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sábado, 28 de diciembre de 2013

Condena virtual

La absolución desnuda los intereses políticos que  hubo detrás de una causa más que polémica.

Por Roberto García
La causa parecía más vieja que el cubo de Rubik o el Attari. Finalmente culminó el juicio por los presuntos sobornos al Senado en tiempos de Fernando de la Rúa, por la meneada “tarjeta Banelco” (la que, por otra parte, tampoco existe más). A pesar del escándalo desplegado, ni una sanción del tribunal. Aunque, claro, ciertos imputados –elegidos no precisamente al azar– vivieron más de una década como repugnantes culpables. Y hoy, a pesar del favorable veredicto judicial, les cuesta todavía descolgarse de una condena virtual, la que muchos le han otorgado “por convicción” y no por pruebas, según la magistratura.

En ese plano del marketing, ganaron quienes mejor se presentaron ante los medios, los que operaron en ese rubro con más dedicación y esmero; pero, ante los estrados, esos mismos triunfadores perdieron por falta de evidencias, insolventes, por retrocesos obvios (como no atreverse, por ejemplo, a decir ante los jueces lo que habían dicho ante las cámaras de televisión), por desligarse del proceso mientras sus acusados se empeñaban todos los días en desmontar la escenografía que, ciertamente o no, les habían construido en su contra.

Basta leer el monumental edificio de presentaciones y alegatos para advertir estas observaciones, el patetismo de ciertos declarantes, descubrir que tanto Hugo Moyano como Héctor Recalde (quienes, por otra parte, en su momento casi avalan la controversial ley que más tarde repudiaron) se desentendían del incendio luego de haberlo provocado, que Carlos “Chacho” Alvarez y Mario Pontacuarto –entre otros connotados– no se animaron a precisar lo que habían insinuado y, en consecuencia, soportaron demoledoras exposiciones en su contra. Si hasta quien fue calificado como el gran artífice de la denuncia, el autor del anónimo que abrió las compuertas al estallido diciendo que los senadores habían cobrado una gratificación por sancionar la norma, cuestionó bajo juramento a quienes habían esparcido su documento.

Si se quiere reducir la cuestión, fue una batalla entre el superficial e inmediato universo mediático y el lento, engorroso y exasperante mundo judicial.

Demasiado simple la definición si uno –en el ejercicio por observar este pleito institucional que pudo derivar en la prisión de un ex presidente (De la Rúa), más la de un funcionario de entonces y representantes elegidos en democracia– no incorpora el ingrediente político que, al menos en dos ocasiones, en doble complot y bajo gobiernos diferentes, no sólo ensució la causa. También le impuso una dirección.

Quedan igual, al margen de la iniciación en el tema, preguntas sin responder al margen de la crematística ruta del dinero: ¿Cuál fue la razón por la cual el gobierno radical, si existió lo de las coimas, les pagó a sus propios hombres para votar la ley de flexibilización sindical? Es como si hoy la administración kirchnerista le tuviera que pagar a Kunkel, a Conti o a Pichetto para sacar una norma en el Congreso. O ¿por qué el peronismo entonces solo requirió remuneraciones en el Senado y no en Diputados para la aprobación, cámara por la que pasó el proyecto sin turbulencias? O, ya en el terreno de los porcentajes y repartos, ¿cómo se distribuyeron las cuotas entre senadores y funcionarios, ya que no se trataba de una presunta donación benéfica?. O ¿cómo sólo tres o cuatro imputados  se llevaban la parte del león que en apariencia le correspondía a todo el bloque?

El primer dato político comienza con el anónimo de las coimas, atribuido al senador Héctor Maya en las cercanías de Antonio Cafiero (otro senador de entonces), material del cual el entonces vicepresidente Alvarez hizo uso y algún abuso: entre otras “bombitas” que le explotaban curiosamente a De la Rúa (la palabra no pertenece al periodista), le apareció esta “bomba” que, según los relatos, le sirvió para dejar el gobierno y eventualmente lograr que cierta colectividad lo acompañara. Lamentablemente para él, sólo obtuvo la adhesión pública de un juez con moñito, amante de las carreras de autos, que lo fue a visitar a la casa antes del renunciamiento.

Insiste De la Rúa, como si supiera otras razones, que Alvarez no se fue del gobierno por la causa de los sobornos. Y alguna razón debe tener: meses después del escándalo, cuando Domingo Cavallo se incorporó a la administración en la última etapa, pretendía junto a otros soportes el regreso de Chacho al poder, esta vez como jefe de Gabinete, imposición que no prosperó en una antológica noche política de Olivos.

