Por Emilio De Ipola (*)
Contaré una anécdota aparentemente banal: en un programa
tipo magazine de la televisión, hace cerca de un mes, varios participantes
discutían sobre los programas cómicos y, en particular, sobre los actores que
los protagonizaban. Pudo escucharse la imagen y la voz de Alfredo Casero, quien
expresaba su desaliento por la mala calidad de esos programas en la actualidad
y su opción por actuar en telenovelas “serias” antes de caer en la burda
reiteración de emisiones cómicas basadas en un humor barato y gastado.
La mayoría de los comentaristas acusó a Casero de envidioso por carecer de popularidad. Esa popularidad que otros tenían.
La mayoría de los comentaristas acusó a Casero de envidioso por carecer de popularidad. Esa popularidad que otros tenían.
“Ser popular”: he ahí para ellos la garantía de un buen
actor cómico. En la larga saga del humor televisivo argentino hubo dos grandes
rupturas que elevaron a kilómetros luz la chata calidad de los programas de
humor: Telecataplum y Cha cha cha. Todos los demás no consiguieron ni siquiera
imitarlos, y aunque, antes y después de ellos, hubo actores que lograron hacer
reír –en primer lugar Niní Marshall, precursora del humor inteligente y de alto
nivel, así como Pepe Iglesias, Juan Carlos Mareco, Los Cinco Grandes del Buen
Humor, La revista dislocada, Olmedo–, ninguno de ellos pudo igualar el nivel
del programa de los uruguayos y del de Casero. Sin embargo, éstos no lograron
mantenerse, no tenían el rating exigido, no eran “populares”. Para humoristas
presuntamente “cultos” basta con la jerga “seudoculterana” y “nacionaloide” de Dolina
por radio y por TV, aunque sus monólogos terminen por fatigar al oyente. Sus
pullas a Beatriz Sarlo muestran lo bajo que ha caído. Nadie parece advertir que
el problema está mal planteado: si el televidente o el oyente sólo aprecia lo fácil y repetido es porque se ha educado
en esa escuela. Y cuando surgen excepciones, no logra apreciarlas. No porque
sea tonto, sino por falta de entrenamiento. Y ríe al ritmo de la risa enlatada
que le envía la TV. La tele emite cultura por gotas y estupidez a baldazos.
Pero pasemos a la política, cuyos actores son capaces de
hacernos llorar y también reír (el humor político de calidad se acabó con la
desaparición de Tato Bores, otro gran humorista de talento). De la Rúa fingió
el coraje de explicitar el tema “Dicen que soy aburrido”, declaración que no
mejoró su estilo. Yrigoyen, poco visible pero sin embargo carismático, dispuso
de una autoridad casi monárquica y una
prosa grandilocuente, detrás de las cuales se escondía un político sagaz e
incisivo. Perón se ganó al pueblo con una oratoria ni chabacana ni barroca,
comprensible, directa, compradora, no impermeable al humor pero tampoco a la
cólera. Raúl Alfonsín fue siempre llano, claro, con un trasfondo de emoción
contenida, capaz de elogiar al adversario leal como de llamar “fascista” al
auditorio que lo abucheaba.
En todos ellos había mucho de actuado, de construido frente
al espejo, pero eso no les quita autenticidad. Veamos ahora a nuestra actual
presidenta. También ella buscó la imagen que mejor la expresara: en sus
primeras intervenciones obtuvo algunos logros indiscutibles y, sobre todo, de
conmovedora autenticidad: tal el caso de su discurso al inaugurar el busto del
doctor Alfonsín; también su intervención en la Sociedad Científica Argentina,
en 2009: allí, en un desliz me temo que estudiado, interrumpió el excelente
discurso que estaba pronunciando para preguntar si en ese recinto se podía
nombrar a Dios…
Pero poco a poco fueron ganándola la intolerancia, la cólera
y la broma fácil. Con el 54% de los votos sus discursos fueron marcados por la
omnipotencia, la soberbia, la bronca y hasta el lenguaje soez. Aun reconociendo
que el habla cotidiana ha hecho un generoso “destape” desde hace más de tres
décadas, no favorece al discurso presidencial aprovechar ese destape para su
uso personal y copiarlo –a veces con algunas disculpas–. Puede acercarse al
discurso cotidiano de la gente, pero no identificarse con él.
Desde hace tiempo sabemos que los discursos políticos no son
una “superestructura” que explicaría, ocultaría o denunciaría la política real.
Esos discursos forman parte de la política y, a menudo, parte esencial de ella.
Y tienen además la posibilidad de expresar, previo análisis, la situación
política, aunque no precisamente a la manera de un reflejo.
En los últimos meses, el discurso de Cristina Kirchner se
libró de la tarea de explicar y dar argumentos y se limitó a denigrar a unos
políticos y a levantar el nombre de otros, en partir a algunos que llevaban el
mismo apellido que su difunto marido. El conflicto tuvo su epicentro en el seno
de sus propias fuerzas (la oposición externa, sin brújula, todavía no contaba):
el viejo peronismo se resistía a ser “superado” por el kirchnerismo y las
querellas entre los nuevos y los viejos remitían más a nombres que a medidas
(salvo la re-reelección). La Presidenta rebajó aun más el nivel de su discurso
y no vaciló en usar de todos los medios para que su gobierno pusiera coto a la
baja de popularidad que visiblemente sufría. Para peor, la situación económica
fue decayendo día a día: ya nadie, y menos el propio gobierno, creía en las
estadísticas fraudulentas del Indec oficial y la inflación tocaba los bolsillos
de las clases trabajadoras y medias en proporciones alarmantes. Las maniobras
como el cepo al dólar y los congelamientos de precios –que no se respetaron–,
el Cedin, la prohibición de publicidad, no tuvieron el menor efecto positivo,
salvo el de sacar a la luz la siniestra figura del secretario de Comercio y
exhibirla a los ojos asustados de la gente.
La Presidenta y sus acólitos, en un giro de 360 %, la
emprendieron contra lo mejor de sus primeras medidas: la aplaudida Corte
Suprema se convirtió en la corporación por excelencia, merecedora de todos los
insultos (en ese papel se destacó Hebe de Bonafini). En otro orden de cosas, el
gobierno nacional y popular nacionalizó YPF y echó a Repsol; el gobierno real
decidió optar por Chevron. De todos modos, por ahora continuamos viviendo de la
exportación de la soja. Seguimos siendo el país agroexportador que fuimos por
décadas. A causa de todo ello, me atrevo a preguntarles a mis amigos
progresistas que apoyan a este gobierno: “… se juegan, gastan su talento,
escriben, luchan y hasta se tragan sapos… ¿por esto?”.
(*) Profesor titular
de la UBA e investigador del Conicet.
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