Por Relato del Presente
Corría el año 1999 cuando, en una tarde de pelotudeo, me
encontraba en la Casa Rosada. Un vigilante amigo -que duró de vigilante lo
mismo que me duró de amigo- estaba de guardia y me invitó a conocer la Rosada
que nadie conocía.
Entre amargos de a sorbos charlamos de cosas que no
recuerdo, aunque seguramente me encontraba intrigado por el preocupante paisaje
carente de vida humana de una tarde dominical en Balcarce 50.
Con menos cosas para hacer que Cabandié en Odol Pregunta,
acepté la oferta de ver esos lugares que estaban fuera de los circuitos
turísticos. El paseo duró poco. A minutos de haber empezado a caminar, una
puerta se abre y mi humanidad de metro noventa se llevó puesta a un tipo petiso
y menudo. Así fue que mi primer encuentro con Carlos Menem casi termina en
magnicidio.
Luego de las disculpas del caso, el entonces presidente
saluda a mi amigo por su nombre de pila. Este detalle podría no llamar la
atención, si no fuera por el dato de que mi amigo se encontraba cumpliendo recién
su tercera guardia del mes y que ni su hijo sabía su nombre de pila. Se me
vinieron a la mente la infinidad de anécdotas y mitos urbanos sobre la
memoria/carisma de Menem, sobre tipos que vio una vez en algún pueblo en 1987 y
que al cruzárselo 10 años después, les pregunta sobre la salud de sus madres,
de quien también sabe los nombres.
Con el tiempo asimilé que Menem, contrariamente a lo que
todos afirmaron y afirman, no es un tipo carismático, sino una persona
profundamente memoriosa y metódica para sus relaciones sociales. Mi silencio
por su presencia no obedecía al magnetismo de un ser con un don sobrenatural
para la hipnotización de las masas, si no al hecho de estar frente al tipo más
poderoso del país, el primer presidente que iba en vías de terminar su mandato
desde que Alvear le entregó la banda a Yrigoyen, el tipo más puteado del
momento.
No era carisma, era el método, la planificación para dejar
huella en el otro a través del aprovechamiento del defecto más antiguo que
posee el hombre desde que dejó de caminar con los puños contra el piso: la
necesidad de ser escuchado. Su forma de saludar consistía en esperar a que
alguien introdujera al interlocutor, entonces daba la mano, miraba a los ojos y
repetía el nombre. El interlocutor quedaba encantado por la cordialidad,
mientras el Turco aplicaba la más básica de las técnicas de memoria visual.
Del magnetismo de Néstor no hace falta hablar mucho, dado
que se hizo remera recién después de muerto. El encanto popular pasaba por la
facilidad que tenía la gente de tocarlo cuando se metía en los tumultos. Cris,
en cambio, es un caso bien distinto.
Muchas veces me he preguntado si Cristina es o no es una
mujer carismática. Néstor construyó su imagen desde la visual ratona: mocasines
que caminaban solos, sacos cruzados de diez años de antigüedad y varios talles
más grande que usaba inexplicablemente abiertos, y una cabellera que no veía un
peine desde la primavera de 1965. Su mensaje no apuntaba al “no me caliento por
las apariencias”, sino a que se puede ser tremendamente rico y aparentar ser un
croto. Todo un signo del país que vendría, con números de bonanza y una visual
de miseria subsahariana.
Cristina, en cambio, aprendió a construir su imagen desde la
adolescencia, cuando movió cielo y tierra para poder entrar en el Jockey Club
platense. Su necesidad de ser aceptada por un mundo que le permitiera dejar
atrás una infancia molesta, la llevó a desarrollar un espíritu cautivante, en
el que la sonrisa encantadora y el ataque verbal injustificado convivían sin
mayores problemas.
Al igual que todos nosotros, hizo lo que tuvo a su alcance
con la esperanza de ser aceptada por el otro, pero en el caso de ella,
pareciera que nunca supo cuál era ese otro. Así es que a lo largo de su vida se
comportó de un modo un tanto errático en cuanto a las relaciones y hasta pudo
bajar de un helicóptero con ropa de diseñador parisino para decir que sabe lo
que es una inundación porque cuando era chica vivió una, mientras los platenses
la miraban y se acariciaban las branquias.
