Por Jorge Fernández Díaz |
Uno no debe esperar mucho de la Argentina. Es por eso que un
buen deseo navideño, un sueño modesto aunque también esperanzador, podría
consistir en lo siguiente: "Que por favor el kirchnerismo entregue en
tiempo y en forma el país tal y como lo recibió, y no peor". Se nos puede
achacar ironía, resignación cristiana o un cierto pesimismo; queremos creer que
el retroceso del PBI no llegará a tanto.
Pero la verdad es que no todo depende
de una mirada economicista y que, a esta altura del desaguisado, nos
conformamos con muy poco.
Algunas imágenes de esta semana nos recordaron viejas
combustiones. A veces parece que estuviéramos viviendo una descomposición
radical dentro de un gobierno peronista. Nunca, en estos treinta años de
democracia moderna, el peronismo había sufrido en carne propia los crueles
latigazos de una brusca licuación del poder. Se trata de una experiencia
novedosa para el movimiento que fundó Juan Perón, cuyos dirigentes hicieron
todo lo posible por encarnar la fuerza mítica de la gobernabilidad, y sobre
todo para que sus rivales pagaran siempre la cuenta y salieran chamuscados. A
Raúl Alfonsín le hicieron catorce paros y miles de zancadillas, y a De la Rúa
le entregaron una prolija bomba de tiempo. Los radicales tampoco fueron ajenos
al desastre: ninguno de los dos tuvo la pericia como para operar en serio sobre
las finanzas, y ambos subestimaron la dinámica del polvorín social. No estamos
en vísperas de una hiperinflación alfonsinista ni de un crac estilo 2001, cada
crisis tiene sus propias formas, cada accidente macroeconómico se ajusta a su
circunstancia, pero lo cierto es que el gobierno de Cristina Kirchner se ha
convertido en una fábrica incansable de billetes pintados y alarmantes
torpezas. Marcha a los tumbos, barranca abajo. Perdió en pocos meses dos
elecciones, el control económico, la autoridad política y la calle. Pulsa la
botonera y la realidad no le responde. Cree haber descubierto una manera de
forzar la nave sin que reviente la caldera, pero vuelan por el aire los
remaches del casco: este año terminará con un rojo de 120.000 millones de pesos
y una inflación que rondará el 32%; las reservas caen a velocidad de miedo, el
cepo cierra toda chance de inversión, el ahorro se volvió una tontería, los
precios de la canasta alimentaria se dispararon y la Asignación Universal por
Hijo apenas supera los 400 pesos.
La Presidenta, que busca con desesperación mostrarse en su
antiguo rol de invicta y poderosa, tiene una estrategia de negación mediática:
con el perro bolivariano negó tácitamente haber perdido en las urnas y con
Moria Casán negó el descontrol nacional que su propia administración había
provocado. Fue un momento lacerante: bailar la conga en el VIP de una fiesta
mientras la nación ardía. Dicho sea de paso, ¿se habrá acordado Cristina de
aquella frase antológica de su nueva compañera? "A mí de chica me gustaba
Perón porque era un hombre enamorado de Mussolini y de Hitler -celebró la
señora Casán-. ¡Era un superfacho!" La Televisión Pública, por orden de la
Jefatura de Gabinete, se la comió cruda en aquel entonces. Pero ya se sabe: si
te convertís al kirchnerismo el pasado prescribe de inmediato. Tanto, que hasta
podés compartir cartel con los próceres del "progresismo" y ser una
de las caras ejemplares del festejo por la democracia.
Pero donde el espíritu negador se volvió aún más preocupante
fue en la caracterización presidencial. Para empezar, Cristina denunció una
sedición, mientras les aumentaba el sueldo a los sediciosos. Y, en segundo
término, encapsuló el problema en la policía, negando de ese modo la
pauperización abismal que el modelo agujereado les inflige a los sectores más
vulnerables y también el entramado mafioso que se consolidó durante esta
"década ganada" entre funcionarios, uniformados, punteros, narcos,
delincuentes, barra bravas y pobres de extrema necesidad. "La policía no
puede organizar la delincuencia para robar a gente y comercios", escribió
la jefa del Estado en su cuenta de Twitter. En verdad, la policía demostró que
sí puede hacerlo, y que el debilitado gobierno nacional es impotente frente a
esa simple maniobra. Pero también se detectó en medio de esos tumultos a los
otros personajes de la trama. En Tucumán, por ejemplo, se vieron a punteros del
peronismo manejando los saqueos. Los duques de la marginalidad no tienen
ninguna identidad ideológica ni partidaria. Tantos años de clientelismo los
transformó en feroces mercenarios y en chantajistas a repetición. Presionaron
hace un mes para arrear votos cautivos, y ahora, desde la vereda de enfrente,
presionan para que los vecinos de sus barriadas no los pasen por arriba y
consigan por la fuerza lo que no les dan por derecho: un aguinaldo en especies,
"expropiado" a comerciantes y ciudadanos pacíficos. Muchas personas
sugirieron que esos robos eran sofisticados y que no se relacionaban con el
hambre. A los menesterosos sin nada que perder, un televisor para reventa les
cotiza más que una canasta de turrones. Ya lo decía Marx: "No interesa el
valor de uso, sino el valor de cambio".
En esos segmentos, los planes limosna adormecieron la
cultura del trabajo y la reemplazaron por la cultura del apriete. Y los
caciques territoriales no han sido ajenos a esa transición. Las presiones, los
desmanes, las transgresiones a la ley han contado con la inestimable ayuda de
los abolicionistas del derecho, letrados que con su doctrina de mano fofa van
incluso más allá del garantismo: son ellos quienes han logrado instalar entre
los lúmpenes la convicción de que no pasa nada. Se empezó por no criminalizar
la protesta y se pasó a no criminalizar la extorsión. Además, los infractores
tienen siempre de su lado a las autoridades de esos inframundos de la miseria,
que son algunos intendentes, punteros y comisarios: tranquilos muchachos, están
a buen resguardo, el jefe los protege y los saca.
A este infame sistema clientelar se unieron los narcos, en
forma de pymes y también de importantes redes de exportación que dejan en el
país cocaína a modo de peaje. La silenciosa penetración en la política, las
fuerzas de seguridad y las villas alcanza niveles sin precedente, y los
expertos internacionales temen que se haya tornado ya un fenómeno irreversible:
nuestro país es ideal por su ineficacia en la prevención, por la corrupción de
sus dirigentes y por la debilidad de sus instituciones. El peronismo, salvo
honrosas excepciones, hizo poco y nada por combatir la deshonestidad policial.
Tampoco para detener el avance de los narcos. No logró disminuir la pobreza
estructural y se sirvió del sistema de punteros y afines para aceitar su propia
maquinaria. Todos los actores de los saqueos son de esta manera hijos de esa
asociación perversa que los engendró. Con un agravante: un gobierno en el calvario
del despoder es mucho más fácil de apretar. Cuando el dinero fluye entre los
clientes, la hinchazón baja. Pero cuando la caja se seca, el volcán entra en
erupción. Sin medir consecuencias. Un monstruo que se devora incluso a sus
propios padres.
A las gruesas fallas en el manejo del conflicto, las fallas
de un Estado exhausto y la connivencia con este aparato depravado se suma una
insólita falta de cohesión nacional, una atomización destructiva y nueva
alumbrada por los múltiples credos de la división. Durante los ensañamientos de
la Plaza de la República, alguien trepó a un mástil, se robó la bandera de
todos y dejó en su lugar un emblema de Boca. Pensemos detenidamente todo lo que
esto significa.
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