sábado, 7 de diciembre de 2013

Treinta años no es nada

Por James Neilson (*)
Hasta los setenta, la mayoría de los países sufría bajo tiranías de derecha o izquierda, civiles o castrenses, que se suponían capaces de solucionar problemas.

“Con la democracia se cura, se come y se educa”, proclamó Raúl Alfonsín una y otra vez en la emocionante campaña electoral que lo llevaría a la presidencia de la República. Pues bien, ya han transcurrido tres décadas desde el rencuentro del país con el único orden político que es digno de una sociedad civilizada, pero la salud pública está en crisis, muchas personas tienen hambre y el estado del sistema educativo se ha deteriorado hasta tal punto que, como acaba de recordarnos la difusión de los resultados de las pruebas PISA, está entre los peores del mundo.

Con todo, aunque las ventajas concretas que según Alfonsín eran inherentes a la democracia siguen sin manifestarse, el grueso de la ciudadanía entiende que sería peor que inútil intentar remplazarla por un esquema autoritario como insinuaron ciertos kirchneristas, incluyendo, por desgracia, a la presidenta Cristina, cuando se afirmaban resueltos a “ir por todo”. Fue en parte por tal motivo que, en octubre, los candidatos oficialistas recibieron un varapalo en las elecciones legislativas en los centros urbanos principales del país.

El “padre de la democracia” reivindicó el orden constitucional tratándolo como una panacea que produciría un sinfín de beneficios materiales porque, a partir de 1930, tanto los militares como muchos otros habían supuesto que solo una dictadura, plebiscitada o no, estaría en condiciones de solucionar los problemas económicos y sociales más angustiantes. Creían que la democracia era demasiado burguesa, tibia e ineficaz como para tener éxito en una empresa tan difícil.

No se trataba de un fenómeno meramente local. Hasta los años setenta del siglo pasado, la mayoría de los países sufría bajo tiranías de derecha o izquierda, civiles o castrenses, que se suponían capaces de solucionar problemas de manera más expeditiva que las democracias mayormente anglosajonas. El colapso de la Unión Soviética debilitó aquella ilusión, pero las hazañas económicas de China, donde el comunismo político convive con una variante sui generis del “capitalismo salvaje”, podría reanimarla en los años próximos.

Por razones comprensibles, es habitual atribuir la recuperación de la democracia a factores internos: la debacle económica, la derrota en la guerra de las Malvinas, el compromiso tardío de algunos con los derechos humanos.

Sin embargo, el que haya coincidido con la democratización de muchos otros países de América latina y el sur de Europa, como España, de tradiciones políticas e intelectuales similares, nos dice que la Argentina participaba de un inmenso movimiento internacional. A comienzos de la década de los ochenta, la democracia se puso de moda debido no tanto a su propio atractivo cuanto al fracaso evidente de las alternativas. Como señalaba Winston Churchill: “La democracia es el peor de todos los sistemas ideados por el hombre. Con excepción de todos los demás”.

En los meses previos al triunfo de Alfonsín, muchos nos aseguraban que la democracia era “la única solución”. Después, hablarían de la necesidad de “más democracia” para resolver los problemas. Se resistían a entender que, de por sí, el sistema democrático, siempre y cuando se haya consolidado, no hace mucho más que garantizar el respeto por un conjunto de libertades básicas. Aunque hace treinta años el país dio la espalda a la tentación autoritaria, una decisión que ratificó en los turbulentos días finales de 2001 cuando parecía estar por hundirse en la anarquía, da la impresión de haberse conformado con la destrucción del “poder fáctico” castrense. Es como si la mayoría de los dirigentes políticos creyera que, ya “conquistada” la democracia, solo les corresponde esperar hasta que, por fin, empiece a producir los beneficios previstos por Alfonsín.

A pesar del tiempo transcurrido, la democracia argentina sigue siendo una cáscara hueca. La clase política no ha sabido construir partidos de gobierno equiparables a los existentes en los países desarrollados más estables; cuenta con dos “movimientos” proteicos y una miríada de facciones minúsculas. Las instituciones son precarias. Millones de familias aún dependen de aparatos clientelares; a cambio de votos consiguen algunas limosnas. La corrupción, el mal antipopular por antonomasia, es endémica. Y, como acaban de recordarnos los santiagueños, en las provincias feudales persiste el nepotismo dinástico. La Argentina dista de haberse liberado del caudillismo, de la costumbre de colmar de poderes a una sola persona.