Al momento de construir una imagen, todos ocultamos algo. En
la primera cita, nadie dice que ronca, que se pone pantalones solo para salir
de casa y que, si no tuviera que ver gente, probablemente se bañaría cuando los
dedos se queden pegados en el cuero cabelludo. Obviamente, nadie cuenta tampoco
con cuantas parejas estuvo antes, ni que fue el gordito boludo del curso, ni
que se pasaba horas viendo la imagen violeta del canal Venus a la espera de la
aparición de una teta o similar. Queremos vender la casa, es obvio que vamos a
tapar con cuadritos los agujeros de las paredes. Sin embargo, ante esta
realidad conviene prestar atención, mucha atención, a la hora de decidir en qué
se va a mentir, qué se va a ocultar. Principalmente porque habrá que mantenerlo
oculto para siempre.
Este último ítem a la Presi le falló. Como cuando dijo que a
ella todo le cuesta el doble por ser mujer: en su vida peleó una interna ni
tuvo que negociar un lugar en la lista de legisladores armada por su marido
gobernador.
Quizás el caso más paradigmático ocurrió cuando se le dio
por explicar su jugoso patrimonio -el declarado- aduciendo que siempre fue una
exitosa abogada, aunque no exista un solo expediente en el que se haya
presentado como patrocinante de nadie. La construcción de la historia le chocó
con el ego y se equivocó. Podría haber dicho que su marido fue un abogado
exitoso antes de ser político, pero no quería quedar relegada a una mera
heredera.
Cuando las cosas empezaron a fallar denserio, la
construcción de la imagen de Cristina a nadie le importó. Desde entonces, la
Presi puede mostrar un recibo de sueldo de 2.600 pesos de un Gendarme para
enojarse con las provincias que piden la intervención de uniformados mal pagos
-como si el sueldo lo cobraran vendiendo La Solidaria en los peajes- que nadie
se pregunta nada. Puede golpear una cacerola mientras festeja en Plaza de Mayo
los 30 años de esa democracia que no puede evitar los saqueos ni las muertes, y
ninguno de sus seguidores se avergüenza.
Carisma. Carisma puro. Esa extraña fuerza sobrenatural que
genera encandilamiento por la mina que te vuelve loco y a la que le perdonas
cualquier cosa. Queda embarazada del portero, te dice que la culpa es de la
farmacia que no tenía preservativos, escrachás a la farmacia y te afiliás al
kirchnerismo.
Un montón de personas con traumas de abandono no resueltos
ven en Cristina la figura de la madre protectora. Cuando dice cosas
inentendibles, se repiten aunque no se tenga la más puta idea de lo que se está
diciendo. Cuando dice burradas, a reirse que es una jodona bárbara. Y todavía
quedan varios en la justificación perpetua, casualmente todos los que se
sumaron cuando al gobierno le empezaron a crecer los enanos. Si eso no es
carisma, no sé qué lo es.
La masa de gente que se pueda juntar para un acto al aire
libre, no cuenta. Muchos de ellos irían igual si en vez de Cristina estuviera
Karina Jelinek. No es que van porque está la presidente, sino porque hay
alguien famoso al alcance de la mano. Sin embargo, algo que Menem nunca pudo
conseguir -y, convengamos, ni se calentó- es una buena cantidad de militantes
ultradefensores en aparente organicismo, aunque no pertenezcan a ninguna
agrupación. Cristina sí pudo.
Lo podemos percibir cada vez que una pendeja aburrida nos
refriega el valor de la militancia, confundiendo la actividad partidaria no
rentada con poner “Soy K” en la bio de Twitter, o una foto del nestornauta en
su muro de Facebook. También los podemos encontrar en cada hombre al borde de la
prostatitis que se hace el pendejo revolucionario y cuenta como combatió a la
dictadura colándose en los partidos del Mundial ´78.
