Por James Neilson (*) |
La más extraña de las
grietas argentinas es la que separa a CFK del país que efectivamente existe.
De todas las muchas grietas argentinas, la más extraña es la
que separa a Cristina del país que efectivamente existe. Vive en otra
dimensión. Aún maneja las palancas del poder, pero las mueve de manera tan
excéntrica que no producen los resultados previstos.
Voluntarista por vocación, la Presidenta parece haberse convencido de que, siempre y cuando se aferre a su propia versión de la realidad, el resto del universo terminará haciéndola suya.
Voluntarista por vocación, la Presidenta parece haberse convencido de que, siempre y cuando se aferre a su propia versión de la realidad, el resto del universo terminará haciéndola suya.
Entre los peronistas, el aislamiento psíquico de Cristina es
motivo de desconcierto. Temen que el destino político de la señora se parezca a
aquel de otro gran recaudador de votos, Carlos Menem, que, luego de disfrutar
de su propia década ganada, resultó ser presa fácil de abogados decididos a
forzarlo a rendir cuentas ante la Justicia. La mayoría lo abandonó a su suerte.
Por estar tanto en juego, pocos vacilarían en dejar que Cristina se cocinara en
su propia salsa.
Cristina se aisló por orgullo y porque pudo; en una sociedad
caudillista, nunca faltan los dispuestos a ponerse al servicio de una persona
poderosa que está en condiciones de repartir favores entre los presuntamente
leales. Para mantenerse bien alejada de quienes no comparten sus prejuicios,
pronto se las arregló para rodearse de obsecuentes que nunca soñarían con
aconsejarle no dejarse cegar por ellos. Es por dicha razón que, con escasas
excepciones, los funcionarios del Gobierno nacional han sido tan penosamente
mediocres.
En este ámbito tan importante, muy poco ha cambiado. Aunque
cuesta creer que políticos tan experimentados, y tan ambiciosos, como el
chaqueño Jorge Capitanich tomen en serio todas las fantasías conspirativas
presidenciales, por motivos que podrían calificarse de pragmáticos se sienten
obligados a complacerle, de ahí las divagaciones del jefe de Gabinete acerca de
la amenaza planteada por “los vestigios de la dictadura” y aquellas
“corporaciones” siniestras que, nos advierte, estarían procurando asegurar el
fracaso del gobierno nacional y popular, cuando no de la democracia misma.
De estar en lo cierto Capitanich cuando da a entender que
los motines y los saqueos fueron obra de conjurados relacionados con la
dictadura de más de treinta años atrás, sería aún más difícil explicar la
negativa oficial a ayudar sin demora al gobernador José Manuel de la Sota
enviando contingentes de gendarmes a Córdoba, pero parecería que tales detalles
no le importan.
Para hacer frente a los motines policiales y los saqueos
multitudinarios que los acompañaron, los kirchneristas están intentando
incorporarlos al “relato” oficial, una maniobra que a su juicio les permitirá
aprovechar los desmanes en beneficio propio al atribuirlos a sus enemigos. No
quieren reconocer que diez años de populismo rencoroso habrán servido para
crear condiciones propicias para un estallido de salvajismo que podría
repetirse, en escala aún mayor, en cualquier momento.
¿Tiene razón el ex presidente interino Eduardo Duhalde
cuando dice que “los saqueos de arriba genera saqueos abajo”? Puede que la
relación entre lo que hacen quienes mandan y el comportamiento de los demás sea
indirecta, lo que es una suerte –caso contrario el país sería un infierno–,
pero no cabe duda de que, andando el tiempo, el código de valores de los
gobernantes incide en aquel de buena parte de la población.
La corrupción insolente de funcionarios que se sienten
impunes, combinada con la prédica de propagandistas oficiales persuadidos de
que la militancia política entraña el derecho a mofarse de la legalidad
burguesa, ha contribuido mucho al clima anímico imperante. Sería poco razonable
esperar que los habitantes de un país dominado por personajes considerados
fabulosamente corruptos respetaran las mismas normas que los finlandeses o
neocelandeses. En todas partes importa la ejemplaridad: no basta que la mujer
de César sea honesta, también tiene que parecerlo.
El ejemplo brindado por Cristina dista de ser edificante. Es
de suponer que al festejar el trigésimo aniversario del reencuentro con la
democracia bailando con personajes de la farándula local y batiendo un tambor
mientras moría más de una docena de compatriotas y millones se atrincheraban
aterrorizadas en sus hogares por miedo a ser atacados por hordas de
delincuentes, Cristina imaginaba que el espectáculo la ayudaría a robustecer
tanto su propia autoridad como su compromiso con la gente joven.