¿A qué se debe esta situación nada satisfactoria? En parte, a la resistencia de muchos políticos a romper con el pasado. Sienten nostalgia por los días en que la democracia no era una realidad sino un ideal y que para alcanzarlo había que arriesgarse luchando contra una dictadura militar cruel. El gobierno kirchnerista ha sido llamativamente reacio a reconocer que, gracias a Alfonsín y su sucesor en la Casa Rosada, Carlos Menem, las fuerzas armadas abandonaron el escenario político un par de decenios atrás. A Cristina y sus acompañantes les encanta hablar como si los militares aún constituyeran la oposición auténtica. Se quedan atrapados anímicamente en el país de hace más de un cuarto de siglo; será por este motivo que apenas se han esforzado por gobernar el actual cuyos problemas tienen muy poco que ver con el golpismo que imputan a todos sus adversarios.

Las dictaduras militares solían instalarse, siempre con la aprobación, tal vez resignada, de sectores muy amplios, al resultar incapaz el gobierno civil de turno de manejar de forma adecuada la economía, pero el fracaso espectacular del régimen castrense que se encargó del país luego de la gestión desastrosa de Isabelita Perón brindó a los denostados “políticos civiles” un pretexto irresistible para acusarlo de haber provocado todos los muchos problemas socioeconómicos nacionales. He aquí una razón por la que Alfonsín se entregó al optimismo voluntarista que culminaría con un estallido hiperinflacionario.

De no haber sido por la convertibilidad, el gobierno de Menem hubiera protagonizado una debacle similar, pero el esquema rígido que lo salvó no pudo perpetuarse debido en gran medida a la confianza que motivó; lo mismo que en Grecia y España después de la introducción del euro, endeudarse resultó ser tan maravillosamente fácil que pocos aprovecharon una oportunidad para hacerse más competitivos.

Tampoco lo harían una vez superada, en términos macroeconómicos por lo menos, la gran crisis que siguió a la implosión del 2001 y 2002. El gobierno kirchnerista se limitó a felicitarse por el crecimiento posibilitado por el “viento de cola” que soplaba sobre los campos de soja desde China. Para extrañeza del resto del mundo, ha cometido los mismos errores que tantos otros gobiernos anteriores que, a sabiendas de que Dios es argentino, suponían que los buenos tiempos no tendrían fin y que por lo tanto podrían dedicarse a repartir, conforme a criterios políticos y personales, los frutos de una naturaleza generosa sin preocuparse por lo que sucedería una vez terminado el ciclo.

Desgraciadamente para Cristina, parecería que la bonanza que hace dos años la ayudó a ser reelegida no se prolongará lo bastante como para permitirle llegar a diciembre de 2015 sin verse constreñida a avalar un ajuste severísimo. Los vaya a saber cuántos miles de millones de dólares que se supone suministrará Vaca Muerta caerán en manos de su sucesor. ¿Habrá aprendido él, o ella, algo de la experiencia ajena? Es posible, pero sería mejor no apostar demasiado.

Los militares y elites iluminadas de mentalidad autoritaria no son los únicos enemigos de la democracia. Igualmente peligrosos son los militantes del facilismo y el voluntarismo que abundan en la clase política nacional. Convencidos de que la Argentina es un “país rico”, están más interesados en distribuir que en producir. Cuando la plata se agota, propenden a atribuirlo no a su propia irresponsabilidad sino a una maligna conspiración foránea.

Son actitudes anticuadas, apropiadas para un mundo en que la riqueza de las distintas naciones no se basaba en la suerte geológica o el poder militar, no en el conocimiento y por lo tanto el nivel educativo de sus habitantes. A menudo, quienes piensan así realmente quieren reducir la pobreza, pero por su forma de accionar privan a los “humildes” de lo que necesitarían para abrirse camino por sus propios esfuerzos.

He aquí una razón por la que décadas de hegemonía populista no han hecho de la Argentina un país más equitativo. Antes bien, han visto ampliarse todavía más la brecha entre una minoría próspera que se hace cada vez más pequeña y una multitud creciente de pobres. A diferencia de lo que ha ocurrido en países tan distintos como Chile y China, el perfil socioeconómico argentino apenas se ha modificado en los treinta años de democracia. La pobreza se ha hecho “estructural”. Lo será hasta que una clase política que, luego de recuperarse del susto que le causó la irrupción de muchedumbres que gritaban “que se vayan todos”, se las arregló para defender sus intereses corporativos desvinculándose aún más de la ciudadanía rasa, entienda que la democracia ya no es un destino sino un punto de partida.

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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