Por Natalio Botana |
Con el telón de fondo de los saqueos, rebeliones policiales,
crimen organizado, violencia asesina de las barras bravas del futbol, ruptura
de los lazos sociales y pérdida de vidas humanas, no faltan voces que
proclaman, ante semejante concurso de signos destructivos, el derrumbe del
Estado. El Estado, aclaremos, en su triple dimensión: nacional, provincial y
municipal.
En verdad, más que un derrumbe, experimentamos en estos días
una reproducción de crisis, con mayor o menor intensidad según las circunstancias,
lo suficientemente efectiva para arrojar el saldo de una frustrante privación
de bienes públicos en el contexto de persistentes desigualdades.
En los
sectores excluidos, de padres a hijos, el ciclo vital de la existencia coincide
con un ciclo histórico de declinación. La Argentina, en efecto, sigue cayendo,
y cuando ese hecho se disimula los datos en que tal maniobra pretende
sustentarse provienen, en cuanto por caso a la brecha de ingresos, del engaño
institucionalizado del Indec.
Para colmo esa caída se inscribe en el marco del proyecto
esperanzado, que acaba de cumplir 30 años, de la democracia republicana. El
sentimiento de decadencia tiene, por consiguiente, tantos efectos dañinos como
las causas que lo producen. Mientras el poder en las alturas sobrevive
prisionero de sus propios encubrimientos, del temor a que se rasgue el velo
judicial sobre actos corruptos y de la negación de la realidad, la falta de
apego a las normas penetra en los intersticios de la sociedad despreciando la
ley e introduciendo la violencia como instrumento normalizado para dirimir
conflictos y hasta rivalidades deportivas.
Estos rasgos típicos de la anomia son los de una sociedad
que ha sustituido la violencia política, afortunadamente superada, por la
violencia social. Frente a tantas corrupciones, barbarie en lugar de diálogos
cívicos, explotación de los miserables y pasiones en pugna, las
interpretaciones en boga corren el riesgo de abandonar el imperativo más
necesario en esta hora, que no es otro que el de la razón pública aplicada a
resolver problemas y a despejar el horizonte de la crisis.
¿Por dónde empezar, por consiguiente, en esta turbulenta
escena? Ante todo es preciso reconocer lo principal y alentar a las
oposiciones, si el oficialismo sigue empantanado en sus errores, a que ofrezcan
al país un camino de reconstrucción. Este camino, obviamente, es abrupto y
plagado de obstáculos porque la lección más terminante que se desprende de los
acontecimientos de las últimas semanas es que la Argentina está involucionando
otra vez, después de agitarse en torno a palabreríos y fabricación de relatos,
hacia el punto crítico de la malformación fiscal del Estado y del correlato de
esta carencia, que se cifra en el desfinanciamiento de las provincias.
Triple ineptitud, por tanto: para distribuir recursos, para
gastar e invertir y para controlar internamente los resortes del Estado.
Durante años, las dirigencias provinciales y nacionales dejaron de lado el
deber de construir el cimiento de las relaciones estatales con la materia prima
de policías educadas, bien pagas y sujetas a criterios meritocráticos.
Oscilamos así entre la represión autoritaria de antaño y la licencia del
presente. Debido a esta defección permanecemos instalados en la política de lo
peor hasta el punto de no saber quien es el delincuente: si el que delinque
fuera de la ley o aquel que lo hace tras el uniforme de las agencias que
deberían prevenir y hacer cumplir dichas leyes. En el atentado al gobernador de
la provincia de Santa Fe, valga el ejemplo, participaron dos policías.
Esta última -la que se genera desde la entraña del Estado en
la forma de dinero y agresiones criminales- es la corrupción más destructiva,
pues sustrae del Estado el monopolio de la violencia al transformarlo de
legítimo en ilegítimo. Frecuentemente, las policías no son vistas, según la
óptica habitual, como agentes del orden sino como vehículos del desorden. Este
es el pacto espurio que suele cundir entre nosotros: para apaciguar esa
corrupción se hace la vista gorda o se pacta con ella.
Así estamos, en vísperas de un cimbronazo en el
reordenamiento fiscal del régimen federal que, lamentablemente, anuncia más
emisión monetaria, un mayor desfinanciamiento del sistema de seguridad social
o, acaso, el vértigo del endeudamiento provincial a cualquier costo. Por
cierto, si bien hay aquí involucrados aspectos técnicos, sobre ellos está
planeando la ruptura del contrato de la ciudadanía fiscal: el quiebre del
principio básico sin el cual la democracia republicana padece de incapacidad e
insuficiencia para asignar bienes públicos.
Este contrato puede ser visto desde dos perspectivas: desde
el ángulo del ciudadano que paga impuestos y desde el ángulo de los gobernantes
-legisladores y ejecutores- que hacen debida distribución y uso de esa masa de
recursos. A mayor calidad en esa conversión entre los que se recibe y otorga,
menor posibilidad de que sobrevengan conflictos por parte de una ciudadanía
aquejada por sensación de impotencia y percepciones de despojo.
Este cuadro es acaso aleccionador por las contradicciones
que refleja. Por el lado de la captación de recursos, la presión fiscal creció
como nunca en la historia contemporánea del país. Muy diferente es, en cambio,
la otra cara de este proceso, que no atendió a los requerimientos de la coparticipación
federal y dilapidó esa bolsa de impuestos como el agua en la arena. En rigor,
derrocharon como nuevos ricos.
Merced a políticas de subsidios mal dirigidos en beneficio
de la megalópolis de la ciudad de Buenos Aires y del conurbano bonaerense, de
desinversión en energía y, en general, de inconsistencia en aplicar mecanismos
de control intraestatales para mejorar la calidad de las políticas públicas (el
caso más decepcionante al respecto es el de la educación pública, que produce
malos resultados con recursos crecientes), el contrato de la ciudadanía fiscal
se está deteriorando aceleradamente. La responsabilidad les cabe en
consecuencia a la administración del Estado y a las mayorías del régimen
representativo, que no han sabido responder a las expectativas ciudadanas.
De esta manera, después de haber intentado producir una
conciencia falsificada de la realidad, hemos vuelto a soportar el desafío de
las cuestiones que estallaban con furia hace más de diez años. Al modo de una
caricatura del eterno retorno, hoy nos asaltan, aunque con menor virulencia, la
cuestión fiscal, la cuestión monetaria, ahora erosionada por la inflación, y la
cuestión que atañe a la fragmentación del sistema de partidos. Estos nudos
resistentes nos advierten que la Argentina no puede seguir girando alrededor de
asuntos cruciales no resueltos.
Por trayectos diferentes, dirimiendo las justificaciones de
lo que pasa mediante relatos antagónicos, siempre regresa nuestra inveterada
propensión a inclinar hacia abajo el plano de la historia. Las oposiciones
deben arrancar con ímpetu -hoy amanece con miedo a saqueos- para recrear las
condiciones que detengan este deterioro. Ofertas convincentes que rehabiliten
la ética pública, la disciplina fiscal, recuperen la moneda para combatir la
pobreza y pongan en buena forma al Estado. Sería deseable que el oficialismo
también lo haga porque el reverso de estas intenciones es conocido: consiste en
acentuar más la declinación.
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