Los primeros, siguen en la misma porque prefieren
pelotudear, a madurar. Creen que están arreglando el mundo con la militancia de
conseguir un proyector para pasar la película de Néstor en la Villa 31 y
afirman que estamos mejor que nadie. Si quisieran abandonar la casa de sus
padres, o dejar de alquilar, y vieran que no califican para ninguna línea de
crédito hipotecario, se afiliarían al partido de Biondini. O pedirían la
expropiación de los bancos, da igual.
Los segundos, porque se cansaron de perder y porque es más
fácil adherir al discurso de que este gobierno hace lo que puede con el
desastre de los anteriores, que reconocer que miraron para otro lado el resto
de su vida. También existe la posibilidad de que se encuentren por primera vez
con gente poderosa que aparenta que escucha las gansadas que tienen para decir,
esas que antes predicaba en una unidad básica perdida en Villa Ojete o en la
biblioteca popular. Porque el discurso antipoder cobra más valor cuando el
poderoso te lo felicita.
La ausencia de la Presi demuestra que sin ella, el
kirchnerismo es un muestrario de ofertas de segunda mano en el outlet de fin de
temporada de La Salada. Y la prueba la podemos apreciar en los argumentos
maravillosos de algunos funcionarios. A todos les falta algo para completar el
combo de una exposición de Cristina, pero lo intentan.
El secretario de Comercio, Augusto Costa, avisó que el
acuerdo de precios viene con aumentos de 30% para garantizar el abastecimiento.
Nunca vio canal 7 ni de zapping, si no tendría bien en claro que ni se
menciona. Si alguien se queja, la culpa es del supermercadista y a otra cosa.
Julio De Vido hizo gala de los 10 años que lleva en el
gobierno que nunca tiene la culpa de nada. Acusó por los cortes de luz a Macri
-que no administra ni la venta de lamparitas- a Edesur y Edenor -que son
controladas por el Gobierno- a Magnetto -que debe haber comprado un cohete
espacial eléctrico- al calor del verano y a la cantidad de edificios que se
construyeron, cuando ningún barrio avanzó tanto como el único que no tuvo
cortes, o sea Puerto Madero. El ministro no dijo nada que no pudiera decir
Cristina, pero quedó como un pelotudo.
Ricardo Echegaray llamó a una conferencia de prensa para
explicar que no sabe bien si su gente le pegó a alguien, pero que algo escuchó.
También afirmó que Magnetto lo persigue y que tiene derecho a tomarse unos días
de vacaciones. Podría haber explicado que tiene el salario más alto del país y
que gasta 900 dólares el cubierto porque puede pagarlos, pero prefirió
victimizarse. Resultado: lo terminó toreando Bazán, algo así como que la Tota
Santillán lo acuse a Usain Bolt de comerse los mocos por no animarse a un 100
metros.
Cristina, mientras tanto, esquiva todas las balas. Tres
meses rascándose el higo, con el país en llamas, y sus funcionarios se comen
las puteadas de la oposición y de los propios partidarios, quienes los acusan
de “hacerle mal a la imagen de Cristina”. Como si De Vido hubiera pasado los
últimos 10 años amenazando a la Presi para conservar el cargo con el que manejó
los trenes, las compañías eléctricas y los combustibles, entre otros grandes
éxitos de El Modelo.
La muchachada, por lo pronto, se encuentra en la negación
del duelo. Saben que se acaba, pero disimulan lo más que pueden. Del mismo modo
que ni se enteraron de la existencia de Ricardo Jaime, no les calienta lo que
pueda pasar con Lázaro Báez. Cualquier cosa que suceda de ahora en más, será
porque a Cristina no le dejaron profundizar El Modelo.
La culpa, obviamente, no será de los que nunca cuestionaron
nada, sino de los que no se animaron a tener un país mejor, donde la dignidad
se mide en planes sociales, la democracia es someter al que perdió y en el que
todo, absolutamente todo, se soluciona con más militancia.
Lunes. Lo que no se puede con carisma, se puede con plata.
Pero la plata se acabó.
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