Por Beatriz Sarlo |
Poco antes de las elecciones de 1983, la dictadura promulgó
una ley de autoamnistía, hipócritamente titulada de “pacificación nacional”.
Establecía la imposibilidad de enjuiciar a los responsables de los delitos que
hoy llamamos terrorismo de Estado. El candidato justicialista Italo Luder y su
partido aceptaron esa ley y la dieron por buena.
Por el contrario, Raúl Alfonsín la rechazó y avisó que la
derogaría.
Cumplió con la palabra dada en campaña, que le valió el aplauso y, seguramente, una parte de su victoria. La democracia se inaugura cuando la rúbrica de Alfonsín, al promulgar la ley derogatoria, prevalece sobre el cálculo cobarde de la dirigencia justicialista.
En diciembre de 1983, el escenario era incierto: los jefes
militares conservaban gran parte de su poder y muchos políticos pensaron que
era prudente no irritarlos con juicios que afectarían (si se cumplía lo
prometido por Alfonsín) a las tres Juntas que habían gobernado la Argentina.
Sin embargo, sobre una lógica guiada por el cálculo y el miedo a las
consecuencias, prevaleció una lógica de los principios. Las Juntas fueron
condenadas, y tanto el alegato del fiscal Strassera como la sentencia de la
Cámara Federal son textos fundadores de la transición democrática. Más aun, son
textos que diferencian el caso argentino del uruguayo y del chileno. Por fin
una originalidad argentina que tuvo signo positivo. Luego Alfonsín debió
retroceder, pero el efecto “juicio a las Juntas” fue imborrable. Ni siquiera el
indulto de Menem pudo cancelarlo. Aunque Kirchner pretendió ser un fundador,
cualquiera que conozca la historia sabe que esa pretensión fue tardía, aunque
los actos que realizó hayan sido necesarios.
Nada iguala el terrorismo de Estado. Quede dicho. Pero es
posible pensar que la corrupción ha tenido consecuencias poco calculables
(además de las que pueden cuantificarse y son cotidianamente enumeradas en el
listado de penurias, accidentes y muertes de estos años). La corrupción deshace
la confianza indispensable en los gobernantes. Sin ella, la democracia se
reduce a un acto electoral de consecuencias burocráticas. La corrupción ataca
las bases mismas de confiabilidad que la política necesita para la acción
práctica. Pero también produce un efecto especular: allí donde se percibe a los
políticos como corruptos y a la Justicia como lenta, impotente o de espaldas al
crimen, allí donde para los gobernantes y sus amigos todo vale, ese todo vale
comienza a regir para la sociedad. Si gobiernan corruptos, no hay motivo para
cumplir con la ley, excepto la amenaza y la coerción. La transgresión se acepta
en la vida cotidiana porque hombres y mujeres no se sienten atados por un pacto
que violan los de arriba. Cuando se instala la corrupción, la herida moral nos
atraviesa a todos.
Los políticos definen hoy el futuro. A partir de 2015, todos
juran que gobernarán con transparencia, no robarán, no se apropiarán de los
bienes públicos, no traficarán con influencias, no venderán servicios a
capitalistas en quiebra ni les ofrecerán los mejores negocios a los amigos a
cambio de un porcentaje. Todo el mundo está dispuesto a decir que no será
Boudou. Así es fácil.
Hay una resolución difícil, aunque no más difícil ni más
peligrosa que la tomada por Alfonsín cuando derogó la ley de autoamnistía. Y es
sencilla de formular: no se garantizará impunidad a los funcionarios del
gobierno saliente. Por supuesto, no espero este anuncio de Scioli ni de
Capitanich. No creo que sea posible que salga de las filas del propio aparato
político que ha gobernado en esta década. Pero los políticos de la llamada
oposición, a quienes siempre se les reclama grandes gestos de acuerdo, podrían
sentarse alrededor de una mesa para asegurar que aquellos que han cometido
delitos en uso de prerrogativas que tienen que ver con sus funciones públicas
serán juzgados. Soy escéptica respecto de este acuerdo.
Sin embargo, los políticos que se animen a suscribirlo
podrían tomar en cuenta que interpelarán a un sector vasto de los ciudadanos,
incluidos aquellos que, durante lapsos de estos diez años, prefirieron no
pensar en la corrupción hasta que alguna de sus consecuencias pesó más que el
cálculo económico individual.
Quien salga a decir que brindará su apoyo para que la
Justicia tome a cargo las acusaciones que se han presentado en estos años y
continúe con los procesos que estén abiertos dará el signo no de que todos
seremos impolutos en el futuro, sino de que todos somos responsables de
nuestros actos pasados. Y, en primer lugar, los gobernantes, porque sus actos
definen campos más vastos que los delitos privados, son más deletéreos y dejan
huellas más profundas.
El futuro no puede construirse sobre la amnesia. Pocos
argentinos están dispuestos a afirmar que hay que olvidar a los terroristas de
Estado o que los juicios no fueron necesarios. El caso Milani revivió, incluso
en quienes más inclinados estaban al olvido, sucesos que se mantienen abiertos.
Por eso, aun quienes tengan una visión pacificada del
futuro, donde todo será luz porque se comprometerían a gobernar obedeciendo
principios éticos, caen bajo una ilusión si no afirman, con la misma fuerza,
que aquellos que delinquieron deben ser juzgados. Esos juicios son las bases de
la conducta futura. No se trata de quedar hundidos en el pasado, sino
precisamente de lo contrario: afirmar que el presente y el futuro tienen
condiciones. Y que los actos tienen consecuencias legales. Juicio a los
corruptos o pacto de amnistía: no hay muchas otras posibilidades.
El caso de los votos en el Senado supuestamente comprados
por alguien del gobierno de De la Rúa se cerró de manera miserable. Pocos
políticos hablaron sobre los considerandos de la sentencia. Fue una oportunidad
perdida para asegurar, en el presente, que el futuro no repetirá el pasado.
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