Por James Neilson |
El orden político
argentino es tan frágil que en cualquier momento podría desmoronarse. Lo es
porque depende de una sola persona: la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner.
Si la señora sufre una indisposición pasajera, en seguida se
encienden las luces de alarma.
De ser cuestión de algo más grave, y hay buenos
motivos para temer que Cristina está mucho más enferma de lo que quisieran
hacer pensar los azorados voceros oficiales, el país entrará en una fase
sumamente agitada de la que le costará salir indemne.
Conscientes de los riesgos planteados por “las
especulaciones” que en seguida comenzaron a circular, los kirchneristas, por
orden de la Presidenta, intentaron manejar la información a fin de minimizar la
importancia de lo que sucedía pero, como suele ser el caso, sus esfuerzos en
tal sentido resultaron ser contraproducentes.
Lejos de tranquilizar a la población, sólo consiguieron sembrar más incertidumbre.
No era para menos. Al “rey sol” francés Luis XIV se le
atribuye la frase “el Estado soy yo”;
por tratarse de un monarca absoluto, tenía razón. En teoría, el sistema
político que rige en la Argentina es muy distinto de aquel de la Francia
prerrevolucionaria, pero en realidad se le asemeja.
De quererlo, como a menudo ocurre, el presidente de turno,
con la aquiescencia de buena parte de la ciudadanía, puede acumular tanto poder
que le es fácil apropiarse del Estado nacional para que fuera un apéndice del
movimiento gobernante capaz de aportar muchísimo dinero a la tristemente famosa
“caja”, lo que lo ayudará a conseguir más poder aún. Es lo que han hecho los
kirchneristas encabezados por la Cristina de “vamos por todo”, con
consecuencias devastadoras para el país que, una vez más, está al borde de una
gran crisis socioeconómica y política.
A diferencia de los monarcas formales, los virtuales –con la
excepción de los extravagantes comunistas norcoreanos-, raramente logran
solucionar el problema planteado por la sucesión. Puesto que, por motivos
patentes, no le gustaría delegar el poder a nadie, el mandamás de turno suele
rodearse de mediocridades apenas presentables, personajes como los integrantes
del estrafalario “equipo económico” actual.
Néstor Kirchner trató de resolver el problema prestando el
cargo a su señora para que lo cuidara por cuatro años, con el propósito de
retomarlo en 2011, pero su muerte prematura puso fin al sueño de una
presidencia rotativa. Por un rato se especuló acerca de la posibilidad de que
Cristina prolongara el arreglo dinástico haciendo de su hijo Máximo el delfín
o, quizás, aprovechando los hipotéticos talentos políticos de su cuñada,
Alicia.
Las fantasías en tal sentido nunca resultaron convincentes,
pero se informa que en los días últimos el primogénito del matrimonio Kirchner
procuró llevar a cabo una especie de golpe palaciego, con el respaldo del es de
suponer ex maoísta Carlos Zannini, contra el rockero Amado Boudou que sería,
como manda la Constitución, el presidente en ejercicio. La intentona no
prosperó.
Dadas las circunstancias, es comprensible que aquel hematoma
presuntamente minúsculo que se detectó en la cabeza de Cristina, el que se vio
seguido por una sensación preocupante de hormigueo en el brazo izquierdo, haya
provocado tanto desconcierto. Ya le resultaba difícil al país adaptarse a la
situación que fue creada por el trailer electoral de agosto en que una mayoría
sustancial votó en contra de los candidatos del Frente para la Victoria. La
idea de que Cristina estuviera por transformarse en una pata renga le pareció
absurda, una aberración casi inconcebible en vista del carácter autoritario de
la señora, aunque conforme a las encuestas sería inevitable.
Ahora, el país se ha visto de repente enfrentado por la
posibilidad de que la presidenta no esté en condiciones de mantenerse en el
centro del escenario por mucho tiempo más. ¿Volverá? La pregunta flota en el
aire; pocos quieren formularlo en público, pero todos los interesados en el
drama político nacional la tienen en mente. Demás está decir que la
incertidumbre resultante se ha visto agravada por la escasa confiabilidad de un
gobierno que se ha habituado a mejorar la verdad. Ni siquiera los militantes
más fieles tomarán al pie de la letra los anuncios oficiales.
Ya antes de sufrir Cristina el golpe en la cabeza que, casi
dos meses más tarde, la obligaría a internarse nuevamente en una clínica y,
según afirman los enterados, descansar por al menos un mes, tal vez dos, su
salud tanto mental como física ocasionaba mucha preocupación. Se puso de moda
hablar de su vulnerabilidad al “síndrome de hibris”, un tema que fascina a
literatos e historiadores desde hace dos milenios y medio pero que, como
corresponde en una época de cultura terapéutica como la nuestra, acaba de ser
apropiado con entusiasmo por los deseosos de encontrar una explicación de la
conducta de una mandataria llamativamente egocéntrica.
