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domingo, 15 de diciembre de 2013

El peronismo, ante una inédita licuación de poder

Por Jorge Fernández Díaz
Uno no debe esperar mucho de la Argentina. Es por eso que un buen deseo navideño, un sueño modesto aunque también esperanzador, podría consistir en lo siguiente: "Que por favor el kirchnerismo entregue en tiempo y en forma el país tal y como lo recibió, y no peor". Se nos puede achacar ironía, resignación cristiana o un cierto pesimismo; queremos creer que el retroceso del PBI no llegará a tanto. 

Pero la verdad es que no todo depende de una mirada economicista y que, a esta altura del desaguisado, nos conformamos con muy poco.

Algunas imágenes de esta semana nos recordaron viejas combustiones. A veces parece que estuviéramos viviendo una descomposición radical dentro de un gobierno peronista. Nunca, en estos treinta años de democracia moderna, el peronismo había sufrido en carne propia los crueles latigazos de una brusca licuación del poder. Se trata de una experiencia novedosa para el movimiento que fundó Juan Perón, cuyos dirigentes hicieron todo lo posible por encarnar la fuerza mítica de la gobernabilidad, y sobre todo para que sus rivales pagaran siempre la cuenta y salieran chamuscados. A Raúl Alfonsín le hicieron catorce paros y miles de zancadillas, y a De la Rúa le entregaron una prolija bomba de tiempo. Los radicales tampoco fueron ajenos al desastre: ninguno de los dos tuvo la pericia como para operar en serio sobre las finanzas, y ambos subestimaron la dinámica del polvorín social. No estamos en vísperas de una hiperinflación alfonsinista ni de un crac estilo 2001, cada crisis tiene sus propias formas, cada accidente macroeconómico se ajusta a su circunstancia, pero lo cierto es que el gobierno de Cristina Kirchner se ha convertido en una fábrica incansable de billetes pintados y alarmantes torpezas. Marcha a los tumbos, barranca abajo. Perdió en pocos meses dos elecciones, el control económico, la autoridad política y la calle. Pulsa la botonera y la realidad no le responde. Cree haber descubierto una manera de forzar la nave sin que reviente la caldera, pero vuelan por el aire los remaches del casco: este año terminará con un rojo de 120.000 millones de pesos y una inflación que rondará el 32%; las reservas caen a velocidad de miedo, el cepo cierra toda chance de inversión, el ahorro se volvió una tontería, los precios de la canasta alimentaria se dispararon y la Asignación Universal por Hijo apenas supera los 400 pesos.

La Presidenta, que busca con desesperación mostrarse en su antiguo rol de invicta y poderosa, tiene una estrategia de negación mediática: con el perro bolivariano negó tácitamente haber perdido en las urnas y con Moria Casán negó el descontrol nacional que su propia administración había provocado. Fue un momento lacerante: bailar la conga en el VIP de una fiesta mientras la nación ardía. Dicho sea de paso, ¿se habrá acordado Cristina de aquella frase antológica de su nueva compañera? "A mí de chica me gustaba Perón porque era un hombre enamorado de Mussolini y de Hitler -celebró la señora Casán-. ¡Era un superfacho!" La Televisión Pública, por orden de la Jefatura de Gabinete, se la comió cruda en aquel entonces. Pero ya se sabe: si te convertís al kirchnerismo el pasado prescribe de inmediato. Tanto, que hasta podés compartir cartel con los próceres del "progresismo" y ser una de las caras ejemplares del festejo por la democracia.

Pero donde el espíritu negador se volvió aún más preocupante fue en la caracterización presidencial. Para empezar, Cristina denunció una sedición, mientras les aumentaba el sueldo a los sediciosos. Y, en segundo término, encapsuló el problema en la policía, negando de ese modo la pauperización abismal que el modelo agujereado les inflige a los sectores más vulnerables y también el entramado mafioso que se consolidó durante esta "década ganada" entre funcionarios, uniformados, punteros, narcos, delincuentes, barra bravas y pobres de extrema necesidad. "La policía no puede organizar la delincuencia para robar a gente y comercios", escribió la jefa del Estado en su cuenta de Twitter. En verdad, la policía demostró que sí puede hacerlo, y que el debilitado gobierno nacional es impotente frente a esa simple maniobra. Pero también se detectó en medio de esos tumultos a los otros personajes de la trama. En Tucumán, por ejemplo, se vieron a punteros del peronismo manejando los saqueos. Los duques de la marginalidad no tienen ninguna identidad ideológica ni partidaria. Tantos años de clientelismo los transformó en feroces mercenarios y en chantajistas a repetición. Presionaron hace un mes para arrear votos cautivos, y ahora, desde la vereda de enfrente, presionan para que los vecinos de sus barriadas no los pasen por arriba y consigan por la fuerza lo que no les dan por derecho: un aguinaldo en especies, "expropiado" a comerciantes y ciudadanos pacíficos. Muchas personas sugirieron que esos robos eran sofisticados y que no se relacionaban con el hambre. A los menesterosos sin nada que perder, un televisor para reventa les cotiza más que una canasta de turrones. Ya lo decía Marx: "No interesa el valor de uso, sino el valor de cambio".

En esos segmentos, los planes limosna adormecieron la cultura del trabajo y la reemplazaron por la cultura del apriete. Y los caciques territoriales no han sido ajenos a esa transición. Las presiones, los desmanes, las transgresiones a la ley han contado con la inestimable ayuda de los abolicionistas del derecho, letrados que con su doctrina de mano fofa van incluso más allá del garantismo: son ellos quienes han logrado instalar entre los lúmpenes la convicción de que no pasa nada. Se empezó por no criminalizar la protesta y se pasó a no criminalizar la extorsión. Además, los infractores tienen siempre de su lado a las autoridades de esos inframundos de la miseria, que son algunos intendentes, punteros y comisarios: tranquilos muchachos, están a buen resguardo, el jefe los protege y los saca.

A este infame sistema clientelar se unieron los narcos, en forma de pymes y también de importantes redes de exportación que dejan en el país cocaína a modo de peaje. La silenciosa penetración en la política, las fuerzas de seguridad y las villas alcanza niveles sin precedente, y los expertos internacionales temen que se haya tornado ya un fenómeno irreversible: nuestro país es ideal por su ineficacia en la prevención, por la corrupción de sus dirigentes y por la debilidad de sus instituciones. El peronismo, salvo honrosas excepciones, hizo poco y nada por combatir la deshonestidad policial. Tampoco para detener el avance de los narcos. No logró disminuir la pobreza estructural y se sirvió del sistema de punteros y afines para aceitar su propia maquinaria. Todos los actores de los saqueos son de esta manera hijos de esa asociación perversa que los engendró. Con un agravante: un gobierno en el calvario del despoder es mucho más fácil de apretar. Cuando el dinero fluye entre los clientes, la hinchazón baja. Pero cuando la caja se seca, el volcán entra en erupción. Sin medir consecuencias. Un monstruo que se devora incluso a sus propios padres.

A las gruesas fallas en el manejo del conflicto, las fallas de un Estado exhausto y la connivencia con este aparato depravado se suma una insólita falta de cohesión nacional, una atomización destructiva y nueva alumbrada por los múltiples credos de la división. Durante los ensañamientos de la Plaza de la República, alguien trepó a un mástil, se robó la bandera de todos y dejó en su lugar un emblema de Boca. Pensemos detenidamente todo lo que esto significa.

© La Nación

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