Por Fernando Iglesias |
Un fantasma recorre la Argentina: el fantasma de la
renovación peronista. Es un viejo fantasma, que desde hace treinta años vaga en
pena por los palacios y las villas miseria de la Patria sin decidirse a
aparecer ni a desaparecer jamás. Es un fantasma melancólico, en cuya inasible
presencia se esconde el secreto del éxito interminable del peronismo y el de
las problemáticas consecuencias que ha tenido para el país.
Los motivos por los cuales el partido que ha gobernado más
tiempo que todos los demás partidos y dictaduras juntos vive prometiendo
renovarse no son difíciles de comprender.
Es que los ciclos peronistas suelen
concluir con la Argentina en guerra consigo misma, la infraestructura hecha
pedazos y las instituciones devastadas, la corrupción desbordada e inmensas
deudas financieras, jubilatorias y energéticas a pagar por futuros gobiernos y
generaciones o, más frecuentemente, con una combinación de todo esto a la vez.
Sin embargo, de la larga historia de los fracasos peronistas la sociedad
argentina ha extraído la rara conclusión de que sólo el peronismo es capaz de
gobernar. El resultado es este extraño país en el que todos somos peronistas
menos los distinguidos caballeros que nos han gobernado los últimos años,
quienes pierden esa condición en el momento en que abandonan el poder. Ésos...
ésos no son peronistas sino agentes infiltrados en el campo nac&pop por la
CIA o la Cuarta Internacional, según las épocas. El peronismo verdadero, en
cambio, es como el Cristo de los adventistas: siempre está a punto de llegar.
Así son. Así proliferan. Siempre dispuestos a rescatarnos de sus propias
garras, a recordarnos que no hay salvación fuera de su iglesia y a condenar al
infierno a los contreras y aguafiestas que les hemos impedido construir el
paraíso en estas tierras a pesar de las largas décadas de que han dispuesto
para hacerlo los Kirchner, Menem y el mismo Perón.
El primer ciclo peronista implosionó con la crisis de 1950 y
llevó al ajuste, el pan negro, las persecuciones a los opositores y la
represión de las protestas obreras. El segundo fue el de los crímenes
montoneros, el Rodrigazo, la Triple A, las listas negras y los primeros
desaparecidos. El tercero logró transferir al siguiente gobierno la
desocupación desbordante, la deuda exponencial y la Convertibilidad. Hoy
estamos como estamos en el fin del cuarto ciclo a pesar de la catarata de
recursos que la maléfica globalización volcó sobre el país. Pero nada vale.
Nada cuenta. Como no vale ni cuenta que dos de los tres mayores ajustes de
nuestra historia (1975 y 2002) ocurrieran bajo gobiernos peronistas, en tanto
el otro (la hiperinflación) lleva los estigmas populistas que constituyen su
signo en la Tierra. La Argentina se desmoronó económicamente cuatro veces.
Después de la crisis del petróleo, en los 70; al comienzo y al final de la
crisis de la deuda latinoamericana, en los 80, y como corolario del colapso de
todos los países emergentes entre 1994 y 2001. Sumemos: un gobierno peronista,
uno militar, otro radical y una década peronista terminada en dos años de
radicalismo frepasista. Cualquier análisis racional concluiría que las crisis
de gobernabilidad argentinas se dan sin que importe quién esté al comando y
dependen de factores ajenos a las políticas locales, mediocres y cortoplacistas
ya sea con militares, radicales o peronistas en el poder. Sin embargo, sólo las
crisis que no sufrió el peronismo son tenidas en cuenta como demostraciones de
ingobernabilidad, el ajuste es -por definición- antiperonista y los únicos
golpes de Estado que se consideran tales son los de 1955 y 1976, y no los que
ayudaron a dar Perón y los peronistas en 1930, 1943, 1966 y 2001.
Ante la profecía autocumplida de que sólo el peronismo puede
gobernar, es inútil también la constatación de que cuando la economía se
desmorona ni las dictaduras genocidas son capaces de manejar este país, y de
que cuando hay viento de cola hasta las arquitectas egipcias pueden hacerlo.
Para los argentinos, la realidad es una opinión, y una opinión peronista.
