martes, 3 de septiembre de 2013

Lágrimas que no secaron

Por Gabriela Pousa
Borges solía rescatar cuán bueno era sentir asombro cuando todos sienten costumbre, de allí que aún pueda decirse que no todo está perdido para los argentinos. Y es que cada discurso de la Presidente parece “maravillar” a gran parte de la sociedad sumida en la duda existencial: ¿Cristina Kirchner es o se hace? 
La respuesta es bastante incierta. A ello, la jefe de Estado suma cataratas de tuits corroborando las presunciones. El problema existe, se lo ve, se lo palpa. Algo pasa, algo no está bien con la mandataria.

Por otra parte, los argentinos somos expertos en ver la paja en el ojo ajeno, entonces la cuestión adquiere formas inéditas. Desde debates en sobremesas hasta consultas solapadas a especialistas en psiquiatría, pasando por diagnósticos perfectos emanados de páginas médicas colgadas en el ciberespacio. El corolario es claro: la conducta de la Presidente de Argentina roza lo demencial.

No se trata de faltar el respeto a la investidura, se trata de entender por qué un país signado para ser potencia se halla en pleno siglo XXI, después de años de escuchar que se ha crecido a tasas chinas, en una majestuosa decadencia.

Frente a la conducta ciertamente peculiar de quien detenta la titularidad del Ejecutivo Nacional, la reacción popular se justifica y la incredulidad de muchos se excusa. Aunque la reiteración de lo inexplicable se perpetúe, no termina de convertirse en costumbre, un buen síntoma. Sacando al Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, no hay otro caso de arbitrariedad emocional similar.

Cualquiera de nosotros, de tener un familiar en una circunstancia parecida, consultaría o tomaría medidas. Pero ¿qué hacer con Cristina? No es pariente, no es de la familia. Un alivio, pensamos. Sin embargo, su conducta nos involucra, sus actos inevitablemente repercuten en los nuestros. Cristina se mete en nuestra casa queramos o no. Maneja la heladera, acecha en la cocina, decide por nosotros qué se lleva a la mesa.

Genera broncas, fomenta odios, rechazos, adhesiones ya en pocos, y también preocupa. Preocupa o debiera preocupar por la simple razón de que está donde está por el voto popular. Y esta Cristina de hoy, que azora con sus elucubraciones vulgares en 140 caracteres es la misma que ganó elecciones en dos oportunidades porque la gente se pudo comprar un plasma en 12 cuotas, o en verano viajar a la costa, porque no se les había ocurrido todavía poner cepo al dólar, o porque Jorge Lanata no mostraba la bóveda en cámara. Pero la esencia no se modificó ni se modifica.

Es decir, ¿cómo es que los argentinos no advertían que la pobreza crecía o qué los funcionarios se enriquecían? ¿Era necesario que apareciera un periodista mostrando la evidencia? Si lo era, también deberíamos preocuparnos. ¿Dónde vivimos todos estos años? ¿O fue necesario que nombraran a César Milani al frente del Ejército para entender que se usó y se jugó con los derechos humanos?

El kirchnerismo no cambió, ¿acaso sí lo hizo la población? Me gustaría dar una respuesta certera y afirmativa, pero recordemos que Lanata mostró la desnutrición de Barbarita en Tucumán diez años atrás, es decir mucho antes de mostrar el crecimiento de las villas y el “hambre de agua” en las provincias… Parece que nos mirábamos el ombligo, no más.

Hoy, Barbarita ya adolescente abandonó sus estudios y sigue viviendo en la marginalidad. Votó en blanco porque ni siquiera conoce el significado de ese sufragio. Una cosa es la mala memoria de un pueblo y otra muy distinta es hacer la vista gorda porque “en casa se come bien”. Si no se puede apelar a la objetividad, al menos evitemos la hipocresía antes que se convierta en una característica intrínseca de la Argentina.

