Mal que les pese a
los progres, el poder cultural, o sea, el relato, es una cosa y el político es
otra.
Por James Neilson (*) |
Si todo dependiera del relato, el próximo presidente sería
un izquierdista. Tanto en la Argentina como en el resto de América latina y
Europa, la izquierda ha triunfado en la guerra cultural. Es hegemónica.
Palabras como “derecha” y “conservador” o, peor, “neoconservador” y
“neoliberal”, son empleadas aquí por los decididos a escrachar a los sujetos
así calificados.
Para ser un intelectual respetado, es necesario rendir homenaje a los prohombres del progresismo internacional. Cuando del lugar en la jerarquía cultural que les corresponde a los escritores de tiempos recientes se trata, pocos académicos, “artistas” o periodistas, sin excluir a los de medios que a juicio de los bienpensantes son reaccionarios, se animan a cuestionar la ortodoxia imperante.
Pero, mal que les pese a los progres locales, el poder
cultural, o sea, el relato, es una cosa y el político es otra. Aunque se
afirman resueltos a ayudar a los sectores más rezagados, los pobres que los
conforman suelen votar por populistas presuntamente corruptos a cambio de
limosnas distribuidas a través de los aparatos clientelares, cuando no por
“derechistas” que, creen, serán más capaces.
Para quienes se ubican en lo que llaman “el espacio
progresista”, dicha realidad es deprimente. Si bien saben que en las semanas
últimas el país se ha acercado al borde de una convulsión socioeconómica e
institucional de proporciones alarmantes, prevén que la mayoría de las víctimas
en potencia de lo que podría suceder supondrá que “la solución”, si es que hay
una, se verá aportada por Sergio Massa, Daniel Scioli o, quizás, Mauricio
Macri, no por Hermes Binner, Ernesto Sanz, Julio Cobos, Pino Solanas, Margarita
Stolbizer o Elisa Carrió.
Como ya es su costumbre, los líderes de las diversas
facciones de la centro-izquierda nacional están celebrando reuniones con el
propósito de llegar a un consenso. Se trata de una tarea que podría mantenerlos
ocupados durante años, tal vez décadas. Como siempre, discrepan en torno a
temas como el valor de las estructuras partidarias y lo bueno que sería
encolumnarse detrás de un jefe determinado. Según Pino, ir por separado a las
elecciones próximas sería “un suicidio político”.
¿Alcanzarán un acuerdo los centroizquierdistas para que, por
fin, surja la deseada alternativa progre? No hay motivos para creerlo. Las
agrupaciones que se inspiran en doctrinas colectivistas son congénitamente
fisíparas; les es mucho más fácil fragmentarse que consolidarse. De haberlo
querido, los distintos líderes progres hubieran cerrado filas hace años para
formar un partido parecido al laborista británico o el socialista español que,
huelga decirlo, siempre han sido coaliciones. Puesto que no lo hicieron cuando
les sobraba el tiempo, parece muy poco probable que logren hacerlo antes de que
ya sea demasiado tarde.
Cuando aluden a las vicisitudes de la interna, los políticos
izquierdistas, que incluyen a radicales que, a pesar de su apego a las tradiciones
centenarias de un movimiento con los pies firmemente plantados en el siglo XIX,
aspiran a modernizarse, subrayan que están pensando en los meses finales de
2015. Algunos dicen no tener apuro por temor a ser acusados de prestarse a una
conspiración desestabilizadora del tipo denunciado rutinariamente por los
kirchneristas; otros, en especial Carrió, juran querer que Cristina tenga el
tiempo suficiente como para rematar la obra de destrucción que ha emprendido.
La actitud de la chaqueña se asemeja a la de Álvaro Alsogaray casi cuarenta
años atrás, cuando quien sería el jefe de personajes como Amado Boudou y
Ricardo Echegaray dijo que los militares deberían desistir de intervenir
prematuramente porque sería mejor que Isabelita arruinara por completo el país,
de tal modo vacunándolo contra el mal populista. Aquí como en otras latitudes,
la historia no suele repetirse pero, como afirmaba Mark Twain, a menudo rima.
En el lado izquierdo del espectro político, abundan
dirigentes que están tan habituados a liderar una facción minúscula, con
frecuencia unipersonal, que les motiva indignación la mera idea de que sería
suicida negarse a subordinarse a otro dirigente más taquillero. Entre aquellos izquierdistas que toman en
serio las cuestiones doctrinarias, el “narcisismo de las pequeñas diferencias”
que interesaba a Sigmund Freud se manifiesta de forma aún más virulenta que
entre los peronistas, que han conseguido atenuarlo exaltando “la lealtad” y
exagerando el “verticalismo” que es propio de movimientos totalitarios, de ahí
la voluntad de tantos compañeros a arrodillarse ante el Líder Máximo de turno
mientras conserve la capacidad para aportarles votos y dinero.
