Por Alfredo Leuco |
Investigación exclusiva: el plan del Gobierno para perder
las elecciones. Autoatentados en Twitter, nombramiento de un jefe militar
sospechado de delitos de lesa humanidad, regreso de un director del servicio
penitenciario experto en mano dura, festejos por triunfos electorales en la
Antártida y la comunidad qom, conferencias de prensa falsas, llantos en cámara
y candidatos opas. Cómo es la estrategia del oficialismo para dilapidar en dos
meses lo ‘ganado’ en una década”.
La tapa de la revista Barcelona editorializó así, por el
absurdo, como una manera de reír para no llorar. Tal vez sea la única forma de
comprender lo incomprensible de un gobierno que no deja de atentar contra sí
mismo. Se podría sumar al plan de Cristina como jefa de campaña del Frente para
la Derrota la comparación que hizo con Australia, Canadá y el aporte obsecuente
de Débora Giorgi, que sumó a Estados Unidos a ese insólito torneo donde ganamos
en algunos rubros y nos golean en los más importantes.
Si Cristina necesita medir su gestión, no es necesario que
vaya a otras latitudes. Puede poner sobre la mesa de análisis los números
actuales y colocar al lado los que recibieron de Eduardo Duhalde/ Roberto
Lavagna, aunque no soporte a “el Padrino”, como ella bautizó al ex presidente
para vincularlo a la mafia de Don Corleone pero que dio en la tecla porque fue
Duhalde el que “apadrinó” la candidatura de Néstor Kirchner.
En esas planillas podría ver que recibieron un país que ya
no estaba en llamas.
Cuando asumió Néstor encontró 16.500 millones de superávit
comercial y crecíamos al 7%, con apenas el 4% de inflación.
Este año, y gracias a la incapacidad de Cristina, con suerte
vamos a llegar a los 8.500 millones de superávit comercial, al 2% del PBI y con
una inflación que los más prudentes ubican en el 25%. Duhalde se hizo cargo con
los bancos cerrados y tapiados y con 18 cuasimonedas, después del default más
importante de la historia de la humanidad (triplicó al de Rusia) y en medio de
una anarquía social que sembró de muertos la Plaza de Mayo y que reclamaba “que
se vayan todos”, con cinco presidentes y después de 42 meses consecutivos de
caída del producto bruto y antes de que explotara la convertibilidad y huyera
Fernando de la Rúa.
Ese gobierno de transición de 15 meses se retiró sin una
sola denuncia de corrupción y le transfirió a Kirchner cuatro ministros (Lavagna,
Pampuro, Aníbal Fernández y Ginés) y alrededor de treinta secretarios de
Estado.
La mayor parte de lo que la década ganó se dio hasta 2007.
Desde que se hizo cargo Cristina “cambió el modelo sin avisar”, como definió
Jorge Remes Lenicov, otro de los padres del esquema productivo y virtuoso. Ese
equipo que apagó el incendio, en su mayoría, hoy está con Sergio Massa, que en
aquellos tiempos manejó la Anses: Lavagna, José Ignacio de Mendiguren, Jorge
Sarghini, Miguel Peirano, Martín Redrado, entre otros, y hasta Alberto
Fernández, que era jefe de Gabinete y un lado del triángulo del poder político.
Por eso es contraproducente para los K que, en la
desesperación por satanizar a quien puede firmar el certificado de defunción
del ciclo, lo acusen de neoliberal y de querer volver a los 90. Los
colaboradores que eligió parecen querer volver al modelo de Néstor que a
Cristina se le fue entre los dedos.
Tal como dice Roberto Gargarella, la segunda mitad del
proceso kirchnerista se parece más a la máxima derecha posible que a la
izquierda. ¿Cómo se pueden caracterizar la ley antiterrorista, el Proyecto X,
la designación de Milani, el pacto con Irán, el abandono del Estado antes,
durante y después de las víctimas de la masacre de Once –cuya responsabilidad
fue de funcionarios, empresarios y sindicalistas kirchneristas–, el acuerdo
secreto con Chevron, la alianza con empresarios de medios menemistas de tiempo
completo y dudosa moral, la sociedad con gremialistas burócratas o espías de la
dictadura, su obsesión discriminatoria con los pueblos originarios como los qom
sólo para mantener su transa con señores feudales como Gildo Insfrán, los
intentos de voltear las medidas cautelares –que son un verdadero escudo para
los más desprotegidos–, las trabas a los juicios jubilatorios o cobrarle
impuesto al salario de los trabajadores? Y es sólo una lista provisoria.
Juan José Campanella, conmovido en el acto por la tragedia
del tren Sarmiento, en la que la corrupción de Estado asesinó a 52 personas,
fue en el mismo sentido. En su discurso dijo: “Si está mal indignarse cuando
alguien dice que la corrupción es abstracta, entonces soy culpable. Si eso es
ilegal, soy más que culpable, soy reo confeso. Es más, me ofendería si me
absolvieran”.
Esta Argentina bajo emoción violenta emite señales cruzadas.
Daniel Scioli, que hasta hace un par de meses era “la gran esperanza blanca de
la derecha y las corporaciones”, hoy es la última tabla de salvación a la que
se aferran hasta los que se cansaron de fustigarlo, como Martín Sabbatella. Alberto
Pérez, siempre tan prudente, acusó a Sergio Massa de “tener un pacto con
Magnetto para socavar la gobernabilidad”. ¿No será mucho acuerdo para dos
personas que no se conocen? Hasta hace 15 minutos, el niño mimado del Grupo
Clarín era Scioli, quien no faltaba a ninguno de sus eventos institucionales.
El gobierno nacional no sale de su confusión porque no
entiende o no quiere entender lo que pasó. Cristina dice que no van a cambiar
nada y Daniel Scioli que se van a hacer todas las correcciones necesarias. ¿A
quién hay que creerle? ¿En nombre de qué proyecto habla Scioli cuando dice que
hay que cuidar que este gobierno termine lo mejor posible? ¿Está hablando de
Cristina o de su propia provincia? La tozudez y el aislamiento de la Presidenta
llevaron a su gobierno a esta situación de debilidad, que puede potenciarse en
octubre. Ni la oposición ni los medios la obligaron a cometer torpezas
seriales. El kirchnerismo llegó al poder sin el apoyo del periodismo, y ahora
sufre fuertes turbulencias pese al respaldo de un amigopolio tan ineficiente
como subsidiado por todos. Como dice Julio Bárbaro, “nunca tantos fondos
públicos se transformaron en ganancias privadas”. Es la confirmación de que la
historia la construyen los pueblos y no las operaciones de prensa.
Ella fue y sigue siendo la responsable principal de cuidar
las instituciones, la paz social y la República. Todos debemos ayudar. Ojalá se
deje ayudar.
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