sábado, 26 de octubre de 2013

Cambio de piel

Los resultados de las elecciones no nos dirán mucho sobre cuál de las alternativas logrará imponerse.

Por James Neilson (*)
La Argentina se encuentra en medio una de sus mutaciones periódicas.

Está dejando atrás un orden político o, si se prefiere, un “relato”, y preparándose anímicamente para probar suerte con el siguiente sin saber muy bien cómo será. 

Parecería que hay cuatro opciones: una versión desdentada del kirchnerismo liderada por alguien como Daniel Scioli, el peronismo pragmático de Sergio Massa y compañía, una alianza del radicalismo con la centro-izquierda santafesina de Hermes Binner y la derecha moderada porteña capitaneada por Mauricio Macri. 

Aunque se prevé que las elecciones legislativas del domingo sirvan para confirmar que la mayoría quiere salir de la Argentina K cuanto antes, los resultados no nos dirán mucho sobre cuál de las alternativas logrará imponerse, o si, para enfrentar la multitud de problemas que están surgiendo en el camino, tendrá que ensamblarse una combinación novedosa antes de que el país pueda disfrutar de algunos años de estabilidad relativa.

Para hacer aún más borroso el futuro, nadie ignora que sería prematuro celebrar el funeral del fantasioso proyecto kirchnerista. Puede que esté moribundo, pero así y todo se resiste a morir. Los impresionados por el voluntarismo mesiánico que caracteriza a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y los soldados de su ejército de militantes temen que procuren prolongar su “ciclo” intentando una maniobra decididamente heterodoxa. Algunos aventuran que, por los consabidos motivos de salud, la señora abandonará la Casa Rosada en diciembre, o sea, antes de completar la mitad de su mandato, con la esperanza de que los próximos dos años resulten ser tan atroces que a finales de 2015 “el pueblo” le suplique perdón por haberle dado la espalda.

¿Lo permitiría la Constitución? Pocos lo creen, pero los memoriosos recordarán que, cuando de buscar grietas en la Carta Magna se trata, hace tres lustros los partidarios de Carlos Menem consiguieron confeccionar docenas de argumentos legales ingeniosos y no hay por qué suponer que los juristas K sean menos creativos. Con todo, para que tuviera éxito la jugada, sería necesario que la mayoría creyera que Cristina resultaría capaz de obrar milagros y que no tuvo nada que ver con la debacle socioeconómica que, en teoría por lo menos, haría factible la operación clamor que tendrían en mente los ultras.

Es que, por desgracia, los tiempos de la política no son los fijados por el rígido calendario constitucional. Para los estrategas kirchneristas, el que, según las reglas, al gobierno de Cristina le queden más de dos años en el poder, dista de ser ventajoso. Antes bien, les parecerá una condena cruel; de respetar las normas consagradas, tendrían que solucionar o, cuando menos, tratar de atenuar las consecuencias de una gestión fabulosamente irresponsable, una en que el gobierno se ha dedicado a despilfarrar una proporción desmedida de los recursos del país sin preocuparse en absoluto por el mediano plazo.

Todos los herederos en potencia rezan para que Cristina se encargue de los “ajustes” que saben inevitables, aunque en diversas ocasiones ella misma ha dicho que volvería a El Calafate, su lugar en el mundo, antes de hacer algo tan espantoso y, aunque no lo ha dicho, tan costoso en términos políticos. Conforme a la lógica K, les corresponde a otros emprender la tarea ingrata de reparar los daños que un gobierno popular ha provocado, de tal modo despejando el camino para su retorno triunfal. No extrañaría, pues, que el país pronto se precipitara en una nueva crisis de desenlace imprevisible a pesar de los aparentes intentos por congraciarse con los mercados financieros internacionales que han emprendido algunos funcionarios del extravagante “equipo” económico.

Huelga decir que los ajustes por venir no han figurado en la campaña electoral que está a punto de culminar. Por razones comprensibles, los candidatos principales se han esforzado por brindar la impresión de que, a su entender, los problemas no son tan graves como harían suponer hasta los números del Indec y que, por lo tanto, con algunos toques menores –lo que en cierta oportunidad la Presidenta llamó “sintonía fina”–, el país podría recuperar la siempre esquiva normalidad sin que nadie sufra penurias.

