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domingo, 8 de diciembre de 2013

Se acabó la plata, empezó el lío y nadie tiene un plan

Por Jorge Fernández Díaz
Llegó ansioso, saludó a los presentes y se lanzó sobre los sándwiches de miga. Esa tarde juraba como ministro de Economía y no tenía tiempo que perder. Mientras devoraba todo y monologaba a gran velocidad, el dueño de casa y los dos invitados lo escuchaban en silencio, sin poder meter ni un adjetivo. Transcurría el mediodía del martes 20 de marzo de 2001, estaban en el departamento que tenía Alberto Fernández sobre la avenida Callao, y los dos únicos gobernadores peronistas que habían acudido al llamado secreto del " padre de la convertibilidad " eran Néstor Kirchner y Ramón Puerta. 

Cavallo quería que los caciques del justicialismo apoyaran la operación de salvataje que haría para el gobierno de la Alianza. Tenía entonces el 80% de imagen positiva, y el país estaba en bancarrota. "Néstor -le dijo Cavallo, sonriendo-, estoy más keynesiano que vos." Kirchner le respondió: "Pero no te olvides de que gobernás con los radicales". Fue el único bocadillo que el santacruceño pudo intercalar, porque a partir de ese momento y hasta el final sólo se desarrolló un soliloquio apurado, que Mingo formulaba con convicción mientras arrasaba con las bandejas del refrigerio. El final fue contundente: "Cuando aparezca en The New York Times que Cavallo es de nuevo ministro va a cambiar el humor con la Argentina", pronosticó hablando de sí mismo en tercera persona. Luego saludó a los presentes y se marchó con premura. Kirchner miró a Puerta y a Fernández, y se agarró la cabeza: "¡Este tipo enloqueció, qué nivel de voluntarismo!". Desde ese día hasta el desenlace fatal de la administración De la Rúa se fueron 23.000 millones de dólares. Ningún inversor se dejó convencer, el mundo nos dio la espalda, y lo inevitable finalmente sucedió.

La anécdota pertenece a la historia política moderna, y no la traigo a colación porque los argentinos nos encontremos en una situación límite. Los momentos económicos y políticos son incomparables. Pero existe un aire de familia entre aquel voluntarismo que Kirchner detectó y una cierta visión frívola que se tiene siempre acerca de lo fácil que resulta cambiar la imagen del país, lo rápido que se cosecha confianza mundial y lo sencillo que resulta atraer a los capitales internacionales. Hasta Cavallo, que era ducho en Wall Street y famoso en las universidades económicas de Europa, cayó en ese provincialismo y en esa omnipotencia.

Es bueno recordar todo esto precisamente hoy, cuando de buenas a primeras el Gobierno quiere hacer méritos con los Estados Unidos, la Unión Europea y el FMI para poder acceder a dinero fresco, que de pronto precisa de manera urgente tras una década de crecimiento a tasas chinas y una política exterior despectiva y encapsulada. Ese giro realista produce urticaria en algunos militantes de la radicalización (otros son capaces de aplaudir a River y después a Boca) y daña su capital simbólico, pero expresa cierta lucidez. El miedo no es zonzo. Muchos funcionarios tienen ahora por costumbre entrar a las ocho de la noche en el sitio web del Banco Central y verificar cuántas reservas se han perdido. La caída diaria por goteo es dramática y no saben cómo detenerla. Un avión con el tanque perforado: los pilotos miran a cada momento la aguja y tragan saliva.

La evaluación que se hace en el campamento de Sergio Massa, acaso hoy el hombre más odiado por Cristina Kirchner, no es menos gráfica: el Gobierno descubrió que no puede resolver el problema y ya tomó la decisión de no obturar el orificio de pérdida; sólo intentará conseguir combustible extra para seguir volando un tiempo más. "Es como aquellas películas de James Bond -explicó alguien esta semana en ese petit comité haciendo una analogía entre el cepo cambiario y un explosivo de alta potencia-. Bond se encuentra con la bomba y no sabe qué cable debe cortar para desactivarla. El amarillo consiste en levantar el cepo: si lo hace todos se van al dólar y la economía revienta. Y el rojo consiste en dejar el cepo: no viene un dólar, siguen saliendo más, y la economía se desangra. Como no puede cortar ninguno de los dos cables, Bond toma la bomba, se la lleva y la hace detonar lo más lejos posible. Eso es lo que resolvió el kirchnerismo. Correr lo más que pueda y que la bomba le explote a otro."

Un ex gobernador peronista sin campamento, pero que habla con todos los sectores, viajó discretamente hace unos días a los Estados Unidos y de regreso sondeó en la Argentina a distintos dirigentes políticos y empresarios. "Está claro que no existe hoy una cancillería activa que repare los entuertos y que muestre una nueva cara -señala-. La diplomacia se quedó en el casillero anterior, no toca la nueva música. Pero lo más interesante es que en un test primario, cuando preguntamos a gente importante de afuera y de acá, ocurre lo siguiente: ¿Hizo bien el Gobierno al no radicalizarse? Sí, responden. ¿Hizo bien la Presidenta en colocar un jefe de Gabinete activo y conciliador? Sí. ¿Es correcta la intención general? Sí. ¿Usted traería su dinero, invertiría en la Argentina? No."

Ese estado de las expectativas es fundamental para entender qué sucede con el plan del oficialismo. Previsiblemente, por ahora no sucede nada. La magia no existe, y todos quieren ver cuáles son las cartas concretas que jugará el equipo económico. Que por ahora no ha dado señales innovadoras, en un contexto donde los precios se disparan, las paritarias están congeladas y cae fuertemente el poder de compra de la asignación universal por hijo y de otros planes sociales. Esta semana, llegó la orden a la Casa de Moneda de que impriman entre 120 y 140 millones en billetes de cien pesos. Una montaña de papeles pintados, que deben ser fabricados día y noche y a toda vela, para pagar los aguinaldos.

Sin embargo, la peor noticia económica surgió de los graves incidentes de Córdoba, donde no sólo quedó al desnudo el espeso caldo de cultivo de la rebelión que anida en sectores marginales. La manera en que se solucionó el conflicto convenció a las policías de otras provincias, a los estatales de todos los niveles, a los distintos gremios y a las barriadas más humildes de que, cada uno a su modo, debían salir a pelear ahora mismo por más dinero, dado que la inflación será mayor y destruirá los bolsillos de todos, y que las autoridades sólo ceden cuando se las presiona.

El descontento social es la gran preocupación de quienes gobiernan y también de quienes se oponen. Las imágenes de Córdoba helaron la sangre de unos y otros. Hay un factor aglutinante: saben que están sentados sobre un polvorín, y que no es negocio para nadie que el actual proceso entre en una dinámica de violencia y desborde. Por eso la idea de dialogar parece convenir de repente a todos. Quienes pertenecemos a la generación de Malvinas atravesamos la conscripción bajo la peor dictadura militar, una experiencia única. Recuerdo que los militares nos hostigaban y vejaban durante la instrucción de campo, pero que eran extrañamente amables en los polígonos de tiro. Sólo entendí ese cambio de actitud al darme cuenta de que en la diaria llevábamos nuestras armas descargadas y que las prácticas frente a los blancos las hacíamos obviamente con balas de plomo. Eso hacía toda la diferencia. Cuando el poder estaba de un solo lado, éramos vapuleados, pero en esos andariveles de tiro el poder estaba emparejado y entonces nuestros verdugos se volvían dialoguistas y simpáticos. Hay un parangón posible con el populismo: cuando se acaba la plata, no queda más que la sonrisa. Y en la Argentina se acabó la plata.

© La Nación

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