Se equivocaba, claro está. Para todos salvo los
incondicionales, el contraste entre el jolgorio oficial protagonizado por la
Presidenta y la tragedia que estaba viviendo un país que, para su horror,
acababa de verse en el espejo, fue demasiado cruel. A menos que Cristina tenga
mucha suerte, aquel episodio nada feliz permanecerá como una metáfora perfecta
de su gestión.
En el mundo binario de Cristina, todo es maravillosamente
sencillo: el país ha sido condenado a elegir entre ella y una dictadura
militar. Puede hacer lo que se le antoje porque su gobierno jamás cometerá los
mismos crímenes que el régimen castrense. Quienes la critican son, lo entiendan
o no, golpistas, ya que están despejando el camino de regreso para los milicos
y sus aliados civiles.
Para los ultra-K, estos golpistas fantasmagóricos cumplen un
papel esencial. Les brindan un pretexto para comparar su propia conducta no con
la de gobernantes más racionales y más respetuosos de las normas democráticas,
sino con la barbarie del Proceso. Por lo demás, puesto que el Gobierno tiene
que concentrarse en la lucha contra “los vestigios de la dictadura”, sería
injusto pedirle intentar solucionar problemas menos urgentes como los supuestos
por la inflación desbocada, la brecha creciente entre el gasto público y los recursos
financieros disponibles, el déficit energético, la educación en caída libre y
la sensación ya generalizada de que “el modelo” está por desintegrarse, con
consecuencias dolorosísimas para buena parte de la población del país.
Por fortuna, a pesar de los esfuerzos de los kirchneristas
por resucitarlo, el golpismo se niega a salir de la tumba en la que yace desde
hace un par de décadas. Así y todo, puede entenderse la nostalgia que sienten
Cristina y sus íntimos por épocas en que combatir el poder fáctico militar era
prioritario. Es una cosa oponerse a una dictadura brutal, aunque sólo fuera
anímicamente y en retrospectiva; es otra muy distinta, y mucho más complicada,
gobernar con eficacia un país que se ha atrasado tanto como la Argentina.
No solo los kirchneristas, sino también otros peronistas,
radicales, izquierdistas y muchos que se suponen progresistas se han
acostumbrado a atribuir todas las deficiencias nacionales a la malignidad de
sus enemigos particulares; militares, conservadores, oligarcas, “neoliberales”,
los agentes de una sinarquía cosmopolita y así, largamente, por el estilo.
Parecen estar mucho más interesados en el pasado que en el presente.
Coinciden con los “revisionistas” en que la Argentina es el
país víctima por antonomasia.
Tanta autocompasión por parte de los políticos es
comprensible: no les convendría que la ciudadanía atribuyera el estado
lamentable del país a las deficiencias de una proporción notable de los
miembros de la clase política permanente. Con todo, sería mejor que se quejaran
menos por lo sucedido en el pasado que, al fin y al cabo, no podrán modificar,
y que hicieran un esfuerzo mayor por enfrentar los desafíos planteados por la
actualidad.
Por algunos días, pareció que Cristina, consciente de que
corría peligro su propia salud y alarmada por los nubarrones que cubrían el
horizonte económico, había optado por distanciarse del quehacer gubernamental
cotidiano, dejándolo en manos de Capitanich, pero no pudo ser. Además de
creerse imprescindible, la Presidenta entiende que, desprovista del poder que
necesitará para mantener a raya a sus muchos enemigos, no llegará indemne a
finales de 2015. Está a la defensiva, batiéndose en retirada.
Irónicamente, a esta altura su arma más potente no es “la
lealtad” de la servidumbre o el fervor de los soldados de La Cámpora sino la
voluntad mayoritaria de respetar por una vez la Constitución nacional y
permitirle seguir desempeñándose como Presidenta hasta el 10 de diciembre de
2015.
Para alcanzar tal objetivo, no le sería preciso derrotar a
aquellos golpistas misteriosos que pueblan la imaginación oficialista. Le sería
más que suficiente frenar la inflación sin ajustar demasiado ni dejar de
repartir subsidios cuantiosos entre quienes dependen de ellos, congraciarse con
miembros de la clase media que de otro modo participarían de cacerolazos
ruidosos, impedir que haya muchos saqueos en el conurbano bonaerense y, por
supuesto, desactivar la investigación de casos que, como los relacionados con
las actividades del empresario patagónico Lázaro Báez, le significarían una
serie de juicios políticos si la Argentina fuera un “país normal”. Por ser
cuestión de desafíos tan imponentes, es natural que Cristina haya preferido
enclaustrarse en su propio mundo aunque, mal que le pese, no se trata de una
opción realista.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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