lunes, 23 de septiembre de 2013

Cambiar para que nada cambie

Por Gabriela Pousa
Con el 2013 entrando en su último trimestre, la tajante sentencia de Heráclito se hace inexorablemente latente: “Nadie se baña dos veces en el mismo río“. Sin embargo es menester destacar que no todos los cambios implican avances y que muchas veces hay situaciones que se modifican para que nada se altere esencialmente.

En ese dinámico mutar se halla la Argentina actual. El escenario político muestra una nueva escenografía: de la negación absoluta de problemas a la radicalización de métodos para paliarlos. Así, de pronto, lo inexistente es lo prioritario. 

Se borraron los libretos, el relato abre paso al reino de lo improvisado. “Si con el blanco no dio resultado, vamos con el negro“, parece ser la premisa. No consideran matices cuando Argentina, precisamente, se tiñe de grises y castaños.

Ya no se trata del país sumido en una crisis económica que habilita saqueos y caos, ni es el país de la clase media impedida de acceder a un electrodoméstico o visitar la costa una semana en enero. Es el país de contrastes, de mucho lujo y mucho hambre.

El país donde Mercedez Benz y Audi consiguen récords de venta mientras hay criaturas con sed y déficit alimentario. Entonces, todo se torna más difícil de entender pero queda claro que el camino transitado ha sido errado otra vez. Los resultados de los últimos comicios mostraron justamente esa ambivalencia: el fracaso por lo hecho y la esperanza que agita el “darse cuenta” que así no es.


En lo sucesivo hay que buscar otro camino. El desafío estimula pero acobarda al unísono: en el tablero electoral errar sigue siendo una opción aunque sea más cómodo disfrazarla de “destino”, así se justifica situarnos en el ‘aquí y ahora’ como sujetos pasivos.

Por otra parte, la oferta de candidatos no coopera a la hora de sumar certezas de verdadero cambio. Hay mucho parecido y poco distintivo. Sergio Massa se erige como oposición al modelo del cual participó, sin exponer claramente cuándo y por qué dejó de pertenecer. Sin duda su caudal electoral explica hasta qué punto, el actual gobierno cansó. A fuerza de oponerse, poco parece importar quién gane la elección, y posiblemente deba primar la urgencia al detalle.


En ese sentido, la situación del oficialismo es similar a la de la sociedad: ambos están uniendo lo urgente con lo importante. Con el gatopardismo kirchnerista se busca apenas que la derrota en las legislativas no sea estrepitosa. Con el voto al intendente de Tigre, la gente pretende limitar a la Presidente. En rigor, es dable decir que hoy, urgencia e importancia fatalmente se igualan.

La perversión del gobierno amerita que así suceda. A la ineficiencia se une la malicia y el absoluto desprecio ya no por la política sino por la mismísima condición humana.


Ahora bien, una vez logrado el freno, ya no será posible dejar de separar y dar prioridad a lo esencial: el cambio real. No se trata de adornar el sendero ni de torcerlo sino de elegir uno nuevo. Para ese fin es menester que los habitantes del país asuman definitivamente su rol ciudadano. Lamentablemente la democracia argentina sigue siendo netamente delegativa después de 30 años.

A pesar de que ya no existen los grandes movimientos doctrinarios creando lazos de referencia para encauzar a los votantes, el desentendimiento sigue siendo grande. A ello ha colaborado el eufemismo de las internas partidarias que terminó siendo una elección donde – con excepción de algunos sectores – no se ha elegido nada.

El voto ya no se siente como un derecho sino como una obligación. La cultura de la transgresión hace mella y la inexistencia de castigos premia al hastío. En ese contexto es entendible que Octubre no genere expectativas en la gente porque se prevé una repetición del resultado anterior. Sin embargo Octubre debe ser contemplado como el principio del final, no como el final en sí mismo.


Massa deberá demostrar tras los comicios que su construcción política y su ambición es diferente a la del kirchnerismo. La victoria no da derechos o no debería darlos al menos. Hasta ahora repite la vieja fórmula de Néstor Kirchner, gobernando con encuestas en la mano.

Con una economía incierta pero sin la debacle de otros años, es el modelo de gobernar lo que está agotado. Eso no implica que lo esté también el gobierno. El teatro no varió sustancialmente en los últimos dos años. Los índices delictivos se mantienen parejos, la corrupción es a esta altura un dato genético del oficialismo. La estafa y el engaño cumplen 10 años.

Cristina fue contundente tras la derrota en las PASO al enfatizar que aún detentan el mando. Subestimar esa realidad es un error como lo ha sido subestimar su posibilidad de construir poder tras el magro caudal electoral del 22% inicial. Podrán no lograr un tercer periodo electoral pero mantienen intacta la capacidad de daño.


La fábula de la rana y el escorpión nos permite inferir cómo será la transición. La debacle será atribuida a la insuficiencia de poder más que al exceso de administración y control de un Estado con nombre de mujer y apellido heredado. A su vez, la apuesta a todo o nada será redoblada.

La política concebida por el gobierno como un campo de batalla erigirá nuevos enemigos en lo sucesivo. Consecuentemente, la oposición y el pueblo deberán entender que la neutralidad ya no podrá ser atribuida a la ignorancia sino que antes o después, será juzgada como una forma de complicidad agravada.


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