Por Gabriela Pousa |
Borges
solía rescatar cuán bueno era sentir asombro cuando todos sienten costumbre, de
allí que aún pueda decirse que no todo está perdido para los argentinos. Y es
que cada discurso de la Presidente parece “maravillar” a gran parte de la
sociedad sumida en la duda existencial: ¿Cristina Kirchner es o se hace?
La respuesta es bastante incierta. A ello, la jefe de Estado suma cataratas de tuits corroborando las presunciones. El problema existe, se lo ve, se lo palpa. Algo pasa, algo no está bien con la mandataria.
La respuesta es bastante incierta. A ello, la jefe de Estado suma cataratas de tuits corroborando las presunciones. El problema existe, se lo ve, se lo palpa. Algo pasa, algo no está bien con la mandataria.
Por
otra parte, los argentinos somos expertos en ver la paja en el ojo ajeno,
entonces la cuestión adquiere formas inéditas. Desde debates en sobremesas
hasta consultas solapadas a especialistas en psiquiatría, pasando por
diagnósticos perfectos emanados de páginas médicas colgadas en el ciberespacio. El
corolario es claro: la conducta de la Presidente de Argentina roza lo
demencial.
No
se trata de faltar el respeto a la investidura, se trata de entender por
qué un país signado para ser potencia se halla en pleno siglo XXI, después de
años de escuchar que se ha crecido a tasas chinas, en una majestuosa
decadencia.
Frente
a la conducta ciertamente peculiar de quien detenta la titularidad del
Ejecutivo Nacional, la reacción popular se justifica y la incredulidad de
muchos se excusa. Aunque la reiteración de lo inexplicable se perpetúe, no
termina de convertirse en costumbre, un buen síntoma. Sacando al
Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, no hay otro caso de arbitrariedad
emocional similar.
Cualquiera
de nosotros, de tener un familiar en una circunstancia parecida, consultaría o
tomaría medidas. Pero ¿qué hacer con Cristina? No es pariente, no es de la
familia. Un alivio, pensamos. Sin embargo, su conducta nos involucra,
sus actos inevitablemente repercuten en los nuestros. Cristina se mete en
nuestra casa queramos o no. Maneja la heladera, acecha en la cocina, decide por
nosotros qué se lleva a la mesa.
Genera
broncas, fomenta odios, rechazos, adhesiones ya en pocos, y también preocupa.
Preocupa o debiera preocupar por la simple razón de que está donde está por el
voto popular. Y esta Cristina de hoy, que azora con sus elucubraciones
vulgares en 140 caracteres es la misma que ganó elecciones en dos oportunidades
porque la gente se pudo comprar un plasma en 12 cuotas, o en verano viajar a la
costa, porque no se les había ocurrido todavía poner cepo al dólar, o porque Jorge
Lanata no mostraba la bóveda en cámara. Pero la esencia no se modificó ni
se modifica.
Es
decir, ¿cómo es que los argentinos no advertían que la pobreza crecía o qué los
funcionarios se enriquecían? ¿Era necesario que apareciera un periodista
mostrando la evidencia? Si lo era, también deberíamos preocuparnos. ¿Dónde
vivimos todos estos años? ¿O fue necesario que nombraran a César
Milani al frente del Ejército para entender que se usó y se jugó con los
derechos humanos?
El
kirchnerismo no cambió, ¿acaso sí lo hizo la población? Me gustaría dar una
respuesta certera y afirmativa, pero recordemos que Lanata mostró la
desnutrición de Barbarita en
Tucumán diez años atrás, es decir mucho antes de mostrar el
crecimiento de las villas y el “hambre de agua” en las provincias… Parece que nos mirábamos el ombligo,
no más.
Hoy, Barbarita
ya adolescente abandonó sus estudios y sigue viviendo en la marginalidad.
Votó en blanco porque ni siquiera conoce el significado de ese sufragio. Una
cosa es la mala memoria de un pueblo y otra muy distinta es hacer la vista
gorda porque “en casa se come bien”. Si no se puede apelar a la
objetividad, al menos evitemos la hipocresía antes que se convierta en una
característica intrínseca de la Argentina.
Lo
que sí se puede afirmar es que Cristina sigue siendo Cristina. La misma que
culpó al gobierno de Estados Unidos de conspirar en su contra porque Antonini
Wilson quedó varado con su valija en una aduana argentina. Aquella que se atragantó con una
tostada una mañana al ver “al pelado ese”, que justamente ocupaba el Ministerio
de Economía español. No es otra, es la que también acaba de culpar de ladrón a
Sebastián Piñera, y hace unos años llamó “golpista” a Julio Cobos, su propio
vicepresidente para luego cambiarlo por el impoluto Amado Boudou…
No
hay diferencias. Posiblemente su debut en las redes sociales haya puesto aún
más en evidencia su particular modo de proceder, pero de novedoso hay poco o
nada tal vez. Frente a esta realidad insoslayable cabe preguntarse quizás por
la salud mental de todos los que venimos soportando “caprichos” y
arbitrariedades de la dirigente sin demandar cambios estructurales, sin haber
podido frenar la irracionalidad de la confrontación gratuita y constante antes. ¿O acaso la sinrazón que creemos
observar hoy no existía ayer?
Lamentablemente,
hace diez años que el kirchnerismo viene actuando de idéntica manera, a lo sumo
es probable que antes tuviera un poco más ordenada las cuentas pero Barbarita
lloró de hambre en la TV mucho antes, diez años antes. no hay casualidades.
Ahora bien, ¿sigue la sociedad argentina siendo aquella capaz de rifar su
destino porque la economía todavía no salpica? A juzgar por los
resultados de las elecciones internas, podría decirse que no.
Hay
atisbos al menos de un cambio un poquito más profundo en la ciudadanía. Por
primera vez, la corrupción irrumpe como límite a las arbitrariedades de una
administración, por primera vez un aumento tramposo de sueldos no lo es todo a
la hora de emitir el voto, por primera vez hay un genuino hartazgo frente a la
soberbia y la mentira. Después de una década no parece ser poco aunque el
tiempo sigue siendo el único recurso no renovable, y consecuentemente debería
tenérsele más respeto a él que a nadie.
En
10 años muchos argentinos han quedado en el camino, un número siempre impreciso
tal vez no perdió plata pero sí sueños y esperanzas, ¿cómo no hacerlas pesar a
la hora de decidir, de optar?
El
cambio real va a llegar a esta geografía cuando el bolsillo deje de ser el
órgano más sensible de los argentinos, cuando más que asombro y costumbre, la
actitud de un mandatario cause vergüenza propia y ajena, y se reaccione en
consecuencia; cuando la economía no sea el termómetro de la felicidad;
y la moral, la educación y la salud pesen más que el LCD, el 0km o qué se hará
después de Navidad.
Hasta
tanto no se asiente ese cambio en cada uno, el inconsciente colectivo seguirá
eligiendo la comodidad y el confort del cortoplacismo. La salud mental
de la Presidente es importante claro está, pero también lo es la salud mental
de la sociedad que se olvidó de Barbarita, y hoy mirá otras chicas iguales a
ella como si su desnutrición fuese novedad.
La
discusión podría ser eterna como aquella del huevo o la gallina. Como sea, ciudadanía
y dirigencia, de una u otra forma se asemejan, de modo que la autocrítica no
debería ser sino bienvenida.
A
pesar que las encuestas parecen descontar minuto a minuto votos al magro caudal
electoral del gobierno, hay consultoras que hablan de un repunte de la imagen
oficial, ¿será porque Cristina y sus funcionarios de golpe osaron decir la
verdad? Como sea, asombra que todavía alguien les crea.
Qué
no sea menester que nos muestren la miseria que sabemos que existe por TV para
entender… Nada ha variado esencialmente en todos estos años de
canibalismo político bajo el nombre de kirchnerismo. Muy por el contrario, todo
se ha devaluado. La excepción a la regla es el llanto de Barbarita, es la
contra figura de Cristina, es la realidad frente al relato. Para ella sólo ha
variado su edad, ni siquiera sus cumpleaños.
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