El protagonista de turno, Massa, se concentró en hacer gala de su amable sentido común; quiere desplazar a Scioli del papel del “moderado” que andando el tiempo conservaría lo bueno de la década ganada por los K y eliminaría lo malo que, según parece, tendrá más que ver con el estilo combativo de ciertos predicadores del odio oficialistas que con las deficiencias patentes del “modelo” que armaron. Aunque Massa gane el primer asalto del duelo con Scioli que, para muchos, ha sido lo más significante de una campaña en que una serie de episodios violentos, algunos vinculados con el narcotráfico, además del clima político bochornoso, han pesado más que las propuestas ensayadas por los contendientes, el gobernador contará con tiempo más que suficiente como para recuperarse de las heridas. Siempre y cuando resulte que los encuestadores acertaron, se verá beneficiado por su decisión de actuar como jefe de campaña de Martín Insaurralde.

Desde hace varios meses, pocos días transcurren sin que aparezca un nuevo síntoma de la decadencia kirchnerista. Si bien se supone que la enfermedad de Cristina le granjeó la simpatía de la franja más sensiblera del electorado, es llamativo que su imagen se haga más lustrosa cuando se ausenta del escenario; a la larga, no puede beneficiar al oficialismo la conciencia de que la señora sí es imprescindible no por sus propios méritos sino por los defectos de sus laderos. Para sustituirla pasajeramente, el Gobierno no tuvo a mano nada mejor que un triunvirato improvisado, encabezado de jure, pero no de facto, por Amado Boudou, que se ha visto acompañado por dos custodios apenas conocidos por el grueso de la ciudadanía, Carlos Zannini y Máximo Kirchner. Por mucho que quienes dependen económica o emotivamente del “proyecto” K simpaticen con Cristina, no podrán sino sentirse perturbados por la mediocridad del resto del elenco gobernante. Para despejar las dudas, Cristina no solo tendría que recuperarse de sus dolencias más recientes; también tendría que convencer a buena parte de la ciudadanía de que no corre riesgo alguno de sufrir una recaída.

Una vez de regreso en Olivos para guardar “estricto reposo” durante un mes, o dos, o más, Cristina dejó de participar en el melodrama nacional. En la publicidad electoral de Insaurralde y de candidatos oficialistas que aspiran a ocupar puestos menores, ya escaseaban las alusiones a su liderazgo supuestamente hegemónico, y nadie pensó en aprovechar su enfermedad. Es como si, de acuerdo común, la nutrida clase política hubiera decidido marginarla. Aunque a Cristina le haya convenido no tener que dar la cara en la fase final de una campaña electoral que la debilitaría, no le gustará para nada que el país se haya acostumbrado tan pronto a su ausencia. ¿Tratará de devolver las cosas a lo que cree ha de ser su lugar natural, con un golpe de efecto tras otro? Es posible, pero sorprendería que un esfuerzo en tal sentido le sirviera para mucho.

Sea como fuere, incidió menos en la campaña la operación craneal de urgencia a la que Cristina se sometió que el escándalo motivado por Juan Cabandié, un emblemático de La Cámpora, cuando intentó zafar de una multa de tránsito informándole a la agente que lo amonestaba que era una VIP, con amigos aún más influyentes y que, para más señas, había bancado la dictadura militar y luchado por los derechos humanos. Puede que el estallido de indignación que fue desatado por el video del incidente se haya visto amplificado por motivos netamente políticos, pero tuvo tanta repercusión porque suministró a millones una oportunidad para manifestar el hartazgo que les han producido la arrogancia e ineptitud de tantos miembros de la asociación de ayuda mutua fundada por el primogénito de Néstor y Cristina. Pronto sabremos cuántos votos les ha costado a los candidatos K la conducta de Cabandié.

Apenas se había apagado el fuego encendido por el camporista, los oficialistas se vieron obligados a defenderse contra quienes los acusaban, de manera genérica, de ser responsables del accidente más reciente de un tren del Ferrocarril Sarmiento. Por suceder un sábado, el saldo no fue tan terrible como en febrero de 2012 cuando un tren de la misma línea, en la misma estación Once, chocó contra el paragolpes, mató a más de 50 pasajeros e hirió a 70, pero fue más que suficiente como para hacer del estado calamitoso del transporte ferroviario un tema electoral. Como les es habitual, distintos voceros oficialistas, entre ellos el piquetero K Luis D’Elía y el secretario de Seguridad, Sergio Berni, se pusieron a hablar de conspiraciones, como si Massa o los sindicatos contaran con maquinistas suicidas dispuestos a inmolarse para que su candidato preferido arañara un puñado de votos eventuales. Diez años atrás, imputar todos los reveses a una satánica conspiración planetaria en contra del gobierno nacional y popular, es decir, de la Argentina misma, ayudó mucho a Néstor a “construir poder”, pero en la actualidad victimizarse de tal modo suele resultar contraproducente. Se entiende: los tiempos han cambiado.

(*) El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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