines policiales,
saqueos vandálicos, piquetes ubicuos y cortes de luz que se eternizaban, haya
coincidido con un torrente de revelaciones acerca de los vínculos comerciales
de Cristina con Lázaro Báez. Aquí, es normal que, cuando los gobernantes
pierden apoyo popular, sus negocios privados dejen de ser meramente
anecdóticos. Néstor Kirchner pudo hacer alarde en público de su astucia como
empresario inmobiliario porque su poder era intacto, pero no hay garantía
alguna de que Cristina logre disfrutar indefinidamente del mismo privilegio.
Como abogada exitosa y política avezada, lo entenderá muy bien.
Según el diario La Nación, los Kirchner se las arreglaron
para engordar su patrimonio con la ayuda de Báez, el ganador serial de valiosos
contratos públicos en Santa Cruz, que les pagaba por el alquiler de hoteles y
otras propiedades presidenciales que raramente se ven ocupados por personas de
carne y hueso. Para los expertos en esta materia tan viscosa, se trata de una
manera muy común de lavar dinero mal habido. Para que Cristina saliera indemne
del brete legal en que se ha metido tendría que contar con la comprensión de
jueces dispuestos a darle el beneficio de todas las dudas concebibles. ¿Lo
tendrá? A menos que, para asombro de todos, los nubarrones que cubren el
horizonte se disipen de golpe, en adelante la Presidenta enfrentará la
hostilidad del grueso de la corporación judicial.
Cristina, pues, se ve atrapada entre una crisis
socioeconómica parecida a las que presagiaron el fin de tantas otras etapas
voluntaristas por un lado y, por el otro, el papel muy ingrato que le tocará
desempeñar como el símbolo máximo de la corrupción kirchnerista. Ya le es
demasiado tarde para frenar la caída económica que, entre otras cosas, la está
privando del poder político que necesita.
Para amortiguar el impacto, lo mejor que podría hacer sería
limitarse a cumplir algunos deberes protocolares mientras que un gabinete
renovado, purgado de kirchneristas, procurara minimizar los perjuicios enormes
causados por su propio compromiso con esquemas irracionales y por la voluntad
de la mitad del electorado a respaldarla por motivos sentimentales. Aunque tal
alternativa le sería humillante, es la menos mala disponible, pero para
funcionar otros integrantes de la clase política nacional tendrían que
colaborar.
Si bien todos juran estar resueltos a ayudarla a transitar
los 23 meses largos que le quedan de su mandato constitucional de la forma más
tranquila posible, pocos soportarían ser tratados con desprecio por una
presidenta mandona. Puede que no le importe a Jorge Capitanich que, durante su
ausencia prolongada, Cristina haya continuado tomando todas las decisiones,
instruyéndole por teléfono y ejerciendo el poder, como el chaqueño se sintió
constreñido a informarnos, pero escasean los pesos pesados que estarían
dispuestos a manifestar tanta abnegación. La disminución rápida de la figura de
Capitanich, cuya llegada a la jefatura del Gabinete fue vista por muchos como
una señal de que Cristina por fin entendía que tendría que compartir el poder
como haría una mandataria democrática en circunstancias similares, ha servido
para advertir a sus congéneres de que les sería suicida, en términos políticos,
aceptar formar parte de un gobierno encabezado por una persona tan autocrática,
una que, por miedo a parecer débil, se ha aislado tanto que pronto quedará sin
más simpatizantes que los irremediablemente jugados.l
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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