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sábado, 25 de enero de 2014

La izquierda también existe

Mal que les pese a los progres, el poder cultural, o sea, el relato, es una cosa y el político es otra.

Por James Neilson (*)
Si todo dependiera del relato, el próximo presidente sería un izquierdista. Tanto en la Argentina como en el resto de América latina y Europa, la izquierda ha triunfado en la guerra cultural. Es hegemónica. Palabras como “derecha” y “conservador” o, peor, “neoconservador” y “neoliberal”, son empleadas aquí por los decididos a escrachar a los sujetos así calificados.

Para ser un intelectual respetado, es necesario rendir homenaje a los prohombres del progresismo internacional. Cuando del lugar en la jerarquía cultural que les corresponde a los escritores de tiempos recientes se trata, pocos académicos, “artistas” o periodistas, sin excluir a los de medios que a juicio de los bienpensantes son reaccionarios, se animan a cuestionar la ortodoxia imperante.

Pero, mal que les pese a los progres locales, el poder cultural, o sea, el relato, es una cosa y el político es otra. Aunque se afirman resueltos a ayudar a los sectores más rezagados, los pobres que los conforman suelen votar por populistas presuntamente corruptos a cambio de limosnas distribuidas a través de los aparatos clientelares, cuando no por “derechistas” que, creen, serán más capaces.

Para quienes se ubican en lo que llaman “el espacio progresista”, dicha realidad es deprimente. Si bien saben que en las semanas últimas el país se ha acercado al borde de una convulsión socioeconómica e institucional de proporciones alarmantes, prevén que la mayoría de las víctimas en potencia de lo que podría suceder supondrá que “la solución”, si es que hay una, se verá aportada por Sergio Massa, Daniel Scioli o, quizás, Mauricio Macri, no por Hermes Binner, Ernesto Sanz, Julio Cobos, Pino Solanas, Margarita Stolbizer o Elisa Carrió.

Como ya es su costumbre, los líderes de las diversas facciones de la centro-izquierda nacional están celebrando reuniones con el propósito de llegar a un consenso. Se trata de una tarea que podría mantenerlos ocupados durante años, tal vez décadas. Como siempre, discrepan en torno a temas como el valor de las estructuras partidarias y lo bueno que sería encolumnarse detrás de un jefe determinado. Según Pino, ir por separado a las elecciones próximas sería “un suicidio político”.

¿Alcanzarán un acuerdo los centroizquierdistas para que, por fin, surja la deseada alternativa progre? No hay motivos para creerlo. Las agrupaciones que se inspiran en doctrinas colectivistas son congénitamente fisíparas; les es mucho más fácil fragmentarse que consolidarse. De haberlo querido, los distintos líderes progres hubieran cerrado filas hace años para formar un partido parecido al laborista británico o el socialista español que, huelga decirlo, siempre han sido coaliciones. Puesto que no lo hicieron cuando les sobraba el tiempo, parece muy poco probable que logren hacerlo antes de que ya sea demasiado tarde.

Cuando aluden a las vicisitudes de la interna, los políticos izquierdistas, que incluyen a radicales que, a pesar de su apego a las tradiciones centenarias de un movimiento con los pies firmemente plantados en el siglo XIX, aspiran a modernizarse, subrayan que están pensando en los meses finales de 2015. Algunos dicen no tener apuro por temor a ser acusados de prestarse a una conspiración desestabilizadora del tipo denunciado rutinariamente por los kirchneristas; otros, en especial Carrió, juran querer que Cristina tenga el tiempo suficiente como para rematar la obra de destrucción que ha emprendido. La actitud de la chaqueña se asemeja a la de Álvaro Alsogaray casi cuarenta años atrás, cuando quien sería el jefe de personajes como Amado Boudou y Ricardo Echegaray dijo que los militares deberían desistir de intervenir prematuramente porque sería mejor que Isabelita arruinara por completo el país, de tal modo vacunándolo contra el mal populista. Aquí como en otras latitudes, la historia no suele repetirse pero, como afirmaba Mark Twain, a menudo rima.

En el lado izquierdo del espectro político, abundan dirigentes que están tan habituados a liderar una facción minúscula, con frecuencia unipersonal, que les motiva indignación la mera idea de que sería suicida negarse a subordinarse a otro dirigente más taquillero.  Entre aquellos izquierdistas que toman en serio las cuestiones doctrinarias, el “narcisismo de las pequeñas diferencias” que interesaba a Sigmund Freud se manifiesta de forma aún más virulenta que entre los peronistas, que han conseguido atenuarlo exaltando “la lealtad” y exagerando el “verticalismo” que es propio de movimientos totalitarios, de ahí la voluntad de tantos compañeros a arrodillarse ante el Líder Máximo de turno mientras conserve la capacidad para aportarles votos y dinero.