Por lo tanto, si su dimisión hubiese sido un problema moral, ésta no se habría extinguido en tan poco tiempo. Por el contrario, si uno cree en la versión desestabilizadora de su renuncia, su actitud se complementaba con la asistencia de un medio poderoso y una dirigente política de nota. Al respecto, quien conocía entonces en demasía a Alvarez, el ministro y luego jefe de Gabinete Alberto Flamarique dispone de material e información que hasta ahora no se ha permitido difundir. Quizás fuera un sutil aporte al esclarecimiento de los hechos, sobre todo si se tiene en cuenta la presentación que hizo su abogado en el juicio, una de las piezas de más notable contundencia contra el hoy embajador del kirchnerismo.

Se durmió el caso, vinieron más crisis, algunas sobrecogedoras. Y con el kirchnerismo, de pronto, apareció un revival de transparencia que propinó mandobles contra antecesores en la Casa Rosada, de Isabel Martínez a Carlos Menem, eventualmente con carpetazos contra Eduardo Duhalde y la causa de los sobornos contra De la Rúa. Algunos suponían que esas campañas le adicionaban porcentajes a un Gobierno menguado con solo 22% de los votos.

Más que negar una confabulación, surgen en este período el arrepentimiento repentino del empleado Pontacuarto con actos cometidos en el pasado, la efectiva divulgación del caso de las coimas en ciertos medios por la gracia de un empresario progresista, reuniones en la Casa Rosada, participación de ex allegados a Alvarez en la esfera oficial y la derivación del caso a la Justicia, a manos por sorteo o licitación del juez Daniel Rafecas, ascendido un poco antes y de quien el ex procurador Esteban  Righi nunca afirmó que fuera de su cercanía (al revés de otro promovido, claro).

El episodio mostraba un cambio: si en el menemismo hubo magistrados venales especializados en facilitar libertades –cuyo estrellato en la materia, sin embargo,  lo alcanzaron más tarde– el nuevo cariz judicial parecía apuntar a encontrar culpables que finalizaran en la cárcel por actos deshonrosos. Más política que dinero.

Pero además de De la Rúa y ciertos funcionarios radicales poco deseables para el Gobierno (Flamarique, De Santibañez), ¿la investigación de las coimas también involucraba a un número importante de senadores, algunos de confianza del nuevo poder? Casi con una tarea de cirujano, fueron apartados los más queridos y necesarios (hubo uno que dijo, suelto de cuerpo, que él había levantado la mano para acariciarse el mechón de cabello, no para votar a favor de la ley), quedó apenas un residuo mínimo, ni media docena, todos públicamente enemigos del oficialismo por razones diversas, de Alasino a Branda, de Tell a Constanzo. Por lo tanto, si la nueva operación se cerraba como indicaban las escrituras, a ciertos y determinados personajes los esperaban las rejas, mientras otros se disolvían en misiones de gobierno, dominaban provincias o manifestaban su voluntad de pertenecer al proyecto.

Pasó algún tiempo, políticamente hablando –al margen, claro, de lo que se presentaba o no ante los jueces–, alguien reflexionó sobre la inconveniente apertura de la puerta judicial al Diablo, un Satanás que no reconoce discriminaciones. Sean pasadas o futuras. Entonces, se amortiguó la naturaleza de la causa, casi nadie se interesó en su curso, incluido el periodismo, sólo el puñado de afectados acompañaba a sus abogados todas las semanas a informarse, comentar, inferir, devorando casi siempre una ensalada en platos de plástico en el comedor de los empleados de Comodoro Py. Hasta la última definición, que no encontró culpables ni coimas.

Muchos tienen razones y convicciones para denostar el fallo sin haber leído lo que en el proceso ocurrió, transfiriendo a los magistrados lo que ellos no supieron proveer.  Pero más que la historia judicial o la mediática, tal vez importe la intervención política en esta causa, esa suerte de doble complot que acompañó el proceso. Si hasta el propio Moyano, protagonista inicial al encender la llama de la Banelco, derivó sus conjeturas a ese ámbito: supone ahora que la determinación judicial obedece a un pacto entre radicales y peronistas para que en el futuro ningún otro presidente vaya preso.

Si uno lee sus livianas declaraciones ante los magistrados –al margen de sus graciosas impresiones sobre Recalde– podría pensar que, al comparecer, también él fue parte de ese pensamiento. Mientras el resto consumió lo que decían los diarios, cierto o no, y unos pocos litigaron ante la Justicia.

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