Por James Neilson (*) |
“Con la democracia se cura, se come y se educa”, proclamó
Raúl Alfonsín una y otra vez en la emocionante campaña electoral que lo
llevaría a la presidencia de la República. Pues bien, ya han transcurrido tres
décadas desde el rencuentro del país con el único orden político que es digno
de una sociedad civilizada, pero la salud pública está en crisis, muchas
personas tienen hambre y el estado del sistema educativo se ha deteriorado
hasta tal punto que, como acaba de recordarnos la difusión de los resultados de
las pruebas PISA, está entre los peores del mundo.
Con todo, aunque las ventajas concretas que según Alfonsín
eran inherentes a la democracia siguen sin manifestarse, el grueso de la
ciudadanía entiende que sería peor que inútil intentar remplazarla por un
esquema autoritario como insinuaron ciertos kirchneristas, incluyendo, por
desgracia, a la presidenta Cristina, cuando se afirmaban resueltos a “ir por
todo”. Fue en parte por tal motivo que, en octubre, los candidatos oficialistas
recibieron un varapalo en las elecciones legislativas en los centros urbanos
principales del país.
El “padre de la democracia” reivindicó el orden
constitucional tratándolo como una panacea que produciría un sinfín de
beneficios materiales porque, a partir de 1930, tanto los militares como muchos
otros habían supuesto que solo una dictadura, plebiscitada o no, estaría en
condiciones de solucionar los problemas económicos y sociales más angustiantes.
Creían que la democracia era demasiado burguesa, tibia e ineficaz como para
tener éxito en una empresa tan difícil.
No se trataba de un fenómeno meramente local. Hasta los años
setenta del siglo pasado, la mayoría de los países sufría bajo tiranías de
derecha o izquierda, civiles o castrenses, que se suponían capaces de
solucionar problemas de manera más expeditiva que las democracias mayormente
anglosajonas. El colapso de la Unión Soviética debilitó aquella ilusión, pero
las hazañas económicas de China, donde el comunismo político convive con una
variante sui generis del “capitalismo salvaje”, podría reanimarla en los años
próximos.
Por razones comprensibles, es habitual atribuir la
recuperación de la democracia a factores internos: la debacle económica, la
derrota en la guerra de las Malvinas, el compromiso tardío de algunos con los
derechos humanos.
Sin embargo, el que haya coincidido con la democratización
de muchos otros países de América latina y el sur de Europa, como España, de
tradiciones políticas e intelectuales similares, nos dice que la Argentina
participaba de un inmenso movimiento internacional. A comienzos de la década de
los ochenta, la democracia se puso de moda debido no tanto a su propio
atractivo cuanto al fracaso evidente de las alternativas. Como señalaba Winston
Churchill: “La democracia es el peor de todos los sistemas ideados por el
hombre. Con excepción de todos los demás”.
En los meses previos al triunfo de Alfonsín, muchos nos
aseguraban que la democracia era “la única solución”. Después, hablarían de la
necesidad de “más democracia” para resolver los problemas. Se resistían a
entender que, de por sí, el sistema democrático, siempre y cuando se haya consolidado,
no hace mucho más que garantizar el respeto por un conjunto de libertades
básicas. Aunque hace treinta años el país dio la espalda a la tentación
autoritaria, una decisión que ratificó en los turbulentos días finales de 2001
cuando parecía estar por hundirse en la anarquía, da la impresión de haberse
conformado con la destrucción del “poder fáctico” castrense. Es como si la
mayoría de los dirigentes políticos creyera que, ya “conquistada” la
democracia, solo les corresponde esperar hasta que, por fin, empiece a producir
los beneficios previstos por Alfonsín.
A pesar del tiempo transcurrido, la democracia argentina
sigue siendo una cáscara hueca. La clase política no ha sabido construir
partidos de gobierno equiparables a los existentes en los países desarrollados
más estables; cuenta con dos “movimientos” proteicos y una miríada de facciones
minúsculas. Las instituciones son precarias. Millones de familias aún dependen
de aparatos clientelares; a cambio de votos consiguen algunas limosnas. La corrupción,
el mal antipopular por antonomasia, es endémica. Y, como acaban de recordarnos
los santiagueños, en las provincias feudales persiste el nepotismo dinástico.
La Argentina dista de haberse liberado del caudillismo, de la costumbre de
colmar de poderes a una sola persona.
¿A qué se debe esta situación nada satisfactoria? En parte,
a la resistencia de muchos políticos a romper con el pasado. Sienten nostalgia
por los días en que la democracia no era una realidad sino un ideal y que para
alcanzarlo había que arriesgarse luchando contra una dictadura militar cruel.
