domingo, 15 de septiembre de 2013

Fin de fiesta

Por Martín Caparrós
Qué raro ser kirchnerista en estos días. Los escucho, los leo, los imagino: debe ser muy raro.

El problema no es que tengan que defender desde el antiimperialismo los contratos con la Chevron, ni desde el indigenismo la represión a los indios, desde el garantismo la imputabilidad de los chicos de 14, desde los derechos humanos la ley antiterrorista el espionaje militar la recuperación del ejército, desde la democracia a Insfrán Gioja Sapag Hadad Manzano, desde la izquierda a Daniel Scioli o Guillermo Moreno o Néstor Kirchner, desde la verdad la pavada del Indec, desde el peronismo la diáspora sindical, desde el populismo la inflación o el crecimiento de las villas o los asesinatos ferroviarios o los engaños a los jubilados, desde la independencia económica la dependencia energética.

Eso no es tan grave: ya se habían acostumbrado. Siempre podían decir que era lo que había votado el 54 por ciento o cualquier otro argumento patotero, de esos que creen que anulan la necesidad de argumentos. Y, sobre todo: lo hacían con la convicción de que servía para el futuro: con el espíritu teleológico de cualquier buena militancia. Ahora, en cambio.

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(No, hermano, una cosa es tragar sapos sabiendo que vamos para adelante, que le seguimos dando con fe, que los hijosdeputa esos la tienen adentro. Ahí no te importa tanto, sabés que las revoluciones se hacen con barro y en el barro siempre se mezcla un poco de mierda y te la bancás y le das como sea. No, lo que se me hace difícil es mirar para otro lado y taparme la nariz cuando tenés la sensación de que esto ya no va a ninguna parte, ¿no?)

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El fin de fiesta es un momento triste. Se prenden las luces, se apaga gimonte, se encienden el cansancio y el hastío, en las caras aparecen las manchas, las arrugas: cada quien se parece demasiado a sí mismo –y no siempre es bonito de ver.

Los kirchneristas –más o menos– convencidos tienen esa sensación de botellas vacías, luz de tubo. Y entrecierran los ojos para tratar de ver y buscan en sus recuerdos cómo era, y tratan de convencerse de que en una de ésas sigue siendo. Pero está tan difícil.

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(Lo que más me duele es que no entiendo qué fue lo que pasó. Iba todo bien, seguíamos ganando, la gente estaba con nosotros, nos votaban, nos aplaudían, y de pronto esto. No entiendo, de verdad no entiendo. Capaz que de verdad el poder de los grupos concentrados es tan grande que al final nos torcieron el brazo, que consiguieron convencer a todos estos de que… No sé de qué los convencieron. ¿De que somos corruptos, de que somos inútiles? La verdad, no sé de qué los convenció la corpo pero se ve que fue de algo muy fuerte porque si no no se explica, si estaban todos con nosotros...)

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Se encuentran –a veces evitan encontrarse–, discuten, piensan, discuten, tratan de no pensar. Por supuesto, hay de todo. No es lo mismo el profesional o comerciante o empleado o estudiante que se entusiasmó porque vio que por primera vez en su vida un gobierno le daba algo para entusiasmarse –e iba a la plaza cuando llamaban a la plaza y trataba de convencer compañeros de trabajo y se peleaba con el cuñado en los almuerzos– que el militante de 30 horas por día. Y, de los de 30 horas, tampoco es lo mismo el que lo hacía por pura vocación –o tenía si acaso algún puestito que le daba un sueldo para poder hacerlo, nada, unas luquitas– que el que, ya que estaba, se había acomodado para el campeonato y ahora se pregunta qué va a ser de su vida.

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(Y ahora estos hijos de puta son los primeros que corren, ratas de albañal, los primeros. Hace tres meses te gritaban que iban a dar la vida por la causa y ahora lo que dan es el número de la blackberry al primer massista que se les cruza, reventados del orto. Capaz que es por tipos como ésos que ahora estamos así. Sí, seguro que es por tipos como ésos. Porque para mí la presidenta no hizo nada mal. Aunque quizá sí, voy a arriesgar: en una de esas lo que le faltó fue un poco más de firmeza, ponerlos en vereda más en serio, ser más dura con los oligarcas y no dejarse rodear por esos aduladores que ahora salen corriendo. Si la hubiera hecho con nosotros, con los auténticos…)

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Se encuentran –a veces evitan encontrarse–, discuten, piensan, discuten, tratan de no pensar. Los mejores intentan mantener las viejas convicciones –aunque les resulta cada vez más complicado: se necesitaba mucho triunfo, mucha confirmación externa para sostener ciertas contradicciones.

La psiquiatra Elisabeth Kúbler-Ross definió las cinco etapas que atraviesa un individuo cuando se entera de que se va a morir. La primera –la fase de la negación– ya pasó: por más habilidad que hayan acumulado en estos años ya no consiguen hacerse los boludos. Ahora están, según quienes, entre las dos fases siguientes: el cabreo o la negociación. O –son peronistas– ambas asimetrías a la vez. Y algunos –siempre hay precursores– ya están entrando en la cuarta etapa, la de la depresión. A la quinta –la aceptación– todavía no llegaron.

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(Ya me los imagino de acá a un par de años –qué digo un par de años, para algunos van a ser unos meses–, enganchadísimos con la contra, dando cátedra, hablando de lo mal que le hizo a la Argentina el kirchnerismo; esos hijos de puta siempre caen parados, y por eso estamos como estamos. Pero nosotros los de siempre vamos a seguir dándole. Sí, es cierto que va a ser más difícil, que no vamos a tener la guita, los medios, la banca que teníamos. Pero mejor, va a ser más auténtico, vamos a quedar los de verdad y va a ser más en serio…)

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Para muchos, por supuesto, ser kirchneristas era un trabajo como cualquier otro, una fuente de ingresos. Esos ya están empezando a pensar con qué van a reemplazarlo, de dónde van a sacar el diario sustento -y, sobre todo, el próximo veraneo en las Seychelles. Son los que están contentos con las concesiones que está haciendo el gobierno últimamente: imaginan que puede ser la forma de durar un poco más, de postergar el momento de buscar laburo.

Para otros era una mezcla que unía lo útil a lo agradable –y algunos van a lamentar más la plata, otros más la esperanza. Estos preferirían perder "sin bajar las banderas". Aunque ahora descubren que pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo, pero todavía piensan que, si las mantienen erguidas, en el mediano plazo van a poder volver, recuperarlas. E incluso, por momentos, se descubren viéndole el lado bueno a la derrota: que cuando sean oposición –imaginan–, cuando estén en el llano, podrán rearmar el mito del mejor gobierno de la historia del mundo mundial sin que el relato choque todos los días contra la realidad.

Pero, en los momentos de lucidez que incluso a veces tienen, se preguntan si de verdad serán oposición: si quedarán suficientes como para seguir llevando los trapos al mañana. Y en las noches de insomnio algunos se confiesan lo que no querrían decirse: que les vendría tanto mejor que los echaran con alguna violencia, con alguna épica, para no tener que aceptar que perdieron por bobos, que desperdiciaron el mayor capital electoral de la Argentina reciente porque no supieron qué hacer con él, cómo llevarlo a buen puerto –o a cualquier otra parte. Y que en cambio, si los echan, el relato va a ser mucho más fácil de contar.

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(Cómo me gustaría estar ahí, ponerles el pecho a las balas de los oligarcas, caer peleando. Lo triste es irse así, como quien silba, sin dar la pelea. Aunque tampoco es cierto: flor de pelea dimos estos diez años, por eso ahora nos tratan así, nos tiran con todo. Les tocamos bien el orto y saltaron, claro que saltaron, y nos las hacen pagar. Pero el pueblo no es tonto, va a entender. Capaz ahora está un poco confundido pero a la larga va a entender que nosotros somos los únicos que los defendimos, esto es un movimiento histórico, carajo, y por eso yo sé que no vamos a bajar las banderas, vamos a seguir pase lo que pase, y algún día vamos a volver. Volveremos, sí. Seguro volveremos. Bueno, espero.)

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Raro ser kirchnerista en estos días: triste.

Aunque creo que lo más peor les llegará en unos años, cuando empiecen a preguntarse cómo fue que perdieron toda una década de su vida siguiendo a un par de truchimanes. Y nos la hicieron perder a los demás. Pero no se preocupen: no vamos a pedirles cuentas. Solo los vamos a mirar con la penita que merecen, sin rencores.

© Pamplinas (El País)

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