Por James Neilson (*) |
La Argentina se encuentra en medio una de sus mutaciones
periódicas.
Está dejando atrás un orden político o, si se prefiere, un “relato”, y preparándose anímicamente para probar suerte con el siguiente sin saber muy bien cómo será.
Está dejando atrás un orden político o, si se prefiere, un “relato”, y preparándose anímicamente para probar suerte con el siguiente sin saber muy bien cómo será.
Parecería que hay cuatro opciones: una versión
desdentada del kirchnerismo liderada por alguien como Daniel Scioli, el
peronismo pragmático de Sergio Massa y compañía, una alianza del radicalismo
con la centro-izquierda santafesina de Hermes Binner y la derecha moderada
porteña capitaneada por Mauricio Macri.
Aunque se prevé que las elecciones
legislativas del domingo sirvan para confirmar que la mayoría quiere salir de
la Argentina K cuanto antes, los resultados no nos dirán mucho sobre cuál de
las alternativas logrará imponerse, o si, para enfrentar la multitud de
problemas que están surgiendo en el camino, tendrá que ensamblarse una
combinación novedosa antes de que el país pueda disfrutar de algunos años de
estabilidad relativa.
Para hacer aún más borroso el futuro, nadie ignora que sería
prematuro celebrar el funeral del fantasioso proyecto kirchnerista. Puede que
esté moribundo, pero así y todo se resiste a morir. Los impresionados por el
voluntarismo mesiánico que caracteriza a la presidenta Cristina Fernández de
Kirchner y los soldados de su ejército de militantes temen que procuren
prolongar su “ciclo” intentando una maniobra decididamente heterodoxa. Algunos
aventuran que, por los consabidos motivos de salud, la señora abandonará la
Casa Rosada en diciembre, o sea, antes de completar la mitad de su mandato, con
la esperanza de que los próximos dos años resulten ser tan atroces que a
finales de 2015 “el pueblo” le suplique perdón por haberle dado la espalda.
¿Lo permitiría la Constitución? Pocos lo creen, pero los
memoriosos recordarán que, cuando de buscar grietas en la Carta Magna se trata,
hace tres lustros los partidarios de Carlos Menem consiguieron confeccionar
docenas de argumentos legales ingeniosos y no hay por qué suponer que los
juristas K sean menos creativos. Con todo, para que tuviera éxito la jugada,
sería necesario que la mayoría creyera que Cristina resultaría capaz de obrar
milagros y que no tuvo nada que ver con la debacle socioeconómica que, en
teoría por lo menos, haría factible la operación clamor que tendrían en mente
los ultras.
Es que, por desgracia, los tiempos de la política no son los
fijados por el rígido calendario constitucional. Para los estrategas
kirchneristas, el que, según las reglas, al gobierno de Cristina le queden más
de dos años en el poder, dista de ser ventajoso. Antes bien, les parecerá una
condena cruel; de respetar las normas consagradas, tendrían que solucionar o,
cuando menos, tratar de atenuar las consecuencias de una gestión fabulosamente
irresponsable, una en que el gobierno se ha dedicado a despilfarrar una
proporción desmedida de los recursos del país sin preocuparse en absoluto por
el mediano plazo.
Todos los herederos en potencia rezan para que Cristina se
encargue de los “ajustes” que saben inevitables, aunque en diversas ocasiones
ella misma ha dicho que volvería a El Calafate, su lugar en el mundo, antes de
hacer algo tan espantoso y, aunque no lo ha dicho, tan costoso en términos
políticos. Conforme a la lógica K, les corresponde a otros emprender la tarea
ingrata de reparar los daños que un gobierno popular ha provocado, de tal modo
despejando el camino para su retorno triunfal. No extrañaría, pues, que el país
pronto se precipitara en una nueva crisis de desenlace imprevisible a pesar de
los aparentes intentos por congraciarse con los mercados financieros
internacionales que han emprendido algunos funcionarios del extravagante
“equipo” económico.
Huelga decir que los ajustes por venir no han figurado en la
campaña electoral que está a punto de culminar. Por razones comprensibles, los
candidatos principales se han esforzado por brindar la impresión de que, a su
entender, los problemas no son tan graves como harían suponer hasta los números
del Indec y que, por lo tanto, con algunos toques menores –lo que en cierta
oportunidad la Presidenta llamó “sintonía fina”–, el país podría recuperar la
siempre esquiva normalidad sin que nadie sufra penurias.
