Por Gabriela Pousa |
Existe
el mundo y existe Argentina. Así, por separado. Y no porque el país se halle
más o menos inserto en el planisferio sino porque a juzgar por los últimos
acontecimientos y los datos que revelan recientes sondeos de opinión, el
modo cómo Argentina “evoluciona” no encuentra simetría ni parangón. Somos
distintos. Hay que asumirlo.
Podrá
discutirse ‘ad infinitum’ si predomina sangre latina o europea, si Cristóbal
Colón fue héroe o villano, si valemos o no la pena, pero no puede haber
polémica sobre la particular idiosincrasia de un pueblo que vive sumido
en la queja mientras se presta a votar precisamente aquello que le molesta.
Y
es que millones de argentinos volverán al cuarto oscuro el próximo domingo 27
de octubre sin tener demasiada conciencia del por qué el gobierno debe
perder.
Entiéndase: al
decir “debe perder”, lejos de estar incitando a la violencia o de pertenecer a
un círculo rojo, amarillo o violeta, se está defendiendo la libertad, la
democracia, la paz. Porque lo que está en juego en los próximos
comicios es eso, ni más ni menos. Y el kirchnerismo hoy se ha tornado
justamente, la antítesis de aquello.
Es
verdad que si comparamos este presente social con el clima reinante un par de
años antes, parece haber plena conciencia de esta realidad. El gobierno
acaba de sufrir una derrota grande en las “internas” y se encamina hacia otra
aún mayor. Parece que su “karma” es superarse (en el daño claro). Lo
hace la jefe de Estado a diario con sus desatinos, la emulan sus ministros; y
su tropa, La Cámpora, cada día echa una nueva pala de tierra sobre sí misma. Se
han vuelto más papistas que el Papa cosa que logró enardecer hasta a la
“Papisa”.
No
fue necesario que surja ningún líder fuerte ni mucho menos un estadista del
otro lado para que la gestión kirchnerista entre en su cuenta regresiva. Se
requirieron 10 años. No es mucho, es demasiado. Sin embargo, es el mismo plazo
que tuvo el menemismo. En ese sentido, y si no fuera por el “heredero”,
habría que agradecer al duhaldismo no habernos hecho perder tanto tiempo…
Teniendo
en cuenta esos parámetros, que el gobierno pierda parece razonable.
Deja de serlo cuando se observa que quién ha de llevarse los votos es un
candidato que ni siquiera está abocado en estos días a la tarea proselitista. Por
el contrario, Sergio Massa apenas regula los pases mientras descansa en las
arbitrariedades del resto, y deja que sea la Presidente quien haga la campaña a
su favor, y le muestre eficacia.
¿Para
qué hablar, para qué mover un dedo si ya ganó? Aunque eso debiera decirlo el pueblo,
convengamos que a esta altura es Cristina quién lo decidió.
Después
de todo es lógico que la mandataria termine eligiendo a su sucesor, lo
paradójico es que este surja de lo que se supone es el bando opositor.
Peculiaridades de esa Argentina que existe independientemente de todo el resto.
En
este contexto, la gente irá a votar a quien, de no haber tenido la audacia
necesaria, podría ser tranquilamente el delfín de la Casa Rosada. Es casi
fortuita la circunstancia de que sea Insaurralde el aliado, y Massa el
adversario.
Lo
extraño es que se votan senadores y diputados pero parece como si en verdad se
definiera la titularidad del Ejecutivo Nacional. Alguien adulteró los
calendarios porque el 2015 huele a presente aunque falten aún dos años.
Pues
bien, ese alguien que ha hecho hasta lo indecible para lograr que el hoy ya sea
pasado, ha sido la Presidente. Se le deben todos los méritos de este hartazgo
generalizado. Hasta resultará injusto que el intendente de Lomas de
Zamora sea indicado luego, como el candidato del fracaso.
Ahora
bien, ¿cómo puede estar dándose por terminado a un gobierno cuyo mandato
vence dentro de dos años? En primer lugar, eso sucede porque esta
geografía se llama Argentina. En segundo término porque hay un “ismo” que va
mutando: el peronismo.
Se
alquila a diferentes jefes hasta que la vida útil de estos va menguando.
Entonces, cuando desaparecen, adquiere una forma diferente. No
confundamos: la forma no es el fondo. De ese modo, el ocaso del kirchnerismo
será el nacimiento del massismo, el sciolismo o algún otro derivado.
Quien
quiera que sea obrará exactamente igual. Tratará de convencer cuán diferente es
al que se va. Eso es independiente de lo que haya sucedido hasta unas
horas atrás. No importa si lo apañó cuando había que denunciar o si le votó a
libro cerrado todas las leyes, a partir de ese instante se ofrecerá como el
cambio más radical.
En
definitiva, lo importante no es poner punto final al peronismo cuya definición
nadie medianamente sensato se atreve a dar. Lo urgente es acabar con el
populismo (suponiendo que sea distinto) del que se nutren sus inquilinos. Estos
han entendido que sin el caudillo titular, el molde es sólo un eufemismo del
oportunismo político. Y eso sólo puede suceder respetando la Constitución
Nacional lo cual, en esta Argentina tan ajena a lo normal, parece ser un
desafío magnánimo en lugar de ser un devenir absolutamente natural.
Así
pues, tras los comicios legislativos que están viviéndose equivocadamente como
una elección presidencial, será difícil discernir hasta qué punto ganó el
ganador. Y es que el ex jefe de Gabinete devenido opositor, más que
adhesiones, ha de recibir los rechazos que cosechó con creces la jefe de Estado
en los últimos años.
De
algún modo, Massa quedará parado en un escenario similar al que le tocara en el
2003 a Néstor Kirchner, es decir será electo con votos prestados. El
modo como construya poder será pues la forma de diferenciarse o no de aquel.
Desde
ya que el tigrense asumirá en el Congreso y no en Casa Rosada, pero ese dato
hasta ahora no parece estar demasiado claro, y no es un detalle: es algo
rigurosamente grave, malo.
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