El gobierno kirchnerista ha sido llamativamente reacio a reconocer que, gracias
a Alfonsín y su sucesor en la Casa Rosada, Carlos Menem, las fuerzas armadas
abandonaron el escenario político un par de decenios atrás. A Cristina y sus
acompañantes les encanta hablar como si los militares aún constituyeran la
oposición auténtica. Se quedan atrapados anímicamente en el país de hace más de
un cuarto de siglo; será por este motivo que apenas se han esforzado por
gobernar el actual cuyos problemas tienen muy poco que ver con el golpismo que
imputan a todos sus adversarios.
Las dictaduras militares solían instalarse, siempre con la
aprobación, tal vez resignada, de sectores muy amplios, al resultar incapaz el
gobierno civil de turno de manejar de forma adecuada la economía, pero el
fracaso espectacular del régimen castrense que se encargó del país luego de la
gestión desastrosa de Isabelita Perón brindó a los denostados “políticos
civiles” un pretexto irresistible para acusarlo de haber provocado todos los
muchos problemas socioeconómicos nacionales. He aquí una razón por la que
Alfonsín se entregó al optimismo voluntarista que culminaría con un estallido
hiperinflacionario.
De no haber sido por la convertibilidad, el gobierno de
Menem hubiera protagonizado una debacle similar, pero el esquema rígido que lo
salvó no pudo perpetuarse debido en gran medida a la confianza que motivó; lo
mismo que en Grecia y España después de la introducción del euro, endeudarse
resultó ser tan maravillosamente fácil que pocos aprovecharon una oportunidad
para hacerse más competitivos.
Tampoco lo harían una vez superada, en términos
macroeconómicos por lo menos, la gran crisis que siguió a la implosión del 2001
y 2002. El gobierno kirchnerista se limitó a felicitarse por el crecimiento
posibilitado por el “viento de cola” que soplaba sobre los campos de soja desde
China. Para extrañeza del resto del mundo, ha cometido los mismos errores que
tantos otros gobiernos anteriores que, a sabiendas de que Dios es argentino,
suponían que los buenos tiempos no tendrían fin y que por lo tanto podrían
dedicarse a repartir, conforme a criterios políticos y personales, los frutos
de una naturaleza generosa sin preocuparse por lo que sucedería una vez
terminado el ciclo.
Desgraciadamente para Cristina, parecería que la bonanza que
hace dos años la ayudó a ser reelegida no se prolongará lo bastante como para
permitirle llegar a diciembre de 2015 sin verse constreñida a avalar un ajuste
severísimo. Los vaya a saber cuántos miles de millones de dólares que se supone
suministrará Vaca Muerta caerán en manos de su sucesor. ¿Habrá aprendido él, o
ella, algo de la experiencia ajena? Es posible, pero sería mejor no apostar
demasiado.
Los militares y elites iluminadas de mentalidad autoritaria
no son los únicos enemigos de la democracia. Igualmente peligrosos son los
militantes del facilismo y el voluntarismo que abundan en la clase política
nacional. Convencidos de que la Argentina es un “país rico”, están más
interesados en distribuir que en producir. Cuando la plata se agota, propenden
a atribuirlo no a su propia irresponsabilidad sino a una maligna conspiración
foránea.
Son actitudes anticuadas, apropiadas para un mundo en que la
riqueza de las distintas naciones no se basaba en la suerte geológica o el
poder militar, no en el conocimiento y por lo tanto el nivel educativo de sus
habitantes. A menudo, quienes piensan así realmente quieren reducir la pobreza,
pero por su forma de accionar privan a los “humildes” de lo que necesitarían
para abrirse camino por sus propios esfuerzos.
He aquí una razón por la que décadas de hegemonía populista
no han hecho de la Argentina un país más equitativo. Antes bien, han visto
ampliarse todavía más la brecha entre una minoría próspera que se hace cada vez
más pequeña y una multitud creciente de pobres. A diferencia de lo que ha
ocurrido en países tan distintos como Chile y China, el perfil socioeconómico
argentino apenas se ha modificado en los treinta años de democracia. La pobreza
se ha hecho “estructural”. Lo será hasta que una clase política que, luego de
recuperarse del susto que le causó la irrupción de muchedumbres que gritaban
“que se vayan todos”, se las arregló para defender sus intereses corporativos
desvinculándose aún más de la ciudadanía rasa, entienda que la democracia ya no
es un destino sino un punto de partida.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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