Por Alfredo Leuco |
Yegua”, “puta”, “montonera”, vomitan de un lado los que le
desean la muerte a Cristina. “Gorilas”, “fachos”, “golpistas, genocidas”,
acusan los que rezan por una Cristina eterna.
Las redes sociales arden de furia y rabia de cobardes
anónimos que sólo echan más leña al fuego. Es verdad que esa batalla por
internet no representa fielmente a la sociedad. Es sólo una expresión
minoritaria y extrema.
Pero antes no existía y ahora existe. Ese es el dato más
inquietante. Ese es el tamaño del retroceso.
El odio es un sentimiento. El más perverso de todos, porque
se mete por los poros y funciona como una peste contagiosa e incontrolable. Es
claramente una fobia, la peor de la condición humana. Nada bueno se construye
individualmente desde el odio y mucho menos colectivamente. Si hay dos países
dentro de un territorio, ninguno crece, ninguno puede hacer feliz a su gente.
El odio inoculado en las venas abiertas de esta sociedad
durante la década fracturada es la peor herencia que dejará el kirchnerismo.
Igual que el asesinato como instrumento político, el odio debe ser condenado
por la inmensa mayoría democrática sin que nos importe quienes sean la víctima
y el victimario. Pero no todos los crímenes fueron iguales. Eso proponía la
nefasta “teoría de los dos demonios”. Quedó claro que la muerte masiva que se
industrializó desde el Estado fue infinitamente más grave que los asesinatos
cometidos por grupos civiles de insurgentes que apostaron a la lucha armada. No
hay posibilidad de equiparar una cosa con otra. Hay diferencias abismales en
sus magnitudes y recursos. Por eso, se deben condenar todos y cada uno de los
crímenes. Pero no todos fueron de lesa humanidad. Con el odio ocurre lo mismo.
Son muy despreciables los retrógrados francotiradores de rencores.
Pero los rencores que fueron ejecutados desde el aparato de
propaganda del Estado mediante un plan sistemático tienen otro tipo de
responsabilidades, sobre las que deberán rendir cuentas ante la historia. Sobre
todo porque muchos intelectuales lo justificaron con Ernesto Laclau en la mano
y con la repugnante idea de que el poder se construye con la generación
permanente del enemigo y que sólo los tibios reformistas buscan los consensos.
Todos los insultos y agravios son basura ciudadana. Pero es
infame adherir a la “teoría de los dos odios”. Es el Estado que debe
representarnos a todos el que malversó su obligación de apostar a la cohesión
social y la convivencia pacífica. No es mi intención levantar el dedito para
señalar culpables. Pero no hay otra manera de encontrar un remedio a esta
enfermedad que establecer cómo se inició todo. ¿Quiénes fueron los que
resucitaron el odio en la Argentina? Utilizaron todos los caminos posibles. Los
grupos de tareas pagos de internet, las patoteadas y los escraches en persona,
el juicio en plaza pública a distintos periodistas, la pegatina de afiches con
caras a las que llamaron a escupir, variantes mussolinianas que fueron
diseminando fobias sin que las más altas autoridades las repudiaran con toda
contundencia. Muchas veces miraron para otro lado y callaron, y en algunos
casos las fomentaron desde el Poder Ejecutivo. Se puede definir en tres
palabras: autoritarismo de Estado.
Es cierto que algunos energúmenos celebraron el hematoma en
la cabeza de Cristina, como en su momento algún subhumano escribió “Viva el
cáncer” mientras Eva Perón agonizaba. Pero, esta semana, un grupo de adoradores
de Cristina insultó de arriba abajo a una periodista por el sólo hecho de ser
de TN y El Trece. Incluso una mujer avanzó con una tijera en la mano. La propia
custodia presidencial tuvo que ayudar a Sandra Borghi para que la cosa no se
convirtiera en linchamiento o en tragedia.
¿Qué objetivos tenían los muchachos cristinistas? ¿Quemar el
móvil con los trabajadores de prensa adentro? ¿Clavarle la tijera en la yugular
a la periodista monopólica? ¿O sólo pretendían asustarla para que se
autocensurara? Nadie lo sabe. Cuando una barra brava se mueve por venganza y se
autoestimula puede hacer cualquier cosa. Todo sea por defender a la patria, que
es Cristina, y por eliminar a la antipatria, que son los gorilas.
En términos históricos, es terrible lo que nos pasa. Es muy
doloroso pero real. Muchos años nos costó a los argentinos suturar aquellas
heridas profundas que se abrieron en la pelea a favor y en contra del
peronismo. Ninguna comunidad puede realizarse con felicidad y convivencia entre
sus integrantes si está partida al medio. No debemos permitir que el fanatismo
y la bronca ocupen el país.
Yo creí que ese odio surgido de la política había sido
sepultado definitivamente durante aquel nefasto levantamiento carapintada. Con
el gran antecedente del abrazo Perón-Balbín, el jefe del peronismo de entonces,
Antonio Cafiero, estuvo parado en el balcón de la Casa Rosada junto al
presidente radical, Raúl Alfonsín. Eran la foto de la unidad nacional. Eran los
conductores de las mayorías nacionales que se unían frente a las armas y a los
golpistas. El genocidio que habíamos padecido había dejado una enseñanza: la
dictadura no hacía diferencias partidarias. Mataba, secuestraba y censuraba sin
preguntar qué camiseta partidaria tenía la víctima.
Sin embargo, hoy resucitó aquel odio sin límites. Es el que
padecieron tanto Nelson Castro como Jorge Lanata, entre otros. Ambos fueron
perseguidos por el oligopolio privado y estatal de paraperiodismo. A uno lo
acusaron de hacer un papelón o de manifestar su expresión de deseo cuando
advirtió sobre las enfermedades tanto de Néstor como de Cristina.
El canciller Héctor Timerman llegó a tuitear: “Hay Kirchner
para rato” poco tiempo antes de su muerte. Fusilaron al mensajero, que no hizo
otra cosa que decir la verdad. Y a Lanata llegaron a compararlo en las
pantallas goebbelianas con Jorge Rafael Videla, el jefe de los terroristas de
Estado. Fueron operaciones repetidas mil veces y subsidiadas con el dinero de
todos los argentinos. Y esto es sólo un ejemplo de una metodología que
implementaron con ferocidad.
Ojalá comprendamos que siempre el odio envenena a la
sociedad. Pero, cuando baja desde el Estado, es letal. Desintegra y enciende
llamas de un incendio que nos quema a todos y a todas.
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