La absolución desnuda
los intereses políticos que hubo detrás
de una causa más que polémica.
Por Roberto García |
La causa parecía más vieja que el cubo de Rubik o el Attari.
Finalmente culminó el juicio por los presuntos sobornos al Senado en tiempos de
Fernando de la Rúa, por la meneada “tarjeta Banelco” (la que, por otra parte,
tampoco existe más). A pesar del escándalo desplegado, ni una sanción del
tribunal. Aunque, claro, ciertos imputados –elegidos no precisamente al azar–
vivieron más de una década como repugnantes culpables. Y hoy, a pesar del
favorable veredicto judicial, les cuesta todavía descolgarse de una condena
virtual, la que muchos le han otorgado “por convicción” y no por pruebas, según
la magistratura.
En ese plano del marketing, ganaron quienes mejor se
presentaron ante los medios, los que operaron en ese rubro con más dedicación y
esmero; pero, ante los estrados, esos mismos triunfadores perdieron por falta
de evidencias, insolventes, por retrocesos obvios (como no atreverse, por
ejemplo, a decir ante los jueces lo que habían dicho ante las cámaras de televisión),
por desligarse del proceso mientras sus acusados se empeñaban todos los días en
desmontar la escenografía que, ciertamente o no, les habían construido en su
contra.
Basta leer el monumental edificio de presentaciones y
alegatos para advertir estas observaciones, el patetismo de ciertos
declarantes, descubrir que tanto Hugo Moyano como Héctor Recalde (quienes, por
otra parte, en su momento casi avalan la controversial ley que más tarde
repudiaron) se desentendían del incendio luego de haberlo provocado, que Carlos
“Chacho” Alvarez y Mario Pontacuarto –entre otros connotados– no se animaron a
precisar lo que habían insinuado y, en consecuencia, soportaron demoledoras
exposiciones en su contra. Si hasta quien fue calificado como el gran artífice
de la denuncia, el autor del anónimo que abrió las compuertas al estallido
diciendo que los senadores habían cobrado una gratificación por sancionar la
norma, cuestionó bajo juramento a quienes habían esparcido su documento.
Si se quiere reducir la cuestión, fue una batalla entre el
superficial e inmediato universo mediático y el lento, engorroso y exasperante
mundo judicial.
Demasiado simple la definición si uno –en el ejercicio por
observar este pleito institucional que pudo derivar en la prisión de un ex presidente
(De la Rúa), más la de un funcionario de entonces y representantes elegidos en
democracia– no incorpora el ingrediente político que, al menos en dos
ocasiones, en doble complot y bajo gobiernos diferentes, no sólo ensució la
causa. También le impuso una dirección.
Quedan igual, al margen de la iniciación en el tema,
preguntas sin responder al margen de la crematística ruta del dinero: ¿Cuál fue
la razón por la cual el gobierno radical, si existió lo de las coimas, les pagó
a sus propios hombres para votar la ley de flexibilización sindical? Es como si
hoy la administración kirchnerista le tuviera que pagar a Kunkel, a Conti o a
Pichetto para sacar una norma en el Congreso. O ¿por qué el peronismo entonces
solo requirió remuneraciones en el Senado y no en Diputados para la aprobación,
cámara por la que pasó el proyecto sin turbulencias? O, ya en el terreno de los
porcentajes y repartos, ¿cómo se distribuyeron las cuotas entre senadores y
funcionarios, ya que no se trataba de una presunta donación benéfica?. O ¿cómo
sólo tres o cuatro imputados se llevaban
la parte del león que en apariencia le correspondía a todo el bloque?
El primer dato político comienza con el anónimo de las
coimas, atribuido al senador Héctor Maya en las cercanías de Antonio Cafiero
(otro senador de entonces), material del cual el entonces vicepresidente
Alvarez hizo uso y algún abuso: entre otras “bombitas” que le explotaban
curiosamente a De la Rúa (la palabra no pertenece al periodista), le apareció
esta “bomba” que, según los relatos, le sirvió para dejar el gobierno y
eventualmente lograr que cierta colectividad lo acompañara. Lamentablemente
para él, sólo obtuvo la adhesión pública de un juez con moñito, amante de las
carreras de autos, que lo fue a visitar a la casa antes del renunciamiento.
Insiste De la Rúa, como si supiera otras razones, que
Alvarez no se fue del gobierno por la causa de los sobornos. Y alguna razón
debe tener: meses después del escándalo, cuando Domingo Cavallo se incorporó a
la administración en la última etapa, pretendía junto a otros soportes el
regreso de Chacho al poder, esta vez como jefe de Gabinete, imposición que no
prosperó en una antológica noche política de Olivos.
