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domingo, 15 de diciembre de 2013

Estudiar o educar

Por Tomás Abraham (*)

Estudiar y recibir una educación no es lo mismo. A veces es lo contrario. Estudiar puede convertirse en una actividad necesaria para resistir al proceso educativo.

El estudio no deriva de un canon ni de un procedimiento regulado que prescribe las etapas de una formación disciplinaria. Aprender es una experiencia personal imposible de imitar. Tampoco se transmite aquello que se aprende como si se fuera propietario de un producto terminado.

Estudiar no reúne en un espacio compartido a un ignorante y a un sabio, sino a dos ignorantes en cuestiones diferentes. El maestro, o el profesor, muestra el modo en que trabaja su ignorancia, cómo la recorre, el modo en que la disfruta o el efecto que le produce. No hay razón alguna para que se muestre autosuficiente o seguro de su erudición. Esa postura de un supuesto saber consolidado esteriliza las mentes, tanto la del depositario de la información como la del receptor de la misma.

La ignorancia consciente de sí provoca una inquietud persistente conocida con el nombre de “curiosidad”. Una de las cualidades que puede transmitir un enseñante es su insatisfacción. Su búsqueda permanente, la interrogación irrestricta sobre los conocimientos adquiridos, la necesidad que tiene de confrontar puntos de vista y de incitar al debate, su asombro ante las novedades del mundo, sus ganas de vivir.

Si no tiene nada de lo que acabo de mencionar, poco puede hacer para aportar algo de valor a los otros ya que nada se aporta a sí mismo.

Estudiar es una experiencia vital que se comparte. A pesar de ser una experiencia personal no se la lleva a cabo solo. Se estudia con libros y textos que han escrito otros. Se estudia en espacios diseñados a tal fin, escuelas, universidades, institutos. Estudiamos entre alumnos y maestros. Ponemos en práctica la ignorancia activa que pregunta el porqué, la que no se satisface con el enunciado de una autoridad y busca una verdad.

Estudiamos porque necesitamos trabajar para expandir nuestra mente y descubrir el mundo. Estudiar es un oficio. Tiene todas las exigencias de cualquier artesanía. Es una tarea productiva. Estudiar no es sólo leer o calcular, sino activar las distintas formas de nuestra sensibilidad para producir algo que no somos nosotros y que nos permite hacernos a nosotros mismos como proyecto inconcluso.

Estudiar nos saca de nuestra identidad recibida y de la que nos venden cada día. Es una barrera resistente al aluvión consumista. Pero también nos autoriza a descreer de las verdades y de los bienes patrióticos abusados para legitimar el poder de turno.

Nos permite decir que “no” sabiendo por qué. Estudiar es una manifestación guerrera. Nos curte en el arte de la lidia, del combate ante los obstáculos, nos templa ante los desafíos. Nos arma contra la acción corrosiva e implacable del tiempo que se muestra infinito, ilimitado, repetitivo, cuya consecuencia de no ser de alguna manera domado es el aburrimiento y la resignación.

Estudiar nos hace productivos, lo que nos ahorra la necesidad de querer ser felices a la manera extática de un goce sin altibajos o de un sistema inmunológico que nos ahorra cualquier infortunio.

Estudiar nos permite conocer tanto la frustración como el esfuerzo por superarla, lo que nos vuelve más generosos y tolerantes con virtudes y defectos tanto propios como ajenos.

Estudiar es una ética de la voluntad.

Y además, estudiar es un problema.

La adolescencia. Aquí comienza el apartado conocido con el nombre de educación. Se estima que hay alrededor de 800 mil docentes en el país. Es una fuerza gremial gigantesca. Sus reivindicaciones son las del cualquier gremio y las que ejerce todo poder de esa magnitud. Las luchas internas hegemonizan su acción. Los temas del ausentismo, la calidad laboral, los resultados, los sueldos y las condiciones de trabajo son materia de discusión diaria. Se trata de un problema político, sin duda, además de ser cuestiones históricas y tradiciones culturales. Mover un elefante con una mano no es más difícil que cambiar los engranajes y el rumbo de una burocracia de esta magnitud que como tal se reproduce a sí misma.

Se dice que en estos años se ha incluido a cientos de miles de menores de edad al aparato escolar y que poco se puede pretender en términos de calidad en un tiempo tan exiguo. Pero la tendencia no parece avalar que el tiempo juegue a favor de una mejora educativa.

El problema no son la escuela primaria ni la universidad, sino lo que está en el medio, es decir la adolescencia en la enseñanza media. No porque los dos extremos del proceso educativo no necesiten forjarse metas más ambiciosas que su performance actual, sin duda que las necesitan, sino porque desde los 13 hasta los 18 años hay algo así como una tierra de nadie.

Pedagogos bienintencionados y con ánimo auténtico de pensar el problema han dicho que la brecha generacional no es colmable desde la enseñanza. Desde este punto de vista, un profesor no puede captar la atención del alumnado con la puesta en escena de su pasión, de su vocación y de su entrega al estudio. Por lo que todo lo que dije en un principio de esta disertación sería inútil.

Ninguna oferta desde el educador llega al alumno sin una demanda previa. Si no hay demanda, repiten, no hay recepción. Los pibes hacen la suya y viven su vida mientras el maestro tira sus botellas al mar.

Sin embargo, lejos de proveer así una visión pesimista, señalan que los adolescentes tienen sus modos de buscar información, sus conocimientos tecnológicos a los que acceden con una facilidad que supera a la de cualquier enseñante, y que de alguna manera pueden hacer caso omiso de la función profesoral para abrir los surcos de la vida en el camino a la adultez.

