Por Roberto García |
Contra lo que se
quiere instalar, Cristina delega poco: impone, manda y grita, como siempre. En
quiénes confía más y el bluf Capitanich.
Bien de la cabeza y el corazón, Ella igual se recluye.
Parece que no estuviera al frente del Gobierno, que delegó en otros, que sólo
se reserva apariciones espasmódicas para la foto o algún discurso. Para muchos,
ese doble de cuerpo, geminiano, que permanece en Olivos y en ocasiones viaja a
la Casa Rosada “se fue” en alguna medida del cargo, distraída por intereses
cotidianos o menesteres familiares.
Casi se forja una leyenda con ese
aislamiento funcional, raro institucionalmente. Sin embargo, en verdad Cristina
actúa como una “presidenta en las sombras”: no se muestra pero sigue atenta a
los detalles de los ministerios, disponiendo, recortando, imponiendo, mandando
mensajes, gritando. Incluso a los favoritos. Poco y nada ha cambiado en su
corte, sí tal vez para el público, que no imaginaba estos hábitos de relojería
suiza de antaño, cuando los muñequitos de los relojes de pared se quedaban en
su guarida si venía el mal tiempo.
En todo caso, si se reconocen cambios habrá que aceptar una
nueva distribución de roles, ciertos premios, una escala de responsabilidades
que concede para “no cerrar la ventana del todo”, como siempre recomendaba
Néstor (cuestión que olvidó especialmente en estos dos últimos años de
mandato). También la dama padece una doble ausencia: la del compañero que
instruía y auxiliaba en momentos de crisis como los actuales, y en la pérdida
de una causa individual que la motivaba: la re-reelección no fue solamente una
argucia política para mantener unida a la tropa oficialista, además era una
utopía y un incentivo físico para Ella. Hoy se nota, como siempre, más cuando
algo falta.
Mantiene Carlos Zannini la confianza en el esquema de poder,
se reporta obsesivo a Cristina, opera –se atreve a decir como novedad
“nosotros” o “nuestra” política, casi una elevación de rango autoproclamada–
aunque no siempre consagra sus sugerencias. Hay otros dos que alcanzaron un
nivel semejante al del consejero legal, casi más hereditario en términos
políticos: Axel Kicillof y Wado de Pedro, esa transfusión de sangre juvenil y
energía que la mandataria busca en La Cámpora. Kicillof estableció dos mesas o
equipos de trabajo para los temas económicos y financieros, aún con escasa
eficacia, pero dispone en ese rubro de más autoridad que el jefe de Gabinete,
Jorge Capitanich (incluso cuentan que Ella ya dirimió al respecto luego de
alguna colisión). Tan elegido es Kicillof para ese rango que más de un colega
se le rindió, caso Julio De Vido, quien lo confiesa a pesar de las reyertas
pasadas: nadie como él para conocer los deseos de Cristina.
En paralelo, el economista expande su influencia, ocupa más
áreas, designa funcionarios propios y, más feliz que Bergoglio en el Vaticano,
hasta se ha vuelto receptivo a propuestas que antes rechazaba (patético resulta
recordar su proceder con la expropiación de Repsol el año pasado y la
negociación actual) y, desde su vanagloria característica, concede que “los
temas políticos son del Coqui”. Cuando sabe que, también en las sombras, para
Ella hay un personaje superior para tratar esos temas: De Pedro, un silencioso
tenaz al que la mandataria acude en forma constante y a quien le encarga misiones
discretas y variadas.
Otro par de ascendidos en la cúpula son, curiosamente,
militares: Sergio Berni y César Milani. Uno, médico, que se cargó al ministro
Arturo Puricelli por desavenencias, impuso a una especialista en catástrofes y
asistencia con colchones en su lugar (Cecilia Rodríguez), al tiempo que
manifiesta obediencia debida a cualquier orden política. Se advirtió en el caso
del vandalismo en Córdoba, cuando antes que Capitanich dijo –repitiendo el
mensaje de Olivos– que si el gobernador no pedía asistencia, el gobierno
nacional se abstendría de ayudarlo. Varió luego: sostuvo que enviaban dos mil
efectivos de Gendarmería cuando, en rigor, el Gobierno sólo dispone de tres
aviones para este tipo de traslado (90 efectivos por traslado, 270 en total) y
no más de 45 hombres pueden subir a un ómnibus contratado. Nadie sabe siquiera
si contrataron diez micros.
Preocupa esta falta de organización oficial, sobre todo
frente a grupos no sólo disolventes de izquierda. Luego de la experiencia de la
última huelga de Gendarmería en la Capital, las protestas en las fuerzas
llamadas “del orden” se han sofisticado: ya no tienen voceros como aquel que
luego fue cesanteado (en todo caso, los representa un abogado), las proclamas
públicas no las hacen ellos sino sus esposas (para no ser excluidos del
trabajo) y tampoco muestran sus armas durante las ocupaciones. Así no les
imputan amotinamiento.
El otro uniformado con vara alta, Milani, logró en
apariencia que no le reprochen haberse formado en el Ejército argentino ni,
mucho menos, haber atravesado los denominados años de plomo bajo el imperativo
de Jorge Rafael Videla: hasta lo bendijo Hebe de Bonafini con fotografía y
reportaje incluidos. Alguna llegada especial tiene con la Presidenta para
obtener esas muestras de afecto (hay que añadir el propósito cristinista, por
ahora incumplido, de que el Senado lo convalide como jefe del Ejército),
también para que el jefe militar, con un presupuesto más holgado que el de su
predecesor de los cuadros (el retirado Bendini, en juicio oral por acusaciones
de manejo turbio de fondos públicos), proponga el ascenso de veinte coroneles a
generales (ni en tiempos del Proceso se permitían esos saltos burocráticos),
reivindique a algunos oficiales perseguidos en su momento por Nilda Garré y
hasta se permita ofrecer la instalación de una guarnición en el Chaco para
aventar el ingreso de la droga, tarea no precisamente prevista en la ley.
Zannini, Kicillof, De Pedro, Berni y Milani son el quinteto
operativo preferido de la “presidenta en las sombras”, el círculo rojo del
poder si uno se atiene a la fraseología de Mauricio Macri. Por encima, claro,
del jefe de Gabinete, a quien no consultaron por la designación de la nueva
ministra, someten a la jerarquía económica de Kicillof y le hicieron mudar su
inicial determinación por ayudar al gobierno de Córdoba ante la oleada de
saqueos. Justo a él, que llegó presuntamente al cargo como representante de
otros gobernadores, de los intereses de las provincias olvidadas. Hace poco
Eduardo Duhalde arriesgó: “Lo importante de Capitanich es que no se dejará
arrear, que renunciará si no le gusta algo”. Parece que, de nuevo, Duhalde se
equivocó.
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