Por lo tanto, si su dimisión hubiese sido un problema moral,
ésta no se habría extinguido en tan poco tiempo. Por el contrario, si uno cree
en la versión desestabilizadora de su renuncia, su actitud se complementaba con
la asistencia de un medio poderoso y una dirigente política de nota. Al
respecto, quien conocía entonces en demasía a Alvarez, el ministro y luego jefe
de Gabinete Alberto Flamarique dispone de material e información que hasta
ahora no se ha permitido difundir. Quizás fuera un sutil aporte al
esclarecimiento de los hechos, sobre todo si se tiene en cuenta la presentación
que hizo su abogado en el juicio, una de las piezas de más notable contundencia
contra el hoy embajador del kirchnerismo.
Se durmió el caso, vinieron más crisis, algunas
sobrecogedoras. Y con el kirchnerismo, de pronto, apareció un revival de
transparencia que propinó mandobles contra antecesores en la Casa Rosada, de
Isabel Martínez a Carlos Menem, eventualmente con carpetazos contra Eduardo
Duhalde y la causa de los sobornos contra De la Rúa. Algunos suponían que esas
campañas le adicionaban porcentajes a un Gobierno menguado con solo 22% de los
votos.
Más que negar una confabulación, surgen en este período el
arrepentimiento repentino del empleado Pontacuarto con actos cometidos en el
pasado, la efectiva divulgación del caso de las coimas en ciertos medios por la
gracia de un empresario progresista, reuniones en la Casa Rosada, participación
de ex allegados a Alvarez en la esfera oficial y la derivación del caso a la
Justicia, a manos por sorteo o licitación del juez Daniel Rafecas, ascendido un
poco antes y de quien el ex procurador Esteban
Righi nunca afirmó que fuera de su cercanía (al revés de otro promovido,
claro).
El episodio mostraba un cambio: si en el menemismo hubo
magistrados venales especializados en facilitar libertades –cuyo estrellato en
la materia, sin embargo, lo alcanzaron
más tarde– el nuevo cariz judicial parecía apuntar a encontrar culpables que
finalizaran en la cárcel por actos deshonrosos. Más política que dinero.
Pero además de De la Rúa y ciertos funcionarios radicales
poco deseables para el Gobierno (Flamarique, De Santibañez), ¿la investigación
de las coimas también involucraba a un número importante de senadores, algunos
de confianza del nuevo poder? Casi con una tarea de cirujano, fueron apartados
los más queridos y necesarios (hubo uno que dijo, suelto de cuerpo, que él
había levantado la mano para acariciarse el mechón de cabello, no para votar a
favor de la ley), quedó apenas un residuo mínimo, ni media docena, todos
públicamente enemigos del oficialismo por razones diversas, de Alasino a
Branda, de Tell a Constanzo. Por lo tanto, si la nueva operación se cerraba
como indicaban las escrituras, a ciertos y determinados personajes los
esperaban las rejas, mientras otros se disolvían en misiones de gobierno,
dominaban provincias o manifestaban su voluntad de pertenecer al proyecto.
Pasó algún tiempo, políticamente hablando –al margen, claro,
de lo que se presentaba o no ante los jueces–, alguien reflexionó sobre la
inconveniente apertura de la puerta judicial al Diablo, un Satanás que no
reconoce discriminaciones. Sean pasadas o futuras. Entonces, se amortiguó la
naturaleza de la causa, casi nadie se interesó en su curso, incluido el
periodismo, sólo el puñado de afectados acompañaba a sus abogados todas las
semanas a informarse, comentar, inferir, devorando casi siempre una ensalada en
platos de plástico en el comedor de los empleados de Comodoro Py. Hasta la
última definición, que no encontró culpables ni coimas.
Muchos tienen razones y convicciones para denostar el fallo
sin haber leído lo que en el proceso ocurrió, transfiriendo a los magistrados
lo que ellos no supieron proveer. Pero
más que la historia judicial o la mediática, tal vez importe la intervención
política en esta causa, esa suerte de doble complot que acompañó el proceso. Si
hasta el propio Moyano, protagonista inicial al encender la llama de la
Banelco, derivó sus conjeturas a ese ámbito: supone ahora que la determinación
judicial obedece a un pacto entre radicales y peronistas para que en el futuro
ningún otro presidente vaya preso.
Si uno lee sus livianas declaraciones ante los magistrados
–al margen de sus graciosas impresiones sobre Recalde– podría pensar que, al
comparecer, también él fue parte de ese pensamiento. Mientras el resto consumió
lo que decían los diarios, cierto o no, y unos pocos litigaron ante la
Justicia.
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