Lo mismo que los dramaturgos griegos de la antigüedad,
entienden que el poder propende a enloquecer a quienes lo consiguen y, aunque
son reacios a decirlo, dan por descontado que la Némesis los castigará, de
manera truculenta, si caen en la tentación de pasarse de la raya. Para los que
piensan de este modo, Cristina podría ser la protagonista de una tragedia
escrita por Eurípides.
Por cierto, la trayectoria de Cristina no carece de
elementos trágicos. Como tantos héroes desafortunados griegos o isabelinos, la
presidenta se ve condenada por su propio pasado. La forma en que, con su
marido, “construyó poder”, y sus esfuerzos posteriores por adquirir un capital
moral improvisando un “relato” que, esperaba, justificaría los métodos
empleados, han echado una sombra oscura sobre toda su gestión.
Además de ser acusada de liderar una facción política, de
origen provinciano, que ha resultado ser fenomenalmente corrupta, y de
participar ella misma de algunos negocios lucrativos, la presidenta ha atado su
propio destino a un “modelo” económico que está por naufragar, pero por
orgullo, y porque está comprometida emotivamente con la ideología que ha
inventado, jura que nada la haría modificar el rumbo.
Tanta terquedad amenaza con tener consecuencias calamitosas.
Si el gobierno no logra revertir las tendencias actuales, los dos años que,
según el calendario constitucional, le aguardan en la Casa Rosada serán
terriblemente duros, ya que la inflación continuará subiendo, las reservas del
Banco Central podrían desaparecer por completo y el default dejaría de ser una
eventualidad meramente teórica.
Es natural, pues, que muchos sospechen que, además de
esperar que su enfermedad más reciente le permita cosechar algunos votos
compasivos que sirvan para atenuar la derrota que sufrirán de Martín
Insaurralde y otros oficialistas en las legislativas, Cristina estaría pensando
en optar por ahorrarse dos años que vendrían plagados de reveses humillantes,
dando a entender que, de no ser por su mala salud, y por no estar a su altura
los demás miembros del gobierno, tanto ella como la ideología nacional y
popular que aspira a encarnar triunfarían sobre todas las dificultades
previstas por los infaltables agoreros.
Podría decirse que, desde hace un lustro, Cristina es el sol
en torno al cual gira el simplificado orden político nacional, pero también
sería legítimo compararla con un agujero negro que, merced a su atracción
gravitatoria, durante años ha engullido cuanto se encontraba en sus cercanías,
creando un vacío. Que éste haya sido el
caso se hizo penosamente evidente al difundirse la noticia de que tendría que
guardar reposo por un mes y, poco después, de que sería operada de urgencia en
la Fundación Favaloro.
Como en una corte medieval, enseguida comenzaron las
intrigas de familiares y otros dependientes asustados por la idea de que,
aunque sólo fuera por un lapso relativamente breve, Cristina se viera obligada
a prestar pedacitos de poder a otros. Si bien en cierto sentido tienen suerte,
ya que por muchos motivos Boudou no parece estar en condiciones de aprovechar,
como harían algunos “traidores” en potencia, la oportunidad que el destino le
ha brindado, saben que, sin Cristina, se esfumarían muy pronto su propio poder
y los privilegios a los que se han acostumbrado.
Antes de suceder a su marido en la presidencia, Cristina
aseveraba que obraría para fortalecer las raquíticas instituciones políticas y
administrativas del país, modernizándolas para que la Argentina se pareciera
más a la Alemania de Angela Merkel. No hay por qué poner en duda su sinceridad.
Entendía muy bien que el país necesitaba contar con instituciones más fuertes
que las existentes y que, andando el tiempo, la falta de seguridad jurídica
significaría más miseria y menos justicia social.
Pero, como enseguida descubrió, su propio poder dependía
tanto de la debilidad ajena que se creía sin más alternativa que la de dinamitar
lo poco que aún quedaba en pie. Puede que Cristina haya logrado hacerse casi
imprescindible, pero los costos del éxito así supuesto serán con toda seguridad
muy altos. A menos que regrese pronto con su salud intacta, le corresponderá a
otro político emprender, en circunstancias nada propicias, la tarea ardua de
construir desde los cimientos un nuevo orden político, el suyo, en base a su
propio “carisma”, ya que, en un país sin partidos auténticos, el poder es
forzosamente personal.
El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos
Aires Herald”.
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