El silencio
presidencial expone la pobreza argumental de funcionarios, después de una
década de gestión.
Por Roberto García |
Por transición, malventura, incompetencia o disociaciones,
nunca el kirchnerismo como ahora tropezó con tantos problemas de identidad. La
Presidenta, inclusive, parece otra. Quizás porque se niega al don de la palabra
en público, aquella condición que, además de hacerla famosa en el Senado, luego
caracterizó su doble mandato.
Y si por momentos en el pasado se volvió
innecesaria tamaña apelación a su destreza oral –tanta persistencia hasta
provocó deserción en quienes la escuchaban–, ahora el voto de silencio se
vuelve casi sospechoso.
Como si no tuviera mucho por decir, por explicar, como
si Ella misma estuviese atragantada con los cambios que impuso y alimentara un
Vesubio interior. Como si determinados acontecimientos penosos le amargaran las
Fiestas justo cuando disipaba temores sobre su salud personal. Llegó el pésame
junto con la Gracia, difícil convivencia.
La identidad también son las formas, sea en los políticos o
en las estrellas. Charles de Gaulle nunca dejó de ser De Gaulle por el retiro
elegido en Colombey des Eglises, ni Greta Garbo “la Garbo” por escapar de la
luz o la pantalla. Incomparables ejemplos, quizás, porque unos se exilaron en
vida y Cristina sólo eligió una pausa discreta hasta que el calor se repliegue.
Pero todos dejaron de ser lo que habían sido. Aunque, obvio, las cuestiones
identificatorias se observan con más nitidez en la sustancia, sobre todo en un
Gobierno cuyos integrantes retozaban alegres, distraídos, confiados en que la
hada madrina los exculpaba y protegía de cualquier sandez. Pero al quedar Ella
desguarnecida, a los otros les cuesta vivir en la intemperie: son muchos años
de buena vida, revolucionarios declarados que se volvieron gordos.
Quienes se fueron (o fueron echados) protestan. No esconden
las palabras, se molestan con los sucesores. Hace un año, Juan Manuel Abal
Medina –con escaramuzas en las calles pero sin víctimas– sostenía que “la
Argentina nunca estuvo mejor”. ¿Ahora se perdió esa espléndida condición por el
advenimiento de Jorge Capitanich en su lugar de jefe de Gabinete?. Desde su
ostracismo barrial, a su vez, Guillermo Moreno despotrica con la sucesión
económica sin mencionar a la mandataria que la produjo, se detiene en
funcionarios apartados (particular inquina le profesa a Mercedes Marcó del
Pont) o en aquellos que supieron aguardar para reemplazarlo en el corazón de la
viuda, como Axel Kicillof. Más vocifera, claro, contra los “poderes
concentrados” (el sistema financiero, entre otros) al cual le atribuyó
intencionalidad manifiesta para removerlo y, ahora, le atribuye el mismo empeño
para colaborar con Kicillof y, en particular, con el titular del Banco Central,
Juan Carlos Fábrega. Al hombre del BCRA no lo ruboriza esa imputación, mientras
que el silencioso ministro se desentiende de agravios o elogios –finalmente,
también él fue parte principal de lo que pasó–, si todo va mejor, tomemos Coca
Cola. Por lo tanto, ya no se trata de negar los pagos y pagar, de exigir cobrar
cuando en realidad se va a pagar, sino también de subir las tasas en parte como
sugiere la ortodoxia o devaluar aceleradamente porque a paso lento los
antropófagos te alcanzan.
A quienes hasta hace un mes se acusaba de traidores
(industriales, campo) por presuntos inspiradores de la devaluación, en pocos
días serán de nuevo reservorio de la República: la identidad, en ocasiones,
cambia con el tipo de cambio. Por no hablar de conceder precios a las empresas,
reconocer entonces la inflación desatada, y castigar inevitablemente los
salarios formales porque son los más altos de la región y en la Argentina se
produce con menor eficacia que otros países de la zona. Una canción inextinguible
y tal vez cierta. Si hasta se le puede reconocer al dólar lo que es del dólar,
su valor, lo que podría facilitar por ejemplo a que Vale Do Rio Doce vuelva al
país –en rigor ya hay un equipo brasileño trabajando en ese sentido en Buenos
Aires– y rehabilite su formidable proyecto para explotar potasio. Es decir, que
entre dólares y pueda sacar dólares.
Cuesta, por lo tanto, hilvanar el “relato” económico, no hay
usina intelectual que lo justifique después de 10 años y sin reconocer un
fracaso. Ni un amanuense voluntario para estos menesteres de la pluma. Aun para
una esgrimista como la Presidenta, para colmo asediada por herencias personales
que tal vez no hubiera deseado pero que jamás rechazó. Está como algún
empresario que rodeó a su difunto marido u otro de la celosa inmediatez de
Mauricio Macri, ambos distinguidos por un destino común: crecieron junto a
ellos, son poderosos, inalcanzables, pero tienen múltiples intervenciones en el
corazón. Como se sabe, vale un Perú la libra de carne. En el caso de Ella, y
más allá de lo que luego pueda determinar la Justicia –jamás aceptada como
ejemplo de Derecho, cualquiera sea el veredicto–, las desprolijidades del
empresario Lázaro Báez en su relación con la familia iluminadas por el
periodista Hugo Alconada Mon han logrado perforar cierta integridad
presidencial, al extremo de generar comunicados insalvables aun en el inminente
Día de los Inocentes.
Por si no alcanzara este clima agobiante, otros que prometen
partir del Gobierno sin desearlo generaron un alud de razonables observaciones
por el forzado ascenso del general Milani, quien debía imaginarse a salvo de
cualquier embestida por haber atravesado tres veces las instancias del Senado
(y las complicidades consecuentes). Como si alcanzar las palmas fuera lo mismo
que pilotear todo el Ejército, como si en todo este período –además de tutearse
con Cristina y ser recibido en su círculo como nadie antes– no hubiera exhibido
una habilidad poco castrense para navegar en la suma del poder. De ahí, quizás,
el silencio hospital.
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