Si bien en el kirchnerismo son muchos los que envidian la
suerte de Cristina y habrían hecho cola para ser sometidos a una intervención
intracraneal con tal de no comerse el desenlace de la campaña electoral pasada,
lo cierto es que pocas cosas cambiaron sin ella.
Algunos analistas rellenan líneas con las situaciones que
deberá afrontar la Presi cuando retorne, y hacen hincapié en la inflación, la
inseguridad y los reclamos sociales, como si Cristina llevara en coma seis
años, o como si el aumento de precios, le epidemia de amigos de lo ajeno y la
imagen negativa del gobierno se hubieran disparado hace dos semanas.
Lo cierto es que, sin la Presi, no hay otro tema para
hablar, algo que debería ser reconocido como uno de los mayores logros del Gobierno:
demostrar que con o sin Cristina las cosas son igual de pedorras, pero que no
da igual. La inflación existe desde la devaluación del 7 de enero de 2002 y se
convirtió en problema serio a partir de 2007. La inseguridad es parte del
paisaje urbano desde hace tanto tiempo que pibes de veintipico nos preguntan si
crecimos en el campo cuando contamos que salíamos a andar en bicicleta, aunque
se tratara del Parque Chacabuco.
Este mes sin Cristina nos demostró que somos un país
aburrido, y no porque no pase nada, sino porque pasa lo mismo desde hace años y
nos acostumbramos. Sin la Presi, no quedó otra que hablar de la pasión por la
violencia verbal de Guillermo Moreno, de la fascinación de Aníbal Fernández por
provocar mintiendo al pedo, de las causas por corrupción, de la justicia
digitada, de la debacle del sistema penitenciario, del narcotráfico, de los
aprietes de la AFIP y del desastre ferroviario.
Si tenemos en cuenta que estamos en 2013 y lo más novedoso
es la Ley de Medios que arrastramos desde 2009, no queda otra que pensar que
somos un bodrio y que lo único que nos alegra la vida son las gansadas de
Cristina, que también las tenemos desde hace añares, pero que se renuevan y
superan en cada sesión de terapia televisada.
Por lo demás, este gobierno aburre y lo saben sus
funcionarios. Por eso buscan material para entretenernos, como si estuviéramos
de cumpleaños en un monoambiente contrafrente, sin alcohol, sin minas y sin
guita. Y entre todas esas cosas que aburren, está el delirio progre utilizado
para contentar a esa porción mínima de la sociedad que es capaz de colocar una
placa de desaparecido por terrorismo del Estado a un linyera que murió en un
hospital con atención médica gratuita en pleno siglo XXI.
Que lo digan referentes del progresismo, bueno, es lógico y
coherente con sus historias de aprovechar los recursos del sistema para
manifestar su insatisfacción permanente contra el sistema. Ahora, escuchar a
Amado Boudou dando sus lecciones de lealtad peronista o dándonos miedo de
volver a “aquellos años en los que cerraban empresas y quedaban personas en la
calle”, cuando el único negocio que manejó -fuera del gobierno, claro- lo
quebró, es demasiado. Y si atrás viene Agustín Rossi a informarnos que encontró
una serie de archivos confidenciales de la dictadura mientras buscaba unos
bizcochitos agridulces en la mesa de entradas, el combo es demoledor.
No fueron las listas negras lo que más me llamaron la
atención. Tampoco lo fueron la presencia de lo que queda de las Madres de Plaza
de Mayo ni lo poco dado a la lectura en voz alta que resultó ser el ministro de
Defensa. Lo que me sorprendió, y mucho, fue la poca memoria que tiene el
ciudadano promedio o lo poco que se leen los diarios a nivel político. Porque
presentar como hallazgo algo que salió en la tapa de Clarín hace diecisiete
años, es un lujo que no muchos mamertos pueden darse.
Podrían habérsela jugado y habilitar los archivos
clasificados de la Dictadura -ese que aún reclaman los luchadores por los
derechos humanos que no tranzaron con el gobierno- pero se conformaron con
contarnos que durante el Proceso estaban prohibidos algunos artistas.
Todo es parte de la contradicción de definirse como
progresista y atrasar cuarenta años. La radiofonía existe desde 1920 y la
televisión con fines comerciales camina desde 1930, pero el kirchnerismo los
reguló recién en 2009. Para el año 2072 se habrán dado cuenta que internet es
un arma poderosa y, desde alguna exposición soporífera nos contarán que a fines
de los ochentas había hiperinflación, que en Campo de Mayo existía gente que se
pintaba la cara fuera de carnaval y hasta quizás encuentren un archivo
ultraconfidencial en el que conste que en 1994 hubo una explosión en la que murieron
85 personas y que parecería haberse tratado de un atentado.
Lejos estoy de considerar a esta una gestión progre, aunque
me resultaría muy cómodo y fácil. Tildarlos de progres con la intención de
anular cualquier chance progresista a futuro amparados en los resultados de
esta experiencia, deja abierta una puerta peligrosísima: que venga un iluminado
a decir “estos no fueron verdaderamente progres, para eso estoy yo”. Ya
empiezan a aparecer, incluso, los que dicen ser progres, porque está de moda.
La moda progre fue impuesta por el kirchnerismo a pesar del
escaso caudal electoral de estos eternos aliados del que pueda ganar. Y lo
hicieron precisamente por eso, por la capacidad extrema que tienen para
sobrevivir en su discurso a pesar de todo. Les dieron la masificación,
levantaron sus estandartes y pusieron a su servicio al aparato más pateazurdos
que recuerde la democracia argentina: el justicialismo.
