Por Jorge Fernández Díaz |
Era una radiante mañana de sábado y un batallón de soldados
argentinos marchaba por el playón al ritmo de una canción de Xuxa. Ese
surrealismo blindado acontecía, durante los años noventa, en el mismo cuartel
de Palermo Viejo donde parte de mi generación había hecho la conscripción, allá
por las lejanas épocas de la dictadura militar y bajo el mando galvanizador del
general Antonio Domingo Bussi. Nunca más habíamos traspuesto esos límites y
veredas sombrías, y ahora lo hacíamos con nuestros hijos, de paseo y en calidad
de curiosos visitantes.
Menem había dispuesto que se realizara una muestra
abierta al público para "reconciliar a la sociedad con el ejército",
y entonces el área del Comando del Primer Cuerpo y del Regimiento I de
Patricios se había convertido en una gigantesca kermesse. Padres que hacían
cola para que sus hijos se deslizaran por el aire con un arnés de paracaidista
o para que treparan a los tanques y a los Unimogs. Oficiales que parecían
relacionistas públicos y que mostraban en tiendas de campaña el uso de las
armas y la cartografía. Cabos que le vendían a cualquier vecino chaquetas,
birretes, borceguíes, bayonetas y otros souvenirs de aquel verdadero outlet
bélico. Y un disc jockey que cambiaba de vez en cuando a Xuxa por los Rolling
Stones.
Menem había decidido, por la vía del ahogo presupuestario,
desmantelar los últimos vestigios del poder militar. Refiere Máximo Badaró, en
su flamante ensayo "Historias del ejército argentino", que ya en 1993
las Fuerzas Armadas "presentaban un cuadro de desmovilización y desarme de
hecho que implicaba una fuerte reducción en su tamaño, la desactivación de su
capacidad militar y la caída en el nivel de formación y adiestramiento de sus
cuadros". Recuerdo que cuando entré con mi hija en el antiguo Casino de
Oficiales, durante aquella "fiesta de la alegría" noventista, observé
que efectivos en traje de neoprene y snorkel subían a los chicos a pequeñas
balsas de goma y los remolcaban con una cuerda marinera por la pileta de
natación. Le pregunté a un sargento mayor si aquellos hombres rana eran
soldados rasos. "No, señor, son un cuerpo de elite -me respondió con
cansancio moral-. Son nuestros buzos tácticos". Sonaba en ese momento una
canción del capitán Piluso. Y tuve la certeza de que nuestro país no tenía
destino. Había pasado sin escalas del militarismo a la caricatura, y de la
omnipotencia militar a la humillación. Ahora renunciábamos, en nuestro frívolo
péndulo de siempre, a lo que cualquier nación jamás renunciaría: a tener
fuerzas armadas robustas y profesionalizadas. Lo contrario de una necedad puede
ser una estupidez.
Desde entonces hasta hoy mismo los militares democráticos y
honestos han hecho lo que podían: se adaptaron a las vacas flacas, lidiaron con
el estigma y la indiferencia general y perfeccionaron sus conocimientos
técnicos. Todo este período tuvo, a pesar de esos graves errores, la virtud de
dinamitar el perfil de las Fuerzas Armadas como factor político. Hace varios
lustros que dejaron de serlo. Nadie podía imaginar que el peronismo, que las
había reducido a la modestia, las devolvería a la arena partidaria. Y mucho
menos este peronismo que actúa en nombre de una cierta progresía. La llegada de
César Milani al Estado Mayor General ha logrado que, tras años de sana
profesionalidad, regresen los almuerzos y cenas políticas a los regimientos. En
nombre de una idea que ya era vieja en los años cincuenta -el ejército
nacionalista con operatividad social-, un jefe irradia la ideología de la
facción que gobierna. Busca consolidar así un ejército que se guíe por la
lógica del Frente para la Victoria.
En el cristinismo aseveran que a quienes cuestionan a este
general por sus relaciones con la dictadura militar y con el espionaje interno,
en verdad lo que más les preocupa es precisamente esta
"repolitización". Es cierto: el nuevo jefe militar puesto por la
Presidenta podría no tener ningún antecedente represivo y podría incluso
pertenecer al arma de Ingenieros, y aún así su gestión sería potencialmente
peligrosa por muchas razones. Una sola: porque jugando con fuego tal vez el
Gobierno logre, sin querer, resucitar con esta acción el desaparecido partido
militar, que tantas jaquecas trajo a la democracia argentina.
Sería cruelmente irónico que fueran justo estos dirigentes
quienes obtengan semejante resultado. Aunque esta clase de contrasentidos
combinan perfectamente con el drama profundo de quienes gobiernan. El
kirchnerismo se ha vuelto un cuento fantástico. Parece la alegoría borgeana de
un hombre que decide luchar denodadamente contra otro, demoliendo sus valores e
ideas. Hasta que diez años después se asoma de pronto a un espejo y descubre
con horror que se ha transformado inopinadamente en su enemigo. A odia a B, le
da batalla encarnizada durante una década, y al final se convierte en lo que
combatía.
Es interesante pensar qué hubiera sucedido si el 25 de mayo
de 2003 les hubieran dicho a los militantes que ese gobierno terminaría
paradójicamente destruyendo el prestigio de Estela de Carlotto . Que anularía
los organismos de control, toleraría la corrupción política, condicionaría a
los jueces independientes, destrozaría la regla de los superávits gemelos,
descuidaría las reservas, crearía un corralito para el dólar, alentaría la
inflación, le metería mano a la caja de los jubilados para sostener el gasto
corriente, conviviría con la convulsión social y practicaría una inédita
gestión unitaria. Este último punto crucial es analizado por Juan Llach en su
libro Federales & Unitarios en el Siglo XXI. Allí el sociólogo y economista
explica que el kirchnerismo puso en marcha un insolente "federalismo de
amigos", que consiste en sacarles recursos a todos, para luego poner en
fila a los gobernadores con el objetivo claro de premiar a los mansos y
castigar a los díscolos. Si Menem hubiera tenido este instrumento de dominación
habría podido extorsionar a Néstor Kirchner para que le pusiera un bozal a su
esposa, que no se cansaba de lanzar rayos y centellas de última hora contra el
riojano, su reciente ex jefe político.
La desgracia de emprender una guerra contra las creencias de
un rival ideológico y luego, en el arqueo y balance, descubrir con sorpresa que
se realizó lo que se odiaba, tiene dos ejemplos dolorosos. El primero se
relaciona con la desigualdad, que según un estudio bastante benigno de la UCA
se incrementó en los últimos ocho años: hay por lo menos diez millones de
pobres en la Argentina. Y es una pobreza severa, amasada durante una década de
viento de cola y dispendio.
El segundo tema se vincula con el Estado, que el
kirchnerismo vino a reivindicar. Tener una dialéctica favorable a la
administración pública y bastardearla con una ineficacia manifiesta implica
hacerles el peor de los favores a los ideales de origen. Es tan grande la
orfandad que sienten los ciudadanos frente a un Estado bobo, ausente, gastador
y sospechoso que el kirchnerismo acabará provocando una fobia antiestatal. Así
como Menem con su mala praxis se cargó las bondades de lo privado, Cristina
puede hundir para siempre las cualidades de lo público.
El peronismo, queriendo ser a la vez el veneno y el
antídoto, no puede disculparse de estas demoliciones fluctuantes. La misma
frivolidad inescrupulosa que antes mandó marchar a los soldados descafeinados
bajo las canciones de Xuxa, hoy manda a los oficiales de alta graduación a
aprenderse de memoria la apócrifa y triste lección del relato.
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