Por Tomás Abraham (*) |
Lo característico de un Estado policial es crear miedo en la
gente. Nada tiene que ver con la policía que se ocupa del orden ciudadano y de
perseguir el delito. Cuando un Estado es policíaco pone en funcionamiento un
servicio de vigilancia sobre quienes hacen peligrar al poder y no sobre quien infringe la ley. El
sistema se sostiene sobre la base del secreto. Nadie sabe quién ordena y cómo
se distribuye la cadena de mandos que llega hasta la realización de una
determinada acción. El espacio de poder es compartimentado para proteger a las
jefaturas.
Hay cosas que se llevan a cabo en interés del poder que la misma
cúspide ignora. Un cierto grado de anarquía es necesario para cumplir con los
objetivos de acorralar a individuos o grupos señalados como subversivos.
La palabra “subversión” puesta en circulación por la
dictadura del Proceso ya tenía antecedentes en la doctrina de la seguridad
nacional. Decir “destituyente” o “golpista” prolonga la serie de nombres de un
mismo personaje que hay que suprimir.
En un régimen de terror se lo elimina físicamente, en un
Estado policial se lo amedrenta para hacerlo callar o para que sirva de ejemplo
para que otros callen.
Lo sucedido con los periodistas Magdalena Ruiz Guiñazú y
Alfredo Leuco es un misterio. Los rumores, los trascendidos, las acusaciones y
las denuncias necesariamente sin pruebas, contradenuncias y desmentidos,
muestran la eficacia del suceso padecido por ambos. Ellos no sabrán por qué les
pasó lo que les pasó, y nosotros tampoco. Lo supondremos. El acto de visita de
la AFIP y de robo en la calle se inscriben en el Estado policial y logran su
eficacia en él.
Hay quienes se burlan de los mencionados periodistas. Dicen
que no es lo mismo una amenaza de muerte que una visita impositiva; o que
durante la dictadura se robaban bebés y no notebooks. Resaltan que había que
tener coraje en aquellos tiempos ante un Estado criminal, bastante más que del
que se ufanan al denunciar al Gobierno actual por perseguirlos.
Es cierto cuando dicen que no es lo mismo el terrorismo de
Estado que el Estado policial. Pero lo que no es cierto es que la democracia
sea un régimen de apriete, extorsión, delación y difamación.
El kirchnerismo ha puesto en funcionamiento el Estado
policial. Usa los servicios y grupos de acción autónoma para molestar a quienes
deben ser molestados. No es por una patología genética que Hermenegildo Sábat,
Juan José Campanella, Alfredo Casero o Marcelo Birmajer se sientan perseguidos
ni por una tendencia al melodramatismo. El dedo del poder es usado señalando al
desviado. Lo ha hecho la Presidenta en casi cada intervención mediática y antes
el ex presidente Kirchner.
Una persona que es señalada si intenta defenderse no puede
evitar una situación humillante. Casero tiene que mostrar un ADN para que se
sepa que él también sabe lo que es el dolor. Leuco debe recordar que estaba en
contra del Proceso. Magdalena responde que nada tuvo que ver con… etc.
El peruano parlanchín, Hugo Guerrero Marthineitz, de quien
era admirador, hacía un programa radial en vivo en el auditorio Kraft durante
el Proceso. Me llamó la atención que subrayara por el micrófono y ante la
audiencia que era un católico ferviente. Debía mediante esa confesión dar su
prueba de decencia de acuerdo a la tabla de valores de los jerarcas del
momento. Los bedeles de este tipo de régimen permanentemente nos preguntan
quiénes somos, qué hicimos, dónde estuvimos y al lado de quién, con quién
hablamos. Franz Kafka lo hizo letra y Orson Welles lo convirtió en imagen, se
llamó El Proceso.
El Estado policial “nos obliga a decir” –efecto que según
Roland Barthes caracteriza a los Estados totalitarios que aun de un modo
reactivo pone palabras en nuestra boca que en otras circunstancias
rechazaríamos pronunciar– y nos hace sentir vergüenza de nosotros mismos. No
todo es heroísmo ante cierto tipo de difamaciones. Las dos cosas se mezclan.
El Estado policial deriva de un ejercicio de gobernar
bastante conocido. Aprieta al individuo con la misma técnica que usaban las
cruzadas para forzar las conversiones. Usa la amenaza física, la
deshumanización del semejante, inocula la idea de pecado o culpa con el ejemplo
de mártires, y unge al conversor con una misión redentora.
Nadie dice que no se puede criticar a este gobierno, pero se
supone que antes hay que pedir perdón. Primero recitar el catecismo de sus
méritos, y luego, con mesura, manifestar alguna desaprobación.
No hay que favorecer a la derecha.
El stalinismo que asesinó a millones de hombres tenía la
aprobación de amplios sectores de la sociedad ante la disyuntiva que les
planteaba: o Stalin o el nazismo. Quienes difundían los argumentos para que la
prueba de lealtad funcionara a nivel del relato era la gente de la cultura. Es
decir la nomenklatura.
Dos nunca más. Néstor Kirchner, desde que reabrió la ESMA en
el año 2004 como sitio de la memoria, inauguró también otra cosa: el Estado
policial.
Ninguna persona que condenara las vejaciones de la dictadura
iba a declarar que un presidente vitoreado por las organizaciones de derechos
humanos organizaba con palabras – y luego con hechos– en nombre de las víctimas del terrorismo de
Estado un período de persecuciones de quienes no convalidaran las futuras
acciones del poder. Por eso hubo en medio del entusiasmo militante y la de
mirada progresista un sonoro silencio crítico. Parecía inmoral rebelarse contra
un gesto de aparente justicia que reivindicaba la epopeya de los 70.
Ese silencio hoy ha sido llenado algo tardíamente con
palabras.
En la Argentina hubo dos “nunca más”. Los dos fueron
olvidados. Del último no nos hemos olvidado del mismo modo que del primero. El
“nunca más” del gobierno de Alfonsín, lo hemos suprimido a conciencia. Lo hizo
Néstor Kirchner en aquel acto de la ESMA. Ignoró el coraje que se necesitaba
para juzgar a la cúpula dictatorial con las fuerzas armadas en contra de un
gobierno desarmado y sin instituciones consolidadas para protegerlo de los
cómplices del Proceso.
Pero el otro “nunca más”, totalmente suprimido de la
memoria, se hizo escuchar durante el gobierno de Videla, Massera, Galtieri y
otros socios. Se decía que nunca más volverían los políticos, se repetía con el
consenso general que nunca más gobernarían los partidos corruptos que llevaron
al país al caos. Y ese nunca más era compartido por las fuerzas vivas y por el
común de la gente. Lo ocurrido entre 1972 y 1976, les había mostrado que el
retorno de la democracia era un fraude, que los que retornaban eran los abogados
radicales, los sindicalistas peronistas, los corruptos de siempre, y para colmo
de males, con las organizaciones armadas detrás.
Estaba decidido que “nunca más” resucitaría ese
régimen, había convencimiento en que se
fueran todos, y las urnas habían de estar bien guardadas. ¿Quién se acuerda de
eso? Sólo la derrota de Malvinas cambió aquel relato.
Han sido dos “nunca más” echados a la basura para evitar
pensar en nuestras responsabilidades políticas por lo que vino después.
(*) Filósofo.
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