Por Gabriela Pousa |
Inevitablemente
en estas fechas, cuando pienso en el tiempo, siempre me viene a la memoria el
mismo poema de Borges y siento la certeza “de que a pesar de que somos la
gota en el río de Heráclito perdura algo en nosotros inmóvil”.
Sin embargo, hoy la única certeza insoslayable no es muy poética. Todo, hasta este final de año, parece estar ligado a la coyuntura, a la desazón de los ciudadanos, al asombro frente a lo obvio…
De
repente es como si la Argentina tuviese un almanaque propio. La fiesta
es para otros, puertas adentro hasta quienes están medianamente satisfechos
sienten obsceno un festejo. Hay demasiado sufrimiento. Parece que el
año ha terminado hace tiempo y no sólo el año, muchas cosas están o han
terminado.
Para
algunos fue necesaria la experiencia propia para entenderlo. Suele
suceder a un pueblo que hace tiempo se auto decretó ‘adolescente perpetuo’,
tener que vivir en carne propia el derrotero. Con luz aún se podía ver
algún horizonte por vago y distante que fuese. Paradójicamente o no, ahora, a
oscuras como estamos, se ve más claro. Tal horizonte apenas si estaba dibujado,
y con mal trazo.
Una
reciente reflexión de Rogelio Alaniz quizás explique mejor qué nos está
pasando. Él recordaba con acierto que para los historiadores el tiempo
histórico no coincide necesariamente con el cronológico. Y citaba a Eric
Hobsbawm, para quién “el siglo XIX se inició en 1789 con la Revolución
Francesa y concluyó en 1914 con el inicio de la Primera Guerra Mundial,
mientras que el siglo XX concluyó en 1989 con el derrumbe del Muro de Berlín,
por lo que el siglo XXI – para el historiador inglés – comenzó once años antes
de lo que dicta la cronología de los almanaques“.
Me
sirve esa anécdota para mi tesis de un final de año anticipado, y asimismo, un
comienzo de año adelantado. En ese sentido, es posible que Argentina
haya pasado por alto el 2014 y estemos en los albores de un 2015 donde decir
adiós al despropósito, a la ignominia, a la locura de una década desperdiciada
como nunca.
No
se trata de un golpe de Estado sino de un necesario juicio político, un
giro netamente democrático, tanto que hasta figura en la Constitución. Se ha
hecho un daño incalculable y no hay miras de que quienes tienen esa capacidad
de daño puedan repararlo. Todo estaba dado, y todo fue dilapidado. El mundo
a nuestras anchas para nada.
Crecimiento
a tasas chinas inaugurando una época donde la mentira fue la más excelsa
protagonista. Inversiones cuantiosas que jamás devinieron en obras, anuncios
grandilocuentes de insensateces. Promesas al viento, y un plan sistemático de
engaño que algún día deberá ser juzgado como otros actos igualmente titulados.
Muchos
hablan de cambios, transformaciones de los últimos años, circunstancias
novedosas acaecidas por los vaivenes de salud de Cristina, ministros nuevos que
derrapan, otros ineptos que se fueron, condiciones pocos propicias… Sin embargo,
nada de eso justifica lo que está sucediendo. Todo, absolutamente todo
se explica con un término: kirchnerismo, sin necesidad siquiera de eufemismos.
A
tal punto es así, que hasta el peronismo podría salir ileso de esta partida si
se acepta que los Kirchner llegaron a la Rosada sin más ideología que el
dinero. Convicciones que no pensaban dejar en la entrada. Y fue así.
Convencidos de hacer plata, de perpetuarse en el poder, de convertir al
gobierno en un kiosco de pocos, de enriquecerse hasta enloquecer.
Porque
enloquecer no es únicamente andar hablando sólo por la calle o deambular sin
saber dónde se va, o no reconocer al otro, enloquecer es sentir éxtasis frente
a una caja fuerte y, simultáneamente, no sentir nada frente a un indigente. Enloquecer
es confundir a los amigos con testaferros, que nos sirvan y no servirlos, y
dejar la vida por una codicia desmedida. Enloquecer es creerse eterno,
denostar los consejos médicos, despreciar la unción de los enfermos, y terminar
siendo apenas el hombre más rico de un cementerio.
Y enloquecer
también es, finalmente, ver el familiar muerto por todo ello y seguir, como si
nada, ese mismo ejemplo. Esa es pues la verdadera insania de la Presidente.
Lo demás podrán ser ‘achaques’ de un estrés coherente en quién detenta un cargo
ejecutivo, pero de ningún modo un mal que perjudica a todos, ajenos y propios.
Porque Cristina
contagia. Contagia bronca, contagia ese enloquecimiento que lleva a los vecinos
a pelearse entre ellos, que hace odiar al funcionario más allá de las
culpas o responsabilidades que pueda tener en un determinado suceso. Contagia
odio… Y ese odio se palpa e impide que Diciembre de 2013 sea vivido como un
final donde el brindis, las ganas y la alegría sean protagonistas .
La
jefe de Estado pareciera incluso contagiar la desidia que la caracteriza, y en
consecuencia, la oposición se derrite como velas. En la oscuridad no se
perciben diferencias. Ganar no gana nadie. Es imposible sacar provecho
del oprobio, es inútil buscar una ventaja cuando hay sangre derramada.
Porque
aunque no haya datos exactos ni estadísticas en los diarios, hay gente que –
directa o indirectamente -, está dejando la vida, no por enloquecerse como el
ex Presidente sino por esa otra locura contagiosa, que se cruza de
brazos en el sur de la República, y que siembra indiferencia, porfía y anomia.
Por
eso, es posible que para el mundo, el año termine el próximo 31. Es factible
también que para el resto, el 2014 comience el 1ro. Pero para Argentina
la cronología es distinta. El final llegó antes de tiempo, aunque el adiós a un
gobierno – que ya está muerto – se demore como sucede en esos sitios donde las
contingencias impiden que los entierros se lleven a cabo a término.
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