Por Roberto García |
Nadie podía imaginar la cantidad de cambios que promovió el
Gobierno desde que fue derrotado hace un mes. De no pagar nada, a ofrecer pagar
todo. De encerrar a los militares a enviarlos a la frontera, de no recibir
nunca al jefe del Ejército a verlo seguido y tutearlo, según él mismo revela
con indiscreción. De negar la inflación, a reconocerla. De percibir la
inseguridad como una sensación a palparla. Son algunas evidencias de esos
cambios.
Y nadie imagina la cantidad de cambios que el mismo Gobierno promoverá
hasta el 27 de octubre, la nueva fecha electoral. Tan copernicana la vuelta
que, quizás, vuelva al mismo sitio. Una forma de demostrar poder, capacidad de
respuesta, como si fuera lo mismo emitir tuits que imprimir pesos en el Banco
Central, tanto que Ella ha sido capaz de proceder contra su propia voluntad y
suscribir medidas opuestas a lo que antes adhería. Pocas veces se ha visto un
fenómeno de transfiguración política tan vasto y con tan pírrica expectativa:
la metamorfosis no pretende alterar los resultados ya conocidos de las últimas
primarias, apenas evitar que progrese aritméticamente ese castigo dominguero,
que sea menos categórico de lo que anticipan todos los encuestadores, morigerar
en suma el incremento de la presumible diferencia en la provincia de Buenos
Aires entre el ahora inactivo y ascendente Sergio Massa y el hiperactivo y
descendente Martín Insaurralde. Dicen que los gobernadores cristinistas
reunidos en Entre Ríos bajo la tutela de Daniel Scioli –para disgusto de los
Urtubey, Capitanich, Gioja y sobre todo Urribarri– decidieron aprobar una lista
de reclamos o sugerencias para elevarle a la Presidenta. Ideas, en todo caso,
para mejorar o no empeorar la performance en las urnas. Nadie sabe, sin
embargo, quién será el encargado de transmitir esas modestas intenciones a la
dama, ya que en el ejercicio de la sumisión oficial cuesta un Perú plantear una
recomendación que podría ser vista como un acto de imperdonable
insubordinación. Al menos, en la escuela kirchnerista (hay ministros que en el
pasado llevaron iniciativas y fueron congelados y sospechados por un tiempo).
Pero se redactó un petitorio, semejante sin duda al que los intendentes
semioficialistas (recordar que la especialidad del peronismo bonaerense ha sido
jugar en dos canastas, por lo menos) ya le entregaron al propio Scioli, quien
aprobó, por ejemplo, la llegada a su gobierno de un dilecto y momentáneo
cristinista, Alejandro Granados, zar de Ezeiza, bajo una obvia consigna: nadie
que aporte votos está dispuesto a esperar un pago frente a la boletería hasta
el 27 de octubre. El cobro es cash, ahora, no se aceptan siquiera tarjetas de
crédito.
Otro gobierno entonces por cuarenta días al menos –algunas
medidas caducan en esa fecha, de Ganancias al traslado de gendarmes– para
cubrir demandas que brotan de los sondeos, una lista interminable de cambios
que hasta parecen restarle identidad a la propia Cristina. Ese jaque interno se
completa con operaciones de su propio entorno: no sólo intendentes y
gobernadores agradecerían el alejamiento de Guillermo Moreno, también
personajes como Diego Bossio (a cargo de más de una transfusión intelectual
para la mandataria). “Nada personal” en el crimen, como dicen las novelas
policiales. Moreno, cansado, mal pago –como él mismo se reconoce–, no goza con
el servicio mortuorio que le preparan y habría replicado contra algún conspicuo
mensajero: a él le atribuyen la autoría de la última denuncia del jefe de La
Salada, quien le imputó varios actos de corrupción a Martín Insaurralde, como
si no fueran de la misma escudería. Justo le viene a caer ese regalo al pobre
Insaurralde cuando en su cabeza y corazón se debatía la conveniencia de
ventilar o no su vida privada.
Tanta marejada en el Gobierno y adyacencias con nuevas
medidas no garantiza, sin embargo, que se achique la diferencia con Massa. Al
contrario, muchos creen que ha sido este candidato quien le arranca esos
cambios al Gobierno, un caso para tratarse en Propiedad Intelectual. De ahí que
haya otros ensayos para contener la fuga de votos contabilizados como propios y
conservar el caudal en enemigos hoy devenidos en amigables (Francisco de
Narváez, por ejemplo). Como Perón con la sinarquía o Alfonsín con el estado de
sitio denunciando opinadores por trata de blancas (hay antecedentes de otras
administraciones, es una recurrencia habitual), algún inteligente rescató la
utilización del posible miedo colectivo ante la existencia de un “círculo rojo”
que conspira para destituir a la Presidenta luego del anunciado colapso
electoral. Hasta Cristina instaló esta eventualidad con sus propios deditos en
el celular, señalando en esa sociedad oculta a empresarios a los que gusta
invitar, conversar y negociar, o intendentes que desfilan con sus carteles en
la primera sección de Buenos Aires. Sorprendió esa alusión, como si no hubiera
reparado en esas intimidades tan cercanas a su persona. Se sirvió del raid oral
de Mauricio Macri –otra víctima de Massa– en los últimos días, quien apeló a la
descripción de cualquier figura para decir a gritos que él no ha perdido frente
al intendente de Tigre su vocación para ser presidente en 2015.
Cristina le tomó la palabra ligera, tal vez a la ligera, y
pasó en su meteórica interpretación del “círculo rojo” al “círculo negro”,
convirtió a esos sujetos influyentes, con recursos abultados, en los
profanadores de la tumba democrática y, naturalmente, en quienes persiguen su
partida anticipada del Gobierno. La obsesiva sospecha por la conspiración –a
veces pide que le hablen en el oído para que nadie escuche– suele ser tan
destructiva, en los gobernantes, como el endiosamiento del éxito abrumador.
Hasta hace poco, esos conspiradores eran amigos y referentes de la burguesía
nacional que define al kirchnerismo. ¿O lo definía?
Habrá que internarse en los diez círculos del Infierno del
Dante para entender esos tuits especializados de Cristina, las conspiraciones
rojas, negras o multicolores. Como se sabe, ese poema épico admite cualquier
desvío, hasta la traducción de Bartolomé Mitre. Por suerte, la obra es una
commedia, como el mismo autor la bautizó en tiempos en que eran famosas las
tragedias.
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