Ningún hecho nos convencerá de la intrínseca ingobernabilidad del sistema
nac&pop, ya que el peronismo no pertenece al orden de lo político sino al
de los fenómenos identitarios y religiosos. ¿Quién podría culparnos, si las
pocas razones que inducen a creer que sólo el peronismo puede gobernar son
repetidas como un mantra por los peronistas mientras que las muchas que
demuestran lo contrario son calladas por intelectuales, periodistas y políticos
no peronistas con el objeto de evitar la excomunión? Se trata, además, de una
cuestión de supervivencia psicológica: ante la incapacidad de los no peronistas
conviene pensar -contra toda evidencia- que el peronismo puede evitar el caos.
Lo que sea con tal de no intentar remediar nuestra incorregible ingobernabilidad
respetando el Estado de Derecho, con grave daño para la identidad nacional.
Eso, jamás. Eso es cosa de suecos, de alemanes y de ateos y, últimamente, de
chilenos, uruguayos y brasileños; pobres gentes que sufren un mundo que se les
está cayendo encima mientras aquí la tercera plata dulce promete no terminar
nunca jamás.
La idea de que el peronismo es el protector de los pobres y
posee el monopolio de la gobernabilidad nos ha traído hasta este último cuarto
de siglo de decadencia, en el que al compás del mundo los muchachos peronistas
se han disfrazado de neoliberales, primero; de revolucionarios, después, y de
desensillemos hasta que aclare, hoy. A nadie le parece contradictorio que un
partido que vive necesitando una renovación siga siendo el único capaz de
gobernar. Mucho menos le interesa este asombroso hecho a la oposición, que
sobre él ha elaborado la teoría de la pata peronista, con resultados dignos de
mención: un vicepresidente peronista que renunció porque unos senadores
peronistas aceptaron unas coimas y un intachable prohombre de la renovación
peronista los denunció, muy alarmado por el inusitado estropicio institucional.
Momento en el cual el gobierno -radical- se desplomó y el poder cayó, vaya
casualidad, en manos de unos peronistas que con gran sentido del sacrificio por
la Patria pasaban por allí y lo atajaron antes de que tocara el suelo, y que le
han tomado ya tanto cariño que de soltarlo no quieren ni oír hablar.
Desde este enorme éxito, la teoría de la pata peronista se
hizo un lugar común de la oposición. Por eso la presencia de un peronista en
cada lista opositora se ha convertido en parte de un reglamento no escrito. Los
hay de todo tipo: jóvenes semiperonistas que enviaron al campo al purgatorio
para salvarlo del infierno; ancianos ultraperonistas que confunden a Kicillof
con Mosconi; prometedores entrepreneurs peronistas que nadie sabe dónde poner.
y peronistas-peronistas, claro. Muchos, y de todo pelaje y color. Todos ellos
constituyen la renovación peronista por otros medios, los opositores, y como
tales han de ser aceptados, ya que las vías de la renovación peronista son
infinitas, tanto o más que las del Señor.
De manera que en 2015 será el turno del peronismo de centro,
para 2019 le tocará al peronismo de arriba y en 2023 lo sucederá el peronismo
de abajo. Ya está todo arreglado. Tengamos la fiesta en paz. Votaré en octubre
por una lista con al menos un candidato peronista. Y sin proferir una sola
crítica, prometo. No vaya a ser que me digan gorila. No vaya a ser que me
acusen de antipatria. No vaya a ser que quienes se han llevado hasta la
esperanza me miren mal. No vaya a ser que en un país cuyos ciudadanos proclaman
que el auge de la criminalidad ligada a las drogas es el más grave de los
problemas nacionales alguien levante la perdiz de que nos preparamos a
consagrar presidente, con dos años de anticipación, al candidato de la liga de
intendentes del conurbano bonaerense.
Sobre todo, que nada ni nadie destruya las tiernas
esperanzas en la renovación peronista que vuelven a nacer en el sufrido pueblo
argentino; tan similares a las que despertó Cafiero cuando reemplazó a Luder;
Menem, cuando sustituyó a Cafiero; Duhalde, cuando tomó el lugar de Menem, y
Kirchner, cuando dejó a Duhalde atrás. No vaya a ser que la renovación
peronista se nos frustre de nuevo y su fantasma siga errando por allí. Que el
buen Dios no lo permita, y a los que no creemos en fantasmas pero vivimos dominados
por ellos, nos conceda el don divino de la resignación.
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