Lo que sí se puede afirmar es que Cristina sigue siendo Cristina. La misma que culpó al gobierno de Estados Unidos de conspirar en su contra porque Antonini Wilson quedó varado con su valija en una aduana argentina. Aquella que se atragantó con una tostada una mañana al ver “al pelado ese”, que justamente ocupaba el Ministerio de Economía español. No es otra, es la que también acaba de culpar de ladrón a Sebastián Piñera, y hace unos años llamó “golpista” a Julio Cobos, su propio vicepresidente para luego cambiarlo por el impoluto Amado Boudou…

No hay diferencias. Posiblemente su debut en las redes sociales haya puesto aún más en evidencia su particular modo de proceder, pero de novedoso hay poco o nada tal vez. Frente a esta realidad insoslayable cabe preguntarse quizás por la salud mental de todos los que venimos soportando “caprichos” y arbitrariedades de la dirigente sin demandar cambios estructurales, sin haber podido frenar la irracionalidad de la confrontación gratuita y constante antes. ¿O acaso la sinrazón que creemos observar hoy no existía ayer?

Lamentablemente, hace diez años que el kirchnerismo viene actuando de idéntica manera, a lo sumo es probable que antes tuviera un poco más ordenada las cuentas pero Barbarita lloró de hambre en la TV mucho antes, diez años antes. no hay casualidades. Ahora bien, ¿sigue la sociedad argentina siendo aquella capaz de rifar su destino porque la economía todavía no salpica? A juzgar por los resultados de las elecciones internas, podría decirse que no.

Hay atisbos al menos de un cambio un poquito más profundo en la ciudadanía. Por primera vez, la corrupción irrumpe como límite a las arbitrariedades de una administración, por primera vez un aumento tramposo de sueldos no lo es todo a la hora de emitir el voto, por primera vez hay un genuino hartazgo frente a la soberbia y la mentira. Después de una década no parece ser poco aunque el tiempo sigue siendo el único recurso no renovable, y consecuentemente debería tenérsele más respeto a él que a nadie.

En 10 años muchos argentinos han quedado en el camino, un número siempre impreciso tal vez no perdió plata pero sí sueños y esperanzas, ¿cómo no hacerlas pesar a la hora de decidir, de optar?

El cambio real va a llegar a esta geografía cuando el bolsillo deje de ser el órgano más sensible de los argentinos, cuando más que asombro y costumbre, la actitud de un mandatario cause vergüenza propia y ajena, y se reaccione en consecuencia; cuando la economía no sea el termómetro de la felicidad; y la moral, la educación y la salud pesen más que el LCD, el 0km o qué se hará después de Navidad.

Hasta tanto no se asiente ese cambio en cada uno, el inconsciente colectivo seguirá eligiendo la comodidad y el confort del cortoplacismo. La salud mental de la Presidente es importante claro está, pero también lo es la salud mental de la sociedad que se olvidó de Barbarita, y hoy mirá otras chicas iguales a ella como si su desnutrición fuese novedad.

La discusión podría ser eterna como aquella del huevo o la gallina. Como sea, ciudadanía y dirigencia, de una u otra forma se asemejan, de modo que la autocrítica no debería ser sino bienvenida.

A pesar que las encuestas parecen descontar minuto a minuto votos al magro caudal electoral del gobierno, hay consultoras que hablan de un repunte de la imagen oficial, ¿será porque Cristina y sus funcionarios de golpe osaron decir la verdad? Como sea, asombra que todavía alguien les crea.

Qué no sea menester que nos muestren la miseria que sabemos que existe por TV para entender… Nada ha variado esencialmente en todos estos años de canibalismo político bajo el nombre de kirchnerismo. Muy por el contrario, todo se ha devaluado. La excepción a la regla es el llanto de Barbarita, es la contra figura de Cristina, es la realidad frente al relato. Para ella sólo ha variado su edad, ni siquiera sus cumpleaños.

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