Pero no solo se trata de lo difícil que sería reconciliar el egoísmo personal de una multitud de caciques menores con la necesidad objetiva de construir cuanto antes un bloque coherente. También habrá influido la consciencia de que, si bien en teoría las circunstancias son favorables a las aspiraciones electorales de un candidato izquierdista como Binner, no lo serían para que, en el caso de que le tocara ganar, gobernara como un socialista. Hacerlo sería relativamente sencillo en un momento de auge económico, pero el sucesor de Cristina no podrá dedicarse a repartir beneficios en nombre de la justicia social. Tendrá que administrar la austeridad.

Por razones comprensibles, la gente de la UCR, el socialismo santafesino, Coalición Cívica, Proyecto Sur y sus respectivos satélites querrían olvidarse del destino del gobierno de la Alianza de radicales y frepasistas. Fracasó porque no pudo salir de la convertibilidad y tampoco pudo hacer lo necesario para que se perpetuara un esquema basado en un grado de disciplina fiscal ajeno a la Argentina. ¿Estaría en condiciones una réplica actualizada de la Alianza de salir del contrahecho “modelo” kirchnerista sin tomar medidas tan antipopulares que, en un lapso muy breve, harían trizas de su capital político? Si no lo estuviera, a los referentes más destacados del progresismo les convendría más seguir hablando pestes de las barbaridades cometidas por los peronistas que asumir responsabilidades gubernamentales pesadas que podrían aplastarlos.

El desafío que enfrenta la centro-izquierda moderada, democrática y bienintencionada no se limita a la Argentina. En Europa, donde muchos comparten sus ideas y actitudes, se suponía que el estallido financiero de 2008 serviría para desacreditar tanto al “capitalismo” –hablaban como si a su entender existía un abanico de alternativas a la única modalidad económica disponible fuera de Corea del Norte y Cuba–, que la mayoría buscaría salvación en el socialismo. Se equivocaron. Lejos de inaugurar un nuevo ciclo izquierdista, la crisis fortaleció a la derecha liberal. A pesar de todo lo ocurrido en los años que siguieron a la implosión, los españoles aún prefieren a los conservadores de Mariano Rajoy a los líderes del PSOE. Y en Francia, donde los socialistas de François Hollande sí lograron desplazar a los conservadores de Nicolas Sarkozy, la mayoría parece haber llegado a la conclusión de que fue un error muy grave confiar en un hombre que se había aseverado resuelto a combatir el horror neoliberal negándose a impulsar las temidas reformas estructurales.

En los países avanzados, los militantes de centro-izquierda sienten nostalgia por los días en que todo parecía ir viento en popa. Si luchan por algo, es por defender las “conquistas” que consiguieron sus antecesores cuando tanto la realidad demográfica como la económica eran distintas, pero a esta altura los más inteligentes sabrán que a lo sumo lograrán demorar la llegada de un futuro que les motiva angustia. Son conservadores, en el sentido recto de la palabra.

Aunque a primera vista el panorama que enfrentan sus equivalentes en la Argentina tiene poco en común con el de países mucho más productivos que cuentan con instituciones eficaces, aquí también los izquierdistas se han resistido a acompañar los cambios demográficos y la evolución desconcertante de los modos de producción que está marginando a quienes no poseen los conocimientos apropiados para los tiempos que corren. Desgraciadamente para Binner, Sanz, Solanas, Carrió y compañía, los así perjudicados raramente se sienten atraídos por la izquierda moderada.

Los Kirchner y sus secuaces supieron movilizar el rencor de quienes se sienten abandonados a su suerte por políticos que se ufanan de sus propios sentimientos solidarios. Se las ingeniaron para desarmar a la izquierda robándole propuestas, como la que dio pie a la asignación universal y, lo que les ha sido igualmente útil, su retórica. Al iniciarse la década que ganarían, les resultó fácil a Néstor y Cristina convencer a una franja bastante ancha del progresismo de que, a pesar de sus antecedentes feudales, representaban la nueva cara del socialismo criollo. La noción de que el gobierno de Cristina sea de centro-izquierda sigue repercutiendo en la prensa extranjera, pero parecería que, fronteras adentro, la mayoría la cree penosamente anticuada. ¿Logrará la centro-izquierda aprovechar la oportunidad así brindada? Es poco probable. Antes bien, corre el riesgo de verse perjudicada por el fracaso evidente del fraudulento progresismo kirchnerista.l

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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