Por Carlos Gabetta (*) |
Todo puede ocurrir en Siria. Una intervención de Estados
Unidos, solo o acompañado, y una respuesta simétrica de Rusia. China podría
inmiscuirse, del mismo modo que Irán e Israel. O sea que podría estallar una
guerra regional devastadora; incluso mundial. Medio Oriente es un caldero al
máximo de presión desde hace mucho tiempo.
Al Assad puede triunfar o ser derrocado. Siria podría
incorporarse al anecdotario reciente de países árabes o persas que van de
satrapías a “democracias” hegemonizadas por fundamentalistas religiosos, como
Libia; o de éstas últimas a dictaduras militares, como Egipto.
En cualquier caso, el caos. Pase lo que pase, el fondo de la
cuestión es que la “occidentalización” del mundo árabe y persa, que Occidente
vende como la instalación de la democracia republicana (“libertad, igualdad…”),
es en los hechos la explotación capitalista despiadada de los recursos
naturales de la región, con total prescindencia del tipo de régimen en plaza.
Ahí tenemos a Arabia Saudí, un enorme pozo petrolero cuya monárquica
estabilidad fascina a Occidente y donde las mujeres no pueden votar ni conducir
vehículos y para recibir asistencia médica o viajar necesitan la autorización
por escrito de un tutor masculino. El otro gran aliado occidental, Israel, es
una democracia con toda la barba cuyas necesidades de defensa están más que
justificadas, pero que practica el terrorismo. Decir esto ha dejado de ser una
“provocación antisemita” desde que ciudadanos estadounidenses, judíos y respetadísimos
intelectuales como Noam Chomsky y Gore Vidal, entre muchos otros, lo han dicho
y escrito.
Se olvida con ligereza que la inestabilidad regional
sistemática si no empezó, se agudizó en Irán. No hay espacio aquí para
desarrollar la historia del subdesarrollo iraní y sus conflictos internos
posteriores a la guerra de 1914 y la revolución soviética; de la intromisión de
Inglaterra y Estados Unidos, ansiosos por apropiarse de su petróleo y
mantenerlo lejos del vecino comunista. En 1953, el gobierno democrático y
nacionalista moderado (había nacionalizado el petróleo e impulsado una reforma
agraria) de Mohammad Mosaddegh fue derrocado por un golpe de Estado organizado
y financiado por la CIA. El Sha Muhammad Reza Pahlavi pasó a ejercer el poder
absoluto, desencadenó una implacable represión contra la izquierda, los
nacionalistas y algunos líderes religiosos y, en “déspota ilustrado”, inició la
“modernización” de Irán. En rigor, una occidentalización capitalista salvaje
que acentuó las desigualdades y debilitó o destruyó las redes y mecanismos
familiares y religiosos tradicionales, sin reemplazarlos por los sistemas de
protección social occidentales.
Este capitalismo arcaico que los países desarrollados de
capitalismo moderno aplican a los demás, desembocó en 1979 en la “revolución
islámica” del ayatollah Khomeini, el primer régimen fundamentalista abierto y
activamente antioccidental en un gran país petrolero. Luego vinieron las dos
invasiones occidentales a Irak, basadas en falsedades ampliamente comprobadas,
que provocaron centenares de miles de víctimas y el caos en el país. Antes,
Occidente había cerrado los ojos ante el empleo de armas químicas contra Irán
por su todavía aliado, el sátrapa iraquí Saddam Hussein.
“(…) Si Occidente hubiese dejado a los países árabes en
libertad de tomar sus propias decisiones (...) hemos sostenido a gobiernos muy
poco recomendables y hemos derrocado a otros que no considerábamos simpáticos
(...) Si hubiésemos hecho aquello que habíamos prometido a los árabes, es decir,
dejarlos en libertad de tener sus propios gobiernos y nos hubiésemos quedado al
margen de sus asuntos, simplemente comprando su petróleo (...) pienso que esto
no hubiese ocurrido”.
(Declaraciones de Ken Livingstone, alcalde laborista de
Londres, luego de los atentados terroristas del 7 de julio de 2005).
(*) Periodista y
escritor.
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