Por James Neilson (*) |
Dicen que al caer la noche, Cristina lloró desconsoladamente
al enterarse de las dimensiones de la derrota que le propinaban millones de
ciudadanos. Tenía motivos para sentirse traicionada por la realidad. Puede que
nunca se haya creído la autora exclusiva del gran relato nacional, pero durante
varios años pudo actuar como si lo fuera, negándose a prestar atención a
quienes le advertían que el pueblo estaba escribiendo otro muy distinto. Pues
bien: el domingo pasado los votantes le entregaron el borrador de un relato en
el que le toca un papel humillante, el de una presidenta repudiada por la
mayoría abrumadora de sus compatriotas no tanto por los errores de gestión que
se han cometido en el transcurso de los años últimos cuanto por su propia
personalidad.
En el cuarto oscuro, una mayoría abultada aprovechó una
oportunidad para decirle que le indignaban la corrupción, la arbitrariedad, la
virulencia verbal, el autoritarismo y el desprecio altanero por las leyes que,
de acuerdo común, son sus características más notables.
Aunque Cristina espera cambiar muchos detalles del relato
sumamente desagradable que está confeccionándose en la mente colectiva antes de
las elecciones legislativas de verdad del 27 de octubre, temerá que los
resultados le sean más negativos aún. A menos que muchos decidan que la señora
ya ha sufrido bastante y que por lo tanto les corresponda perdonarle sus
excesos para que se vea beneficiada nuevamente por los votos de los compasivos,
los candidatos, seleccionados por el dedo presidencial, del Frente para la
Victoria, podrían terminar compartiendo menos votos que los obtenidos por
Néstor Kirchner en las elecciones de 2