sábado, 16 de noviembre de 2013

País bajo medicación

Lo saben los especialistas en diversas ramas de la medicina. De ahora en adelante, todos la tendrán bajo observación.
Por James Neilson (*)

A los militantes kirchneristas les encantaría festejar el retorno de Cristina a la presidencia con el triunfalismo que les es habitual, tratando el acontecimiento como si la protagonista fuera una heroína de mil batallas que regresaba del exilio. Expertos en transformar desgracias en hazañas gloriosas, es lo que hicieron cuando, para frustración de los buitres, la Fragata Libertad finalmente volvió a Mar del Plata. Pero parecería que a Cristina no le convendría prestarse a la clase de espectáculo que tenían en mente. Si bien los médicos acaban de darle el alta “neurológica, neuroquirúrgica y cardiológica”, preferirían que funcionara a media máquina por un rato, de ahí la demora de una semana antes de que reanudara formalmente su trabajo. 

Se entiende; pase lo que pasare, ya no será la Cristina hiperactiva, obsesivamente detallista e irascible a la que el país se había acostumbrado. Tendrá que cuidarse.

Si la Presidenta, presionada por las circunstancias y también por quienes están más interesados en su propio destino que en la salud de su benefactora, sobreactúa con el propósito de mostrar al mundo que nada ha cambiado, correrá el riesgo de sufrir una recaída fulminante. Lo saben no solo los especialistas en diversas ramas de la medicina sino también millones de legos. De ahora en adelante, todos la tendrán bajo observación. Sería difícil concebir una situación más estresante que la que le aguarda a Cristina. Una mirada perdida, una mueca, un gesto insólito, cualquier manifestación extraña hará parpadear las luces de alarma. Y, para colmo, le espera una multitud descomunal de problemas pendientes.

La enfermedad de Cristina es la del país. Con la colaboración de una hueste abigarrada de oportunistas, adulones y creyentes, es de suponer sinceros, en las bondades de su “proyecto”, “modelo” o lo que fuera, la señora ha construido un sistema político autocrático que depende casi por completo de su propia voluntad. Es, dicen, “radial”, con la jefa ubicada en el centro y los ministros, secretarios, familiares y aplaudidores manteniendo una distancia respetuosa tanto de ella como los unos de los otros para que no se les ocurra confabular en su contra.

Para defenderse contra rivales en potencia, traidores y otras alimañas, la Presidenta se rodeó de dependientes que, por cierto, no se destacan por su idoneidad. El orden que creó es monárquico, ya que gira en torno de una sola persona, pero, a diferencia de las monarquías explícitas de otras latitudes, no hay reglas sucesorias claras. Según la Constitución, si Cristina se viera constreñida a dar un paso al costado, heredaría el poder Amado Boudou; en el caso de que el actual presidente en ejercicio cayera preso, lo seguiría Beatriz Rojkés de Alperovich. Así las cosas, lo de “Cristina eterna” no carece de lógica.

Puede que nadie en este mundo sea imprescindible, pero hasta los convencidos de que los kirchneristas están llevando el país hacia un desastre equiparable con el provocado en Venezuela por sus delirantes amigos chavistas entienden que el fin prematuro de la gestión de Cristina tendría consecuencias traumáticas. Se preguntan: ¿Podrían asegurar la gobernabilidad Boudou o Rojkés? Quienes saben la respuesta a este interrogante rezan para que la Presidenta se resigne a ser una mandataria “normal” y forme un nuevo gobierno con algunos pesos pesados, pero solo se trata de una expresión de deseos.

Sorprendería mucho que Cristina aceptara compartir el poder que a través de los años ha acumulado tan asiduamente con personas, por “leales” que fueran, que resultaran capaces de contrariarla, o que modificara radicalmente el rumbo que ha emprendido antes de que ya sea demasiado tarde como para ahorrarnos otro choque calamitoso contra la realidad. Aunque últimamente han proliferado señales de que el Gobierno ha llegado a la conclusión de que sería mejor reconciliarse con los grandes inversores internacionales, para lograrlo le sería forzoso desembolsar mucha plata, lo que, en el corto plazo por lo menos, haría todavía peores los números macroeconómicos.

La salud de Cristina refleja la del país que, tal y como están las cosas, necesita terapia intensiva. Cayó enferma en vísperas de una derrota electoral dolorosísima que la privó de la mayoría plebiscitaria que tanto había contribuido a su autoestima dos años antes. Huelga decir que saberse abandonada por millones de votantes ha tenido un impacto muy negativo en su estado de ánimo. Y, lo que le parecerá peor todavía, comprenderá que la economía enfrenta un futuro signado por la estrechez: la inflación sigue cobrando fuerza, están esfumándose con rapidez las reservas del Banco Central, importar energía cuesta cada vez más, los acreedores están golpeando la puerta. Después de haber sido un aliado incondicional, la economía se ha convertido en un enemigo acérrimo: todos los días le deparan malas noticias en cantidades suficientes como para llenar las páginas de los diarios corporativos.

Por mucho que le disguste la idea, Cristina tendrá que elegir entre ordenar una serie de ajustes sumamente ingratos por un lado y, por el otro, tratar de huir desesperadamente hacía adelante como está haciendo el pobre Nicolás Maduro en Venezuela en un intento de dejar atrás la crisis monstruosa que le legó Hugo Chávez. De las dos alternativas así supuestas, la Presidenta se siente tentada por la segunda. En diversas ocasiones, ha jurado que absolutamente nada la haría “ajustar a los argentinos”, tarea que según parece supone es propia de neoliberales desalmados, no de dirigentes progresistas como ella, pero si se niega a hacerlo los mercados se encargarán del asunto.

De ser Cristina otra persona, y la Argentina otro país, hasta diciembre de 2015 se limitaría a cumplir los deberes protocolares que le corresponden. Es lo que sucedería en una democracia “normal” con instituciones razonablemente eficaces. Pero, por ser Cristina la persona que es y la Argentina un país caudillista, sin un Estado genuino, para ella siempre ha sido una cuestión de todo o nada.

Por lo demás, mientras estaba internada se desató una interna grotesca en el Gobierno al procurar Carlos Zannini, con el respaldo de Máximo Kirchner, poner en su lugar a Boudou que, según se dice, sigue contando con el apoyo de la Presidenta que, para el asombro general, lo eligió para ser su compañero de fórmula en 2011 y que, es de suponer, aprobó el decreto que firmó para inflar el presupuesto agregándole la friolera de 80.000 millones de pesos.

Acaso aún crea Cristina que le será dado postergar por dos años más el desenlace del drama para que la economía estalle en manos de otro gobierno, lo que a su juicio la ayudaría a recuperar el capital político que ha despilfarrado yendo por todo, pero es poco probable que tenga tanta suerte. También lo es que el país colabore con aquellos médicos que le aconsejan evitar situaciones que le supondrían más estrés. Pudo haberlo hecho cuando la economía crecía a “tasas chinas” y el polvo levantado por el viento de cola tapaba hasta los errores más inverosímiles perpetrados por sus servidores, pero aquellos días felices ya pertenecen al pasado.

Mientras tanto, los líderes opositores siguen brindando la impresión de querer que los kirchneristas –o sea, Cristina– paguen todo los costos de la módica fiesta consumista que organizaron por motivos electoralistas. Es como si a su entender repartir culpas fuera más importante que hacer un esfuerzo auténtico por pensar en lo que será necesario hacer para minimizar los daños que prevén. Con todo, muchos se habrán dado cuenta de que en cualquier momento el país podría verse frente a una emergencia muy grave.

Aun cuando suceda que los optimistas están en lo cierto y los casi dos años que nos separan de las elecciones presidenciales de 2015 transcurran con tranquilidad, sería de su interés prepararse por si, una vez más, los hechos se resisten a adaptarse al rígido calendario constitucional. Es lo que ocurriría si resultara que la salud de Cristina es aún más precaria de lo que se supone. Sin su presencia, el sistema político imperante en el país desde mayo de 2003 se desplomaría en un lapso muy breve. En tal caso, la pasividad dejaría de ser una alternativa viable.

Buena parte de la ciudadanía lo entiende muy bien. Ya antes de caer enferma la Presidenta, el país había comenzado a despedirse de ella. Los resultados de las elecciones legislativas, presagiados por los de aquellas primarias inútiles, fueron sintomáticos del cambio drástico que hace aproximadamente un año se produjo en las entrañas de la sociedad. Al propagarse la sensación de que “el ciclo” kirchnerista se había agotado y que “el modelo” estaba por naufragar, millones de personas se pusieron a buscar nuevos liderazgos en que depositar su confianza. Los movimientos resultantes siguen siendo embrionarios, pero es de prever que los más prometedores, como el que está aglutinándose alrededor del diputado electo Sergio Massa, se consoliden con rapidez debido tanto a las crecientes dificultades económicas como a la conciencia de que Cristina podría no estar en condiciones de continuar dominando por mucho tiempo más el escenario nacional, tomando todas las decisiones significantes en privado sin preocuparse por las quejas de los perjudicados.

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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