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sábado, 21 de diciembre de 2013

Relato económico

El silencio presidencial expone la pobreza argumental de funcionarios, después de una década de gestión.

Por Roberto García
Por transición, malventura, incompetencia o disociaciones, nunca el kirchnerismo como ahora tropezó con tantos problemas de identidad. La Presidenta, inclusive, parece otra. Quizás porque se niega al don de la palabra en público, aquella condición que, además de hacerla famosa en el Senado, luego caracterizó su doble mandato. 

Y si por momentos en el pasado se volvió innecesaria tamaña apelación a su destreza oral –tanta persistencia hasta provocó deserción en quienes la escuchaban–, ahora el voto de silencio se vuelve casi sospechoso. 

Como si no tuviera mucho por decir, por explicar, como si Ella misma estuviese atragantada con los cambios que impuso y alimentara un Vesubio interior. Como si determinados acontecimientos penosos le amargaran las Fiestas justo cuando disipaba temores sobre su salud personal. Llegó el pésame junto con la Gracia, difícil convivencia.

La identidad también son las formas, sea en los políticos o en las estrellas. Charles de Gaulle nunca dejó de ser De Gaulle por el retiro elegido en Colombey des Eglises, ni Greta Garbo “la Garbo” por escapar de la luz o la pantalla. Incomparables ejemplos, quizás, porque unos se exilaron en vida y Cristina sólo eligió una pausa discreta hasta que el calor se repliegue. Pero todos dejaron de ser lo que habían sido. Aunque, obvio, las cuestiones identificatorias se observan con más nitidez en la sustancia, sobre todo en un Gobierno cuyos integrantes retozaban alegres, distraídos, confiados en que la hada madrina los exculpaba y protegía de cualquier sandez. Pero al quedar Ella desguarnecida, a los otros les cuesta vivir en la intemperie: son muchos años de buena vida, revolucionarios declarados que se volvieron gordos.

Quienes se fueron (o fueron echados) protestan. No esconden las palabras, se molestan con los sucesores. Hace un año, Juan Manuel Abal Medina –con escaramuzas en las calles pero sin víctimas– sostenía que “la Argentina nunca estuvo mejor”. ¿Ahora se perdió esa espléndida condición por el advenimiento de Jorge Capitanich en su lugar de jefe de Gabinete?. Desde su ostracismo barrial, a su vez, Guillermo Moreno despotrica con la sucesión económica sin mencionar a la mandataria que la produjo, se detiene en funcionarios apartados (particular inquina le profesa a Mercedes Marcó del Pont) o en aquellos que supieron aguardar para reemplazarlo en el corazón de la viuda, como Axel Kicillof. Más vocifera, claro, contra los “poderes concentrados” (el sistema financiero, entre otros) al cual le atribuyó intencionalidad manifiesta para removerlo y, ahora, le atribuye el mismo empeño para colaborar con Kicillof y, en particular, con el titular del Banco Central, Juan Carlos Fábrega. Al hombre del BCRA no lo ruboriza esa imputación, mientras que el silencioso ministro se desentiende de agravios o elogios –finalmente, también él fue parte principal de lo que pasó–, si todo va mejor, tomemos Coca Cola. Por lo tanto, ya no se trata de negar los pagos y pagar, de exigir cobrar cuando en realidad se va a pagar, sino también de subir las tasas en parte como sugiere la ortodoxia o devaluar aceleradamente porque a paso lento los antropófagos te alcanzan.

A quienes hasta hace un mes se acusaba de traidores (industriales, campo) por presuntos inspiradores de la devaluación, en pocos días serán de nuevo reservorio de la República: la identidad, en ocasiones, cambia con el tipo de cambio. Por no hablar de conceder precios a las empresas, reconocer entonces la inflación desatada, y castigar inevitablemente los salarios formales porque son los más altos de la región y en la Argentina se produce con menor eficacia que otros países de la zona. Una canción inextinguible y tal vez cierta. Si hasta se le puede reconocer al dólar lo que es del dólar, su valor, lo que podría facilitar por ejemplo a que Vale Do Rio Doce vuelva al país –en rigor ya hay un equipo brasileño trabajando en ese sentido en Buenos Aires– y rehabilite su formidable proyecto para explotar potasio. Es decir, que entre dólares y pueda sacar dólares.

Cuesta, por lo tanto, hilvanar el “relato” económico, no hay usina intelectual que lo justifique después de 10 años y sin reconocer un fracaso. Ni un amanuense voluntario para estos menesteres de la pluma. Aun para una esgrimista como la Presidenta, para colmo asediada por herencias personales que tal vez no hubiera deseado pero que jamás rechazó. Está como algún empresario que rodeó a su difunto marido u otro de la celosa inmediatez de Mauricio Macri, ambos distinguidos por un destino común: crecieron junto a ellos, son poderosos, inalcanzables, pero tienen múltiples intervenciones en el corazón. Como se sabe, vale un Perú la libra de carne. En el caso de Ella, y más allá de lo que luego pueda determinar la Justicia –jamás aceptada como ejemplo de Derecho, cualquiera sea el veredicto–, las desprolijidades del empresario Lázaro Báez en su relación con la familia iluminadas por el periodista Hugo Alconada Mon han logrado perforar cierta integridad presidencial, al extremo de generar comunicados insalvables aun en el inminente Día de los Inocentes.

Por si no alcanzara este clima agobiante, otros que prometen partir del Gobierno sin desearlo generaron un alud de razonables observaciones por el forzado ascenso del general Milani, quien debía imaginarse a salvo de cualquier embestida por haber atravesado tres veces las instancias del Senado (y las complicidades consecuentes). Como si alcanzar las palmas fuera lo mismo que pilotear todo el Ejército, como si en todo este período –además de tutearse con Cristina y ser recibido en su círculo como nadie antes– no hubiera exhibido una habilidad poco castrense para navegar en la suma del poder. De ahí, quizás, el silencio hospital.


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