Progres espantados del peronismo bonarense, como Martín
Sabbatella, juraron nunca jamás pertenecer a nada que tenga como una de sus
patas al PJ. Pero como el tiempo todo lo puede, Martín se sumó a la legión de
exfuncionarios de la Alianza que hoy hacen los dedos en V mientras cantan que
son parte de la gloriosa Juventud Peronista. ¿Cómo no invitarlos e intentar
aprender de ellos, si del fracaso de la Alianza salieron inmunes?
La ausencia de Cristina nos recordó lo aburridos que son. No
es que Cristina no se meta con contradicciones tales como nacionalismo y patria
grande, pero al menos los cuela en una catarata de definiciones a refutar y nos
quita el tiempo -y las ganas- de meternos con la culpógena actitud de putear al
capitalismo por la pobreza desde la comodidad de un living en Recoleta.
El Congreso Iberoamericano de Revisionismo Histórico es un
ejemplo de los lindos. Un nutrido grupo de gerontes al pedo de la vida -y financiados
por nosotros- se reunieron la semana pasada para analizar qué onda con esas
definiciones que usan para currar. Así es que se juntaron un montón de
empleados públicos de distintos países latinoamericanos para hablar de la
patria grande latinoamericana y sus raíces culturales.
Estas eminencias -de quienes he leído y, realmente,
disfrutado varios libros- sostienen que la unidad lationamericana ocurrirá
cuando nos despojemos del colonialismo mental y aboguemos por la unidad
cultural entre los países. Incluso Jorge Coscia habló de latinoamericanismo
para luego pegarle a los apátridas. Porque no creemos en las fronteras
socialistas, pero somos nacionalistas frente al imperio. Todo esto resultaría
anecdótico y hasta simpático si atrás no estuviera el pedido expreso de cambiar
los programas escolares de historia.
No sé si lo hacen de aburridos o de pelotudos, pero hablar
de unidad cultural cuando pertenecemos a un país en el que no podemos mantener
una línea de costumbres entre Mataderos y Flores, es confesar que están
cobrando de mis impuestos más al pedo de lo que creía.
Vivo en un edificio de cuarenta departamentos. Veinticuatro
somos de apellido italiano, doce son de ascendencia española, uno polaco, dos alemanes
y uno armenio. Dos son judíos, uno cristiano ortodoxo y el resto bautizados
católicos. A los tanos no les pregunté si sus abuelos venían del sur, del norte
o de las islas, de los españoles no sé si son gallegos, catalanes, vascos o
andaluces y probablemente ni idea tengan. Sólo en este pedazo de tierra de
10×40 viven mil costumbres distintas, provenientes de mil culturas diferentes y
de varios migraciones separadas en el tiempo. ¿De qué unidad cultural me hablan
si no hay nada más maravilloso que la diferencia?
Esta descripción antropológica inmobiliaria que acabo de
tirar tiene un origen en común: Europa, ahí donde las costumbres folclóricas
cambian de un pueblo al de al lado y donde conviven más de 130 lenguas y
dialectos diferentes. Y a mí, que hablo con tiempos verbales distintos a los
usados en Tucumán, que todavía conservo algo del grecocalabrés, que crecí a
mate, asado, milangas a la provenzal con puré mixto, buseca, empanadas, conejo
estofado y sopa de carcaza, que a la patata le digo papa, que no coincido con
los rosarinos en cómo denominar al pochoclo, que al autobús le digo bondi y al
carro simplemente auto, y que pertenezco a uno de los escasos países con
cultura de clase media, a mí, justamente a mí me piden que busque mis raíces
culturales para lograr el parentesco con mis supuestos hermanos colombianos,
peruanos, venezolanos, brasileros, cubanos o nicaragüenses.
Resulta que cuando busco en mis raíces culturales me
encuentro a un puñado de tanos brutos que me metieron la insalubre costumbre de
comer turrón, vino hervido con azúcar, almendras, avellanas y miel con 35
grados a la sombra en un almuerzo navideño. Lo mismo pasa con la inmensa
mayoría de los que leen estas líneas y recuerdan las costumbres familiares bien
distintas a las costumbres de sus amigos. Y aunque estos intelectuales con
apellidos europeos no lo vean, si hay algún hilo conductor cultural en
argentina, proviene de Europa. Ellos lo llaman imperialismo, nosotros
ancestros.
Pedir unidad cultural cuando nuestro país se construyó sobre
la diversidad, sólo puede salir de la cabeza de los mismos mamarrachos que
piden revisar la historia para poder pegarle a Rivadavia, Roca, Mitre o
Urquiza, nombres que para la mayoría representan una avenida, un billete y dos
trenes. Revisar la historia parte del presupuesto -reconocido- de que nos la
contaron parcialmente, como si no fuera algo obvio. Y la solución radica en que
otro grupo de personas con toda la parcialidad de su ideología contrapuesta a
la historia oficial, nos contarán la historia verdadera, o sea, la versión de
ellos. Tiene lógica, si lograron imponernos su versión de lo que pasó en los
últimos veinte años y nadie se quejó ¿cómo no animarse con lo que pasó hace
doscientos, si nadie lo vivió?
Por eso estoy ansioso por ver a Cristina de vuelta. Porque
la presi también habla de estas gansadas -como cuando dijo que prefería hablar
de Belgrano como abogado, a pesar de que pasó a la historia por sus campañas
militares- pero también nos distrae hablándole del subte a una jujeña, o dando
clases de economía a Estados Unidos y Alemania, o destacando el progreso
económico en algún acto del conurbano, o festejando que ganaron en la
Antártida.
Y principalmente quiero que vuelva porque, si hay que
fumarse dos años más de kirchnerismo, al menos que no sean iguales al embole
que nos pegamos el último mes.
Lunes. Revisar la historia es más cómodo que hacerse cargo
del presente.
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