Pero no solo se trata de lo difícil que sería reconciliar el
egoísmo personal de una multitud de caciques menores con la necesidad objetiva
de construir cuanto antes un bloque coherente. También habrá influido la
consciencia de que, si bien en teoría las circunstancias son favorables a las
aspiraciones electorales de un candidato izquierdista como Binner, no lo serían
para que, en el caso de que le tocara ganar, gobernara como un socialista.
Hacerlo sería relativamente sencillo en un momento de auge económico, pero el
sucesor de Cristina no podrá dedicarse a repartir beneficios en nombre de la
justicia social. Tendrá que administrar la austeridad.
Por razones comprensibles, la gente de la UCR, el socialismo
santafesino, Coalición Cívica, Proyecto Sur y sus respectivos satélites
querrían olvidarse del destino del gobierno de la Alianza de radicales y
frepasistas. Fracasó porque no pudo salir de la convertibilidad y tampoco pudo
hacer lo necesario para que se perpetuara un esquema basado en un grado de
disciplina fiscal ajeno a la Argentina. ¿Estaría en condiciones una réplica
actualizada de la Alianza de salir del contrahecho “modelo” kirchnerista sin
tomar medidas tan antipopulares que, en un lapso muy breve, harían trizas de su
capital político? Si no lo estuviera, a los referentes más destacados del
progresismo les convendría más seguir hablando pestes de las barbaridades
cometidas por los peronistas que asumir responsabilidades gubernamentales
pesadas que podrían aplastarlos.
El desafío que enfrenta la centro-izquierda moderada,
democrática y bienintencionada no se limita a la Argentina. En Europa, donde
muchos comparten sus ideas y actitudes, se suponía que el estallido financiero
de 2008 serviría para desacreditar tanto al “capitalismo” –hablaban como si a
su entender existía un abanico de alternativas a la única modalidad económica
disponible fuera de Corea del Norte y Cuba–, que la mayoría buscaría salvación
en el socialismo. Se equivocaron. Lejos de inaugurar un nuevo ciclo
izquierdista, la crisis fortaleció a la derecha liberal. A pesar de todo lo
ocurrido en los años que siguieron a la implosión, los españoles aún prefieren
a los conservadores de Mariano Rajoy a los líderes del PSOE. Y en Francia,
donde los socialistas de François Hollande sí lograron desplazar a los
conservadores de Nicolas Sarkozy, la mayoría parece haber llegado a la
conclusión de que fue un error muy grave confiar en un hombre que se había
aseverado resuelto a combatir el horror neoliberal negándose a impulsar las
temidas reformas estructurales.
En los países avanzados, los militantes de centro-izquierda
sienten nostalgia por los días en que todo parecía ir viento en popa. Si luchan
por algo, es por defender las “conquistas” que consiguieron sus antecesores
cuando tanto la realidad demográfica como la económica eran distintas, pero a
esta altura los más inteligentes sabrán que a lo sumo lograrán demorar la
llegada de un futuro que les motiva angustia. Son conservadores, en el sentido
recto de la palabra.
Aunque a primera vista el panorama que enfrentan sus
equivalentes en la Argentina tiene poco en común con el de países mucho más
productivos que cuentan con instituciones eficaces, aquí también los
izquierdistas se han resistido a acompañar los cambios demográficos y la
evolución desconcertante de los modos de producción que está marginando a
quienes no poseen los conocimientos apropiados para los tiempos que corren.
Desgraciadamente para Binner, Sanz, Solanas, Carrió y compañía, los así
perjudicados raramente se sienten atraídos por la izquierda moderada.
Los Kirchner y sus secuaces supieron movilizar el rencor de
quienes se sienten abandonados a su suerte por políticos que se ufanan de sus
propios sentimientos solidarios. Se las ingeniaron para desarmar a la izquierda
robándole propuestas, como la que dio pie a la asignación universal y, lo que
les ha sido igualmente útil, su retórica. Al iniciarse la década que ganarían,
les resultó fácil a Néstor y Cristina convencer a una franja bastante ancha del
progresismo de que, a pesar de sus antecedentes feudales, representaban la
nueva cara del socialismo criollo. La noción de que el gobierno de Cristina sea
de centro-izquierda sigue repercutiendo en la prensa extranjera, pero parecería
que, fronteras adentro, la mayoría la cree penosamente anticuada. ¿Logrará la
centro-izquierda aprovechar la oportunidad así brindada? Es poco probable.
Antes bien, corre el riesgo de verse perjudicada por el fracaso evidente del
fraudulento progresismo kirchnerista.l
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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