Por Roberto García |
Actúan como si supieran el resultado del domingo 27. Como si
ningún episodio numérico fuera a sorprenderlos dentro de ocho días. Al margen,
inclusive de que a uno le vaya mejor que al otro. Son Delfos y otros oráculos
redivivos, en apariencia. Creen tanto en las encuestas que la contingencia
electoral ya les parece un trámite, apenas la estación transitoria desde la
cual empieza la campaña presidencial para 2015.
Corresponde tamaño atrevimiento por la sepultura de la
re-reelección: si hasta Scioli,
autodenominado custodio de la herencia kirchnerista, cometió la osadía de
hablar de un tema prohibido que se supone no lo ha descubierto ahora: la
inflación creciente y el fracaso de la Casa Rosada para contenerla. Si no fuera
que a la Presidenta la aislaron del mundo exterior y sólo le deben leer Platero
y yo, esta confesión del gobernador –basado en que ese tema de campaña no puede
ser patrimonio exclusivo de Massa– le hubiera provocado un arrebatado soponcio.
Superior inclusive al generado por otro redivivo, Herminio Iglesias, esta vez en la piel de
Juan Cabandié, autor de una escandalosa secuela de impunes dislates ante una
agente de tránsito y lenguaraz irresponsable que dinamitó hasta el propio grupo
que lo auspicia, La Cámpora. Ni siquiera aprendió de la conveniencia del
silencio, esa condición tan sabia en algún momento del ser humano y al que, por
ejemplo, fue obligada por los médicos su propia jefa espiritual. También hubo
silencio, discreción y secreto cuando estuvo internada Cristina en la clínica
Favaloro. Por ejemplo, el personal debía entregar sus celulares al ingresar al
sanatorio y retirarlos cuando abandonaban su horario laboral. Más que temer
comunicaciones improcedentes, los responsables de la seguridad presidencial
intentaron bloquear cualquier posibilidad de que un insolente se permitiera
tomar una fotografía o filmase la intimidad de la protagonista. Lo que vendría
a indicar que una imagen preocupa mucho más que un comentario. Ese hermetismo
en la corte de la Rosada sobre el reposo estricto de la mandataria, aparte de
abrigar dudas desestabilizantes sobre su evolución y la inquietud familiar de
no someterla a un estrés galopante como el que complicó al difunto Néstor,
priva de certezas sobre ciertas decisiones a ocurrir luego del 27 de octubre.
Nadie ignora la presión para aliviar al gobierno de Guillermo Moreno –hoy en
camaleónica sociedad con Axel Kicillof–, convertido en la bestia negra de la
administración que determinó el último desgarro electoral. Va a padecer, como Cabandié,
si se confirma la próxima derrota, culpable de cuanto crimen no se haya
resuelto, incluyendo el fusilamiento de Dorrego. Mientras, Moreno no sólo
resiste: también hace daño, descalifica sucesores y figuras ascendentes, sea
bajo imputaciones de corrupción (el apelativo de “chorro” es una constante en
su boca) o disminuciones tipo “ése no puede ir al Banco Central porque no
terminó el secundario” (en obvia alusión al titular de un banco del Estado). Ni
hablar de las penurias internas, por ejemplo, en el núcleo de Débora Giorgi,
quien reemplazó estrepitosamente a uno de sus más fieles asistentes –por lo
menos, es lo que se decía– hasta inhibiéndolo para ingresar a su despacho (se
trata del funcionario que tuvo un incidente famoso, cuando casi se trompea con
un piloto de avión). Parte de este cotilleo se escuchó en la reunión de IDEA,
donde ahora los empresarios no sufren lipotimias como en tiempos de Néstor.
Como en las copias o coincidencias de Massa y Scioli, ahora
entusiasmados con excursiones al exterior, también para disfrutar de
vacaciones. Entienden vital para sus carreras hacerse conocer en los Estados
Unidos y Europa, realizar entrevistas, buscar asistencias, conciliar con
empresas y predicar con una futura política diferente a la que caracteriza al
kirchnerismo. Massa delegó en principio la tarea del periplo norteamericano a
Martín Redrado. No es el único. Para España, eligió a otro economista menos
mediático. A su vez, Scioli apunta en la
misma dirección estratégica y ha movilizado a una dama bien formada para
sondear compañías petroleras en Houston, lugar al que ambos aspirantes
presidenciales piensan visitar para desconectarse de la política energética que
condenó a la Argentina al desabastecimiento. Claro, en la emergencia se nutren
con las sugerencias de empresarios locales, tradicionales del sector como los
Bulgheroni, u otros que ascendieron en tiempos de la década ganada, de
Alejandro Ivanissevich (del gas pasó a los recursos eólicos) a Cristóbal López,
incluyendo quizás a Eduardo Eurnekian.
Aunque la piedra angular de estos viajes diferentes empieza
en Roma, con la consecuente visita al Papa (Massa tendría agendada una cita sin
confirmar para los primeros días de noviembre, debido a la suspensión
deliberada de otra, previa a las elecciones, que se canceló por el impacto
negativo que produjo el encuentro fotográfico de Martín Insaurralde con
Francisco). En la misma línea avanza Scioli –con la asistencia de Aldo
Carreras, uno de los tantos peronistas que
antaño requerían del obispo en la Catedral porteña– con la misma
pretensión de su rival: lograr que el Papa no sólo los atienda y bendiga, sino
que además les facilite una venia para lograr la unidad sindical, propósito que
siempre le interesó al ex cardenal Jorge Bergoglio. Tropiezan, claro, con otras
iniciativas. Una, de escasa incidencia en el ranking vaticano, impulsada por el
mismo gobierno a través del ministro Carlos Tomada junto al titular de una
cámara empresaria, Daniel Funes de Rioja, y el acompañamiento del metalúrgico
Antonio Caló. Y la otra, menos contaminada por la política, estrictamente
gremial, en la que se anotó el propio Hugo Moyano, dispuesto inclusive a
cualquier tipo de resignación si el Papa lo pide. Sostienen que sólo ellos, los
sindicalistas, deben participar de la celestial unidad. Una argentinada total:
suponer que Francisco debe resolver problemas internos que todos ellos
causaron.
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