Filósofos respetables de edad avanzada abren su corazón a las nuevas generaciones a las que les reconocen las habilidades del pulgar sobre la tecla y los beneficios de la dispersión. Así lo hace Michel Serres en su libro Pulgarcita. Pero otros se enojan ante la misma realidad a la que condenan por una fábrica de cretinos, como lo señala Jean Paul Brighelli.

En conclusión, la escuela secundaria, ya fuere por las nuevas tecnologías o por cambios culturales, ha dejado de tener sentido.
La verdad es que no tengo ni fuerzas ni argumentos para refutar esta afirmación. Reconozco mi fracaso. No tengo elementos para la réplica ni convicciones para ofrecer alternativas. Puede ser que las cosas sean como se dice.

Esta idea de un mercado en el que la demanda posibilita la oferta puede ser real o verdadera. Pero ni me gusta ni me atrae. Nos convierte a los maestros en seres pasivos, individuos en estado latente, culpables por haber trabajado.

Dicotiledónea. Creo que es una buena medida admitir un fracaso. No seremos la primera generación de docentes en haber fracasado. Fracasaron con nosotros en la década del 60. Mis profesores de la secundaria me hablaban de asuntos que no me interesaban para nada. Las palabra dicotiledónea, como Yan Tsé o Nefertiti no me decían más que una marca de medicamentos. La pasión de la profesora de Literatura por Tirso de Molina me resultaba una excentricidad de una señora en función gramatical.

¿Por qué no podemos fracasar nosotros ante chicos de 15 años? ¿Por qué debemos interesarlos?

Pero entonces ¿qué hacer? Nada. Nada más que lo que hacemos. En cuanto a mí, quizás por razones de edad, no concibo adaptarme a los nuevos tiempos. No me dan ganas de seguir los consejos de los políticos de la educación, quienes dicen que antes de enseñar una materia hay que escuchar a los alumnos, acercarnos a ellos. Todo eso me parece una ideología legitimadora de todo tipo de mediocridades y facilismos. Fruto de un afán de pendeviejo por ser un profesor admirado y encantador a la manera de un Robin Williams en películas edulcoradas. Creo que en estos años se ha inculcado una ideología derrotista y mezquina en nombre de derechos, poderes falsos, y una demagogia felizmente compartida.

Ideología pedagogista que oficia de policía educativa que habla de educar en lugar de enseñar; que se olvida de la palabra “aprender” porque así como enseñar exige esfuerzo y actualización; que hace del alumno el centro de la escena y que lo invita a expresarse para hacer de la clase un pasatiempo de una ideología neorrousseauniana, caritativa y conductista; que cree que la escuela debe ser un ecualizador social y que se escuda en la pobreza para nivelar para abajo; o que hace de la educación una coartada para justificar explotación, marginación y miseria vital que nada tiene que ver con ella; que se place en la renuncia al pensamiento encarnado en el trincherismo binario: trabajo o juego; divertirse o aburrirse; profesión o vocación; ciudadanía o mercado; meritocrático o inclusivo.

En lugar de hablar de derechos y deberes, podríamos decirles a los jóvenes que ayuden a los profesores que aún quieren enseñar su materia, que compartan su esfuerzo por transmitirles algo que creen importante, colaborar para dignificar su oficio, por no dejarlo solo dependiendo de un carisma personal o de la demagogia ante la total indiferencia de la sociedad.

Pero no, es tanto más fácil rendirse, y resignarse a que los que ingresan al profesorado lo hacen sin ganas, para asegurarse un sueldo mínimo y un puesto cómodo; y que los adolescentes están en otra cosa, y que la escuela sólo tiene sentido si se muestra la injusticia del mundo neoliberal y la esperanza de la patria grande y de los héroes y mártires de un panteón montado por todo tipo de manipuladores.

Es tanto más fácil plegarse a las tomas de los colegios, ir de la mano con los hijos para sumar indignados a la televisión que reforzar la concepción de un mundo que engaña, que destruye, en el que la tarea de edificación de un ladrillo sobre otro es un mito de Sísifo.

Repetir como si eso fuera una muestra de juventud el lema de la esclerosis troskista que dice que ser bueno en un mundo malo hace del mundo algo peor.

La palabra “ideología” ha transitado por los mismos canales que otras palabras cuando están en manos de ciertos personajes. Lo mismo ha pasado con los derechos humanos.

El problema es que la ideología no es una representación del mundo que guía nuestra conducta como si fuéramos entes racionales programados de acuerdo con valores. La ideología no tiene otra función que la de un placebo que decora nuestros intereses. Es moralina confitada de la peor manera y a la vez un aparato de censura.

Por mi parte, mientras viva en el mundo y no me retire a una cueva para esperar la muerte, si la salud me acompaña, no tengo más remedio que estudiar, y buscar prójimos a quienes mis estudios interesen.

No veo otra forma de hacerlo que exigiendo atención, no abdicar de la lucha contra la pereza, sumar voluntades en lugar de subordinar inteligencias, generar pasiones, comprometerse en la acción y en la palabra con la tarea, inventar y descubrir mundos.

Me excusarán de que no hable de sociedad de conocimiento, de que la educación es lo único que nos saca de la pobreza y del atraso, si es mejor subsidiar la demanda de escolaridad que financiar la oferta, si es mejor la descentralización comunitaria o la estatización tradicional, y de otras cosas igualmente aplastantes. La vida continúa

Texto leído en las jornadas La hora educativa, organizadas por el Cippec en la Biblioteca Nacional.

(*) Filósofo. www.tomasabraham.com.ar

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