El protagonista de turno, Massa, se concentró en hacer gala
de su amable sentido común; quiere desplazar a Scioli del papel del “moderado”
que andando el tiempo conservaría lo bueno de la década ganada por los K y
eliminaría lo malo que, según parece, tendrá más que ver con el estilo
combativo de ciertos predicadores del odio oficialistas que con las
deficiencias patentes del “modelo” que armaron. Aunque Massa gane el primer
asalto del duelo con Scioli que, para muchos, ha sido lo más significante de
una campaña en que una serie de episodios violentos, algunos vinculados con el
narcotráfico, además del clima político bochornoso, han pesado más que las
propuestas ensayadas por los contendientes, el gobernador contará con tiempo
más que suficiente como para recuperarse de las heridas. Siempre y cuando
resulte que los encuestadores acertaron, se verá beneficiado por su decisión de
actuar como jefe de campaña de Martín Insaurralde.
Desde hace varios meses, pocos días transcurren sin que
aparezca un nuevo síntoma de la decadencia kirchnerista. Si bien se supone que
la enfermedad de Cristina le granjeó la simpatía de la franja más sensiblera del
electorado, es llamativo que su imagen se haga más lustrosa cuando se ausenta
del escenario; a la larga, no puede beneficiar al oficialismo la conciencia de
que la señora sí es imprescindible no por sus propios méritos sino por los
defectos de sus laderos. Para sustituirla pasajeramente, el Gobierno no tuvo a
mano nada mejor que un triunvirato improvisado, encabezado de jure, pero no de
facto, por Amado Boudou, que se ha visto acompañado por dos custodios apenas
conocidos por el grueso de la ciudadanía, Carlos Zannini y Máximo Kirchner. Por
mucho que quienes dependen económica o emotivamente del “proyecto” K simpaticen
con Cristina, no podrán sino sentirse perturbados por la mediocridad del resto
del elenco gobernante. Para despejar las dudas, Cristina no solo tendría que
recuperarse de sus dolencias más recientes; también tendría que convencer a
buena parte de la ciudadanía de que no corre riesgo alguno de sufrir una
recaída.
Una vez de regreso en Olivos para guardar “estricto reposo”
durante un mes, o dos, o más, Cristina dejó de participar en el melodrama
nacional. En la publicidad electoral de Insaurralde y de candidatos
oficialistas que aspiran a ocupar puestos menores, ya escaseaban las alusiones
a su liderazgo supuestamente hegemónico, y nadie pensó en aprovechar su
enfermedad. Es como si, de acuerdo común, la nutrida clase política hubiera
decidido marginarla. Aunque a Cristina le haya convenido no tener que dar la
cara en la fase final de una campaña electoral que la debilitaría, no le
gustará para nada que el país se haya acostumbrado tan pronto a su ausencia.
¿Tratará de devolver las cosas a lo que cree ha de ser su lugar natural, con un
golpe de efecto tras otro? Es posible, pero sorprendería que un esfuerzo en tal
sentido le sirviera para mucho.
Sea como fuere, incidió menos en la campaña la operación
craneal de urgencia a la que Cristina se sometió que el escándalo motivado por
Juan Cabandié, un emblemático de La Cámpora, cuando intentó zafar de una multa
de tránsito informándole a la agente que lo amonestaba que era una VIP, con
amigos aún más influyentes y que, para más señas, había bancado la dictadura
militar y luchado por los derechos humanos. Puede que el estallido de
indignación que fue desatado por el video del incidente se haya visto amplificado
por motivos netamente políticos, pero tuvo tanta repercusión porque suministró
a millones una oportunidad para manifestar el hartazgo que les han producido la
arrogancia e ineptitud de tantos miembros de la asociación de ayuda mutua
fundada por el primogénito de Néstor y Cristina. Pronto sabremos cuántos votos
les ha costado a los candidatos K la conducta de Cabandié.
Apenas se había apagado el fuego encendido por el
camporista, los oficialistas se vieron obligados a defenderse contra quienes
los acusaban, de manera genérica, de ser responsables del accidente más
reciente de un tren del Ferrocarril Sarmiento. Por suceder un sábado, el saldo
no fue tan terrible como en febrero de 2012 cuando un tren de la misma línea,
en la misma estación Once, chocó contra el paragolpes, mató a más de 50
pasajeros e hirió a 70, pero fue más que suficiente como para hacer del estado
calamitoso del transporte ferroviario un tema electoral. Como les es habitual,
distintos voceros oficialistas, entre ellos el piquetero K Luis D’Elía y el
secretario de Seguridad, Sergio Berni, se pusieron a hablar de conspiraciones,
como si Massa o los sindicatos contaran con maquinistas suicidas dispuestos a
inmolarse para que su candidato preferido arañara un puñado de votos
eventuales. Diez años atrás, imputar todos los reveses a una satánica
conspiración planetaria en contra del gobierno nacional y popular, es decir, de
la Argentina misma, ayudó mucho a Néstor a “construir poder”, pero en la
actualidad victimizarse de tal modo suele resultar contraproducente. Se
entiende: los tiempos han cambiado.
(*) El autor es
PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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