Por James Neilson (*) |
Desde que Cristina perdió lo que los chinos llamaban “el
mandato del cielo” que, según ellos, es la fuente de legitimidad no sólo formal
sino también emotiva que todo mandatario necesita para gobernar con cierta
eficacia, la Argentina está a la deriva.
Al difundirse la conciencia de que se
ha esfumado el carisma o lo que fuera que durante años le había permitido
dominar el escenario como una reina medieval antojadiza, los habitantes del
mundillo político nacional se sienten desorientados. No saben qué hacer.
Tendrán que reorganizarse, pero no les será del todo fácil.
En cuanto al país que, le guste o no le guste, depende de
los políticos, es como un buque fantasma, si bien uno que está atiborrado de
pasajeros azorados que no podrán abandonarlo y que, para más señas, carecen de
salvavidas por si chocara contra las rocas; el cepo cambiario ha privado a
todos, salvo los más adinerados, de la posibilidad de ahorrar algunos
dólares.
Mientras tanto, la capitana
grita órdenes que a menudo sólo motivan perplejidad, ya que las viejas cartas
náuticas que tiene a mano no sirven para la travesía que se ha propuesto. Los
tripulantes fingen obedecerle porque le temen, pero saben que sus esfuerzos
resultarán inútiles.
No es la primera vez que la Argentina se encuentra en una
situación así y, a menos que la clase política por fin logre construir
instituciones un tanto más fuertes que las existentes, no será la última. Sin
embargo, mientras que en el pasado era habitual que, al producirse un vacío de
poder, lo llenaran golpistas militares o, en 2001, sus equivalentes civiles, en
la actualidad virtualmente todos los políticos insisten en que hay que
aferrarse al statu quo hasta el 10 de diciembre de 2015.
Tanto respeto por el calendario constitucional sería
conmovedor si se debiera a nada más que la voluntad consensuada de defender las
normas democráticas, pero la verdad es que en muchos casos se inspira en la
idea vengativa de que le corresponda a Cristina asumir la plena responsabilidad
por el ajuste severísimo que se avecina. Desde el punto de vista de quienes
piensan de tal modo, se trataría de una forma de bajarle las ínfulas, de
enseñarle a tratar con más respeto a quienes no comulgan con su credo
particular.
Huelga decir que es lógico que tantos quieran que la
Presidenta sea la encargada de “solucionar” el desaguisado monumental que ella
misma ha provocado. ¿Lo hará? Es poco probable. De tomarse en serio sus propias
palabras, a Cristina no se le ocurriría nunca “ajustar a los argentinos”, o
sea, prestar atención a la dura realidad económica que, por desgracia, es muy
distinta de la inventada por la gente del Indec y por cierto no tiene nada que
ver con la prevista por los artífices del fantasioso presupuesto nacional 2014
en que la inflación no superaría el once por ciento anual y el producto bruto
se expandiría a una velocidad casi asiático.
Así, pues, los políticos coinciden en que el futuro no sólo
inmediato del país, ya que las grandes crisis dejan huellas permanentes,
dependerá del desenlace del drama personal de Cristina; ajustar o no ajustar,
esa es la cuestión.
Si Cristina no cambia de actitud, la inflación seguirá
acelerándose, como en la Venezuela chavista, las reservas del Banco Central no
tardarán en evaporarse, el costo, que ya es gigantesco, de importar energía a
precios internacionales continuará subiendo, y las economías del interior se
desplomarán por completo. Parecería que a juicio de los deseosos de castigar a
la Presidenta por su “estilo” altanero tales detalles son anecdóticos; al fin y
al cabo, no sería culpa suya que millones de familias se vieran depauperadas.
Por su parte, Cristina da por descontado que, si puede
acusar a sus enemigos clarinistas de provocar lo que sería una nueva catástrofe
social de consecuencias nefastas, no tiene por qué modificar el rumbo que se ha
fijado. La resistencia de una política que se siente orgullosa de su condición
nacional y popular a brindar la impresión de estar dispuesta a cohonestar
medidas antipáticas puede entenderse, sobre todo en vísperas de elecciones
importantes, pero, mal que le pese a Cristina, se trata de los gajes del oficio
presidencial. A veces, hasta los mandatarios más solidarios se ven constreñidos
a actuar con firmeza. Negarse a hacerlo “por principio” no es una opción digna.
Sea como fuere, el que tantos miembros de la clase política
nacional, una nomenclatura que se ha mostrado capaz de sobrevivir casi intacta
a una serie al parecer interminable de desastres inverosímiles, hayan elegido
dejar sola a Cristina, a sabiendas de que no le será dado encontrar una “salida”
decorosa del laberinto en que se ha internado, es otro síntoma del mundialmente
célebre mal argentino.
En la época complicada, cambiadiza y multifacética que nos
ha tocado, gobernar es forzosamente una tarea colectiva, pero sucede que a
través de los años demasiados “dirigentes” se han acostumbrado a desempeñar un
papel meramente pasivo, cuando no servil, colmando de responsabilidades al
líder máximo de turno, de tal modo traicionándolo al negarle la ayuda que
necesitaba.
Pase lo que pasare, algunos pocos seguirán haciendo gala de
su “lealtad” eterna hacia Cristina, pero muchos compañeros ya están buscando otro
padrino, de ahí el crecimiento rápido del movimiento no tan novedoso que está
formándose en torno al poder de convocatoria del intendente Sergio Massa.
Al confirmar las primarias de agosto que Cristina ya fue,
muchos integrantes del elenco político estable decidieron alejarse
subrepticiamente de ella. El candidato a diputado nacional del Frente para la
Victoria, Martín Insaurralde, se ha independizado de manera ostentosa. Con la
aprobación de su sponsor Daniel Scioli, ha decidido que le convendría más hacer
campaña en base a sus propios méritos, no los de la Presidenta que lo sacó del
casi anonimato: como Raúl Alfonsín en su momento, ha hecho de sus iniciales una
consigna: MI.
Tanto Insaurralde como Scioli jurarán que el distanciamiento
se debe a su deseo de minimizar los costos políticos que pagaría Cristina por
una derrota que a esta altura se prevé será aún más contundente que la sufrida
por la lista del FpV en las PASO, pero pocos les creerán. Tal y como sucedió en las semanas previas a
las elecciones legislativas de 2011, los candidatos oficialistas no quieren
compartir demasiadas fotos con la Presidenta.
Asimismo, cuando los más osados, encabezados por Scioli, se
afirman resueltos a ayudar, en cuanto sea posible, a Cristina para que termine
relativamente bien su cuatrienio en el poder, lo que tienen en mente es que la
señora se resigne a figurar como la autora de un relato que ellos escribirán y
que, por desgracia, incluirá algunos capítulos sumamente ingratos que con toda
seguridad le supondrían costos políticos abultados.
Por cierto, no sería del interés de ningún presidenciable
que, en los dos años que le quedan de su mandato formal, Cristina se dedicara a
librar, con vigor redoblado, una guerra santa contra los números satánicos,
privilegio éste de clérigos que se preocupan más por el futuro de las almas
inmortales de los fieles que por los rudimentarios temas cotidianos. De manera
elíptica, le están exigiendo comenzar ya a asegurar que la Argentina que
esperan heredar no sea como “el país en llamas” que recibieron Alfonsín, Carlos
Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde. Desafortunadamente, aquí todos los
ciclos suelen terminar muy mal. Sería asombroso que el kirchnerista resultara
ser una excepción a esta regla deprimente.
Como siempre sucede al agonizar un “proyecto” político,
pocos días transcurren sin que los kirchneristas tengan nuevos motivos para
sentirse víctimas de un destino tan caprichoso como cruel. El blanqueo de
capitales ensayado por el Gobierno resultó ser un fiasco: aportó a la caja
gubernamental menos del diez por ciento de los 4.000 millones de dólares
prometidos por aquel optimista irremediable, Guillermo Moreno; por razones
comprensibles, quienes tienen dinero en negro prefieren mantenerlo fuera del
alcance de las autoridades locales. Por lo demás, se informó que importar
energía para que el país siga funcionando por un rato más costaría al menos la
friolera de 14 mil millones de verdes anuales.
No es cuestión sólo del desmoronamiento del “modelo”
económico absurdamente voluntarista reivindicado por kirchneristas convencidos
de que la decadencia nacional empezó con la caída del gobierno de Isabelita en
marzo de 1976. Ante la asamblea general de la ONU, Cristina se humilló frente a
los iraníes al preguntarles si aún recordaban lo del pacto que supuestamente
serviría para hacer avanzar la investigación del atentado contra la sede de la
AMIA de hace más de 19 años en que murieron 85 personas; días después, el
canciller Héctor Timerman pudo asegurarnos que sí lo habían aprobado, pero así
y todo la Presidenta pidió, Twitter mediante, al amigo Barack Obama y los
líderes “de las grandes potencias” que incluyan el asunto en sus negociaciones
con el país de los ayatolás, quejándose porque “el tema excluyente parece ser
el programa nuclear iraní”, lo que, pensándolo bien, no es exactamente una
sorpresa ya que, a menos que los teócratas lo frenen pronto, podría
desencadenar una guerra atroz en la región más convulsionada del planeta.
(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires
Herald”.
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