Por Luis Gregorich |
En la Argentina de hoy es necesario desdramatizar y no
emborracharse con abusos verbales. Después de la derrota del Gobierno en las
elecciones primarias, una palabra ominosa empezó a despuntar en el debate
público: ingobernabilidad. Creemos que hay que evitar la tentación de
repetirla. En las tres décadas de recuperación democrática, ya dos presidentes
debieron dejar su cargo antes de tiempo, en medio de incontrolables crisis
económicas y sociales.
Es difícil calcular el alto costo de aquellas
desventuras.
La Presidenta, en varias intervenciones oratorias, reveló
impaciencia y pobre calidad de asesoramiento. Insinuó un peligroso acercamiento
(seguro que sin querer) a la doctrina fascista, al calificar a los partidos
políticos de "suplentes" del poder corporativo y despreciar su papel
de principales mediadores del sistema democrático.
Después de eso, en su reunión con los "titulares",
y contra toda lógica, comparó ventajosamente nuestra economía con las de
Australia y Canadá. Los índices de pobreza, ingreso per cápita y calidad
educativa desmienten, por desgracia, esta ilusión. Las últimas incursiones
tuiteras presidenciales, concretadas durante el viaje a Rusia, vuelven a
instalar los excesos retóricos de supuestas conspiraciones destituyentes.
La verdad es que resultaría plausible la orden de mayor
moderación impartida a los principales candidatos kirchneristas si no resultara
contradictoria con la incansable y prejuiciosa campaña de agravios que
cualquiera puede encontrar en los medios cercanos al Gobierno. Mientras
Insaurralde se viste con el traje y la corbata de la clase media, otros
comunicadores oficialistas, con sus armaduras de guerra, se desahogan a gusto
con la oposición.
Aunque esconda su desconcierto, el oficialismo todavía no se
ha acostumbrado a los dos (casi irrevocables) escenarios políticos, derivados
el uno del otro, que han llegado para quedarse. Uno, la definitiva
imposibilidad de una nueva reelección para la Presidenta; dos, la incapacidad
que el régimen muestra para organizar la sucesión y nombrar a un heredero
confiable.
La variante Putin -para usar una expresión ajedrecística-,
que describimos a comienzos de este año en estas mismas páginas, ya no parece
viable en ningún sentido. Consistía, como se sabe, en imitar al presidente
ruso, que al no contar con otra reelección consecutiva intercambió roles con su
fiel primer ministro, Dimitri Medvedev, en 2008. Y todos tan tranquilos hasta
2012, cuando Putin, otra vez, resultó elegido presidente.
Pecado que se confiesa ya no es pecado. Así como lo hizo
Putin, Cristina podría haber pensado en una fórmula de incondicionales para
2015 -por ejemplo, Boudou-Alicia Kirchner o Zannini-Urribarri, u otra
combinación que se le ocurra al lector-, en tanto ella no se postularía para
cargo alguno, salvo, quizás, encabezando la lista de diputados de la provincia
de Buenos Aires, de la que es nativa. Una vez obtenido el triunfo electoral, se
le ofrecería a Cristina el cargo de jefa de Gabinete, con amplia delegación de
facultades. Y en 2019, de nuevo, la Presidencia para quien debe tenerla.
Lo que avizorábamos como difícil pero posible hace seis o
siete meses ha dejado de serlo hoy. No hay ningún Medvedev en el entorno
presidencial que se destaque por sobre los demás ni mucho menos que pueda ganar
elecciones. La propia Presidenta ha perdido gran parte del apoyo que obtuvo al
ser reelegida en 2011. El único candidato kirchnerista (¿kirchnerista?) que
conserva una alta imagen positiva en la población es el gobernador de la
provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, que tiene su propio proyecto,
blindado contra cachetazos y humillaciones, y que si algo asegura es el final
del supuesto relato "progresista".
Descartada esta variante, y si se confirman los pronósticos
de una victoria aún más amplia de los opositores en las elecciones de octubre,
la Presidenta se verá obligada a coexistir en lo que resta de su mandato con el
síndrome del denominado "pato rengo" ( lame duck , en su original
inglés), largamente utilizado en la sociología electoral, sobre todo en los
Estados Unidos, para determinar la debilidad de los gobiernos democráticos en
la segunda parte de sus mandatos, cuando han sido derrotados en las elecciones
parlamentarias de mitad de término y no conservan en el Congreso las cómodas
mayorías a que estaban acostumbrados. Los "patos rengos" fueron en su
origen, en la jerga de los hombres de mar, los buques averiados que debían
pedir auxilio a otras naves para arribar a puerto. Varios presidentes
norteamericanos, de Roosevelt a Obama, pudieron ser calificados así por haber
perdido el control de una o de ambas cámaras legislativas.
Entre nosotros, lamentablemente, a partir de la recuperación
de la democracia en 1983 hubo dos presidentes que, después de ser vencidos en
elecciones parlamentarias, no pudieron concluir su mandato: Raúl Alfonsín, que
en 1989 debió anticipar en unos meses su salida, y -de modo más dramático y
cruento- Fernando de la Rúa, cuando le quedaban dos años más en la Presidencia.
Ambos eran radicales; ambos resultaron impotentes ante la presión económica y
social comandada por el peronismo.
Es muy probable que Cristina Kirchner deba acogerse, en
alguna medida, a la condición de "pato rengo" si las cifras de
octubre convalidan, como mínimo, las cifras de agosto. No se advierte que la
actual y tímida apelación a la clase media, aun si se consolidara, pudiese
torcer el destino del voto en un mes y medio, porque ése es el sector social
más enojado con el kirchnerismo, tanto por el estilo autorreferente de éste
como por su marca negativa en materia de inflación, inseguridad y corrupción.
Sin embargo, si se lo compara con los símiles de Alfonsín y
De la Rúa, el "pato rengo" proyectado para los próximos dos años será
un pato -valga el oxímoron- bastante lozano. No es radical sino peronista, no
se enfrenta a ninguna crisis económica terminal (si bien experimentará penurias
en este terreno) ni tampoco tendrá grandes conflictos en el Congreso, donde en
el peor de los casos vivirá una situación de inestables empates, tanto en el
Senado como en Diputados. La Presidenta no podrá elegir a su heredero, pero, en
la medida en que el transformismo peronista se lo permita y las circunstancias
políticas ayuden, dispondrá de otra oportunidad en 2019. Para ello tal vez
apueste al fracaso en el gobierno de una coalición opositora en 2015-19 más que
al éxito de Scioli en el mismo período, que implicaría una reelección del
exitoso.
No se trata de adivinar el futuro. Lo importante es cuidar,
entre oficialismo y oposición, la gobernabilidad, sin la obsesión del
enfrentamiento inútil. La Presidenta pasará a la historia con buenas notas si
gobierna hasta el último día de su mandato y conduce una transición ordenada y
razonable. Y si es con más diálogo y menos soberbia, mejor. Y la oposición
determinará si es capaz de alcanzar, en los dos arduos años que vienen, en la
indispensable unidad y con un programa innovador, una nueva mayoría democrática
y republicana, tan deseada y tan esquiva. Si no lo consigue, otra vez la triste
política argentina estará atada a la interna peronista.
© La Nación
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