Por Gabriela Pousa |
Hasta
no hace mucho tiempo la guerra del kirchnerismo parecía una guerra
ajena. Así al menos se la vivía. La disputaban sus militantes rentados, la
enarbolaban sus ministros y funcionarios, y la padecía la clase media. Un
gran sector de la sociedad era apenas víctima de esas contiendas, no
participaba, es decir, no contestaba.
A
partir del último 27 de Octubre, la situación ha variado: la gente ha entrado a
la guerra con voluntad de cambio. Claro que el cambio requiere mucho más que
voluntad. Sin
embargo, no es momento de subestimar ese primer paso por insignificante que
resulte frente a tanto camino desandado.
Los
argentinos somos extraños, nos acordamos de ponemos exquisitos cuando la oferta
es pobre y vulgar por los cuatro costados. Convengamos algo: no había un
Winston Churchill, ni un Charles De Gaulle, ni un Vaclav Havel ni un Juan
Bautista Alberdi en las listas esperando ser votado. Lo cierto es que dentro de
la oferta, se ha elegido a aquellos que, en apariencia, pueden poner freno al
desenfreno oficialista.
Y ese hecho determina de alguna manera el escenario donde nos hallamos.
Cuarenta
y ocho horas después de ese acto, un misil lanzado desde un poder
constitucional vuelve a pegar al ciudadano. Está claro: no hay tregua.
El país se ha convertido en un campo minado. Inspecciones de la AFIP para unos,
“casuales” asaltos para otros, rumores de todo tipo, color y tamaño. Cristina
vuelve recargada, Cristina no vuelve, Cristina gobierna, Cristina no está al
tanto de lo que pasa… Toda especulación halla su nicho y cómodamente se
propaga. Pero el problema no pasa por el regreso o no de la Presidente, ni por
si está o no informada.
Es
tanto el daño causado y la debacle provocada en Argentina que el problema ya
excede a la mera dirigencia kirchnerista. Esta se irá antes o después pero ha infectado
todo lo que ha tocado. Nos sumió en la banalidad y el cortoplacismo más
dramático.
Mientras
tanto, la realidad sigue anclando al pasado y postergando el mañana.
Ofrecen ley de Medios, listas negras, mapamundis nuevos, y proclaman a viva voz
el derecho a la igualdad cuando lo que importa es el derecho a las diferencias, máxime
en un régimen que se supone democrático.
Es
en este contexto donde, el ciudadano harto, advierte que han dilapidado diez
años y condenado a un futuro que se limita a cómo llegar a fin de año. El
problema ya no radica exclusivamente en una economía que se hace trizas sino
también en la reacción de aquellos que, de pronto, se descubren en medio de una
contienda donde la violencia se radicaliza. El clima asfixia.
El
más mínimo detalle que se le critique o cuestione al oficialismo catapulta y
etiqueta. Una coma que se atreva a modificarse a su discurso, sitúa en
el banquillo de los acusados y estigmatiza. Nunca mejor empleado el ejemplo del
embarazo: no se puede estar más o menos a favor. Es decir, no se puede disentir
en nada. Las opciones se reducen drásticamente: “sos K o sos anti K”, y
la opción equivale a los dados cuando ya se han echado. No hay marcha atrás.
Como nunca antes, la posición de neutralidad argentina se ha esfumado.
Pretender “salvarse” del encasillamiento es utopía, sumirse en la tibieza y, ya
se sabe, los tibios no tienen cabida.
El
fanatismo se “viraliza”, la guerra en redes sociales se reduce al nivel de
aguante. Se multiplican los perfiles aclarando el bando. Ya no se trata
de ser “bostero o gallina” sino de pertenecer o no al modelo. A los argumentos
se los ha reemplazado por los adjetivos calificativos más soeces. Y al asombro,
por el espanto…
En
medio de esta ignominia disfrazada de participación ciudadana, el
kirchnerismo dirime su estrategia para su único fin: la permanencia. Consciente
de no poder ofrecer un mañana, saca de la galera un conejo (ya muerto, claro) y
pretende vendernos ahora el descubrimiento de las listas negras mientras
configura las propias. Una táctica vieja.
La
princesa Bibesco solía repetir: “la caída de Constantinopla es una desgracia
que me sucedió la semana pasada“. De ese modo, todo se justificaba. No hace
tanto, Juan Cabandié se valió de esta treta para eludir una multa con su auto. Ahora
bien, ese ir y venir constante hacia el ayer, ese atrasar las agujas del reloj
no es un ejercicio de la memoria conveniente pues no busca conocer lo que pasó
para superarlo sino todo lo contrario. Persigue como objetivo, volver a los
viejos métodos, recordarlos para luego, nuevamente implementarlos. Es
ese uso del recuerdo que consagra un traumatismo.
El
sociólogo Pascal Bruckner sostiene que la memoria puede pervertirse de
dos formas: por el resentimiento y por la intransigencia. “Cuando
lejos de ser la reviviscencia del martirio, se somete a las imposiciones de un
régimen agresivo y llega a constituir una categoría de venganza”, y cuando se
limita de forma obsesiva a reavivar los sufrimientos, a echar ácido a las
heridas para legitimar mejor una voluntad de castigo.
Si
todos tuviéramos que rumiar nuestras dolencias no habría paz ni consuelo en el
mundo, lo mismo sucedería en las familias al no poder superar las desavenencias
recíprocas. Cuando más conmemoramos a los sacrificados del pasado menos
vemos a los de la actualidad. Las víctimas de ayer lo son todo, las de hoy son
nada. El muerto bajo una bala en los setenta vale más que el que murió esta
mañana bajo la bala de un criminal. Es más “nuestro muerto” José Ignacio Rucci
que Santiago Urbani por ejemplo (y nombrando a ambos con absoluto respeto).
Esto
no puede suceder. Pero esto está sucediendo y a esto nos ha llevado el
kirchnerismo. Y lo que acontece en ese sentido es muchísimo más grave y
conflictivo que un tipo de cambio desdoblado o fijo…
Esa
actitud en lugar de aumentar nuestra sensibilidad frente a las injusticias, nos
sumerge en la compasión: “lo que debería ser el vector de nuestra lucidez
se convierte en el faro del desapego”. El verdadero valor no
consiste en ser un héroe a posteriori, y en aniquilar el terrorismo de Estado
de los setenta en el 2013 sino en combatir el totalitarismo de nuestros días.
Hay dos
errores que no deberían cometerse: el nivelarlo todo, o sea el elevar cualquier
hecho a la categoría de genocidio; y el de creer que todo lo que pasa es
insignificante frente a lo que pasó en otros tiempos porque esto acarrea
únicamente indiferencia. Esa indiferencia que durante diez años caló
hondo en los argentinos y le ha permitido al kirchnerismo hacer lo que quiera a
diestra y siniestra porque es un gobierno votado por el pueblo.
Hay
que comprender que la alternativa no está entre la memoria que resucita
antagonismos, y el olvido que borra las tragedias y absuelve a los verdugos. La
única memoria imprescindible es la que mantiene vivo el origen del derecho: una
pedagogía de la verdadera democracia, de una inteligencia de la indignación.
El
único deber que tenemos para con aquellos años setenta es no repetirlos. Para
ello la memoria por sí sola no alcanza. Hace falta un imponderable, un
arrebato, algo que nos salve del deshonor y nos lleve a decir basta. Para Bruckner, “ese arrebato
inaugural de la libertad es lo que nos dará la medida de nuestra generación”
Y
es, en definitiva, aquello que nos absolverá o condenará frente a nuestros
hijos e incluso también frente a nosotros mismos.
0 comments :
Publicar un comentario