sábado, 7 de septiembre de 2013

La cuarentena

Por Roberto García
El Gobierno toma medidas impensadas y contrarreloj. Muchas caducan en octubre.

Nadie podía imaginar la cantidad de cambios que promovió el Gobierno desde que fue derrotado hace un mes. De no pagar nada, a ofrecer pagar todo. De encerrar a los militares a enviarlos a la frontera, de no recibir nunca al jefe del Ejército a verlo seguido y tutearlo, según él mismo revela con indiscreción. De negar la inflación, a reconocerla. De percibir la inseguridad como una sensación a palparla. Son algunas evidencias de esos cambios. 

Y nadie imagina la cantidad de cambios que el mismo Gobierno promoverá hasta el 27 de octubre, la nueva fecha electoral. Tan copernicana la vuelta que, quizás, vuelva al mismo sitio. Una forma de demostrar poder, capacidad de respuesta, como si fuera lo mismo emitir tuits que imprimir pesos en el Banco Central, tanto que Ella ha sido capaz de proceder contra su propia voluntad y suscribir medidas opuestas a lo que antes adhería. Pocas veces se ha visto un fenómeno de transfiguración política tan vasto y con tan pírrica expectativa: la metamorfosis no pretende alterar los resultados ya conocidos de las últimas primarias, apenas evitar que progrese aritméticamente ese castigo dominguero, que sea menos categórico de lo que anticipan todos los encuestadores, morigerar en suma el incremento de la presumible diferencia en la provincia de Buenos Aires entre el ahora inactivo y ascendente Sergio Massa y el hiperactivo y descendente Martín Insaurralde. Dicen que los gobernadores cristinistas reunidos en Entre Ríos bajo la tutela de Daniel Scioli –para disgusto de los Urtubey, Capitanich, Gioja y sobre todo Urribarri– decidieron aprobar una lista de reclamos o sugerencias para elevarle a la Presidenta. Ideas, en todo caso, para mejorar o no empeorar la performance en las urnas. Nadie sabe, sin embargo, quién será el encargado de transmitir esas modestas intenciones a la dama, ya que en el ejercicio de la sumisión oficial cuesta un Perú plantear una recomendación que podría ser vista como un acto de imperdonable insubordinación. Al menos, en la escuela kirchnerista (hay ministros que en el pasado llevaron iniciativas y fueron congelados y sospechados por un tiempo). Pero se redactó un petitorio, semejante sin duda al que los intendentes semioficialistas (recordar que la especialidad del peronismo bonaerense ha sido jugar en dos canastas, por lo menos) ya le entregaron al propio Scioli, quien aprobó, por ejemplo, la llegada a su gobierno de un dilecto y momentáneo cristinista, Alejandro Granados, zar de Ezeiza, bajo una obvia consigna: nadie que aporte votos está dispuesto a esperar un pago frente a la boletería hasta el 27 de octubre. El cobro es cash, ahora, no se aceptan siquiera tarjetas de crédito.

Otro gobierno entonces por cuarenta días al menos –algunas medidas caducan en esa fecha, de Ganancias al traslado de gendarmes– para cubrir demandas que brotan de los sondeos, una lista interminable de cambios que hasta parecen restarle identidad a la propia Cristina. Ese jaque interno se completa con operaciones de su propio entorno: no sólo intendentes y gobernadores agradecerían el alejamiento de Guillermo Moreno, también personajes como Diego Bossio (a cargo de más de una transfusión intelectual para la mandataria). “Nada personal” en el crimen, como dicen las novelas policiales. Moreno, cansado, mal pago –como él mismo se reconoce–, no goza con el servicio mortuorio que le preparan y habría replicado contra algún conspicuo mensajero: a él le atribuyen la autoría de la última denuncia del jefe de La Salada, quien le imputó varios actos de corrupción a Martín Insaurralde, como si no fueran de la misma escudería. Justo le viene a caer ese regalo al pobre Insaurralde cuando en su cabeza y corazón se debatía la conveniencia de ventilar o no su vida privada.

Tanta marejada en el Gobierno y adyacencias con nuevas medidas no garantiza, sin embargo, que se achique la diferencia con Massa. Al contrario, muchos creen que ha sido este candidato quien le arranca esos cambios al Gobierno, un caso para tratarse en Propiedad Intelectual. De ahí que haya otros ensayos para contener la fuga de votos contabilizados como propios y conservar el caudal en enemigos hoy devenidos en amigables (Francisco de Narváez, por ejemplo). Como Perón con la sinarquía o Alfonsín con el estado de sitio denunciando opinadores por trata de blancas (hay antecedentes de otras administraciones, es una recurrencia habitual), algún inteligente rescató la utilización del posible miedo colectivo ante la existencia de un “círculo rojo” que conspira para destituir a la Presidenta luego del anunciado colapso electoral. Hasta Cristina instaló esta eventualidad con sus propios deditos en el celular, señalando en esa sociedad oculta a empresarios a los que gusta invitar, conversar y negociar, o intendentes que desfilan con sus carteles en la primera sección de Buenos Aires. Sorprendió esa alusión, como si no hubiera reparado en esas intimidades tan cercanas a su persona. Se sirvió del raid oral de Mauricio Macri –otra víctima de Massa– en los últimos días, quien apeló a la descripción de cualquier figura para decir a gritos que él no ha perdido frente al intendente de Tigre su vocación para ser presidente en 2015.

Cristina le tomó la palabra ligera, tal vez a la ligera, y pasó en su meteórica interpretación del “círculo rojo” al “círculo negro”, convirtió a esos sujetos influyentes, con recursos abultados, en los profanadores de la tumba democrática y, naturalmente, en quienes persiguen su partida anticipada del Gobierno. La obsesiva sospecha por la conspiración –a veces pide que le hablen en el oído para que nadie escuche– suele ser tan destructiva, en los gobernantes, como el endiosamiento del éxito abrumador. Hasta hace poco, esos conspiradores eran amigos y referentes de la burguesía nacional que define al kirchnerismo. ¿O lo definía?

Habrá que internarse en los diez círculos del Infierno del Dante para entender esos tuits especializados de Cristina, las conspiraciones rojas, negras o multicolores. Como se sabe, ese poema épico admite cualquier desvío, hasta la traducción de Bartolomé Mitre. Por suerte, la obra es una commedia, como el mismo autor la bautizó en tiempos en que eran famosas las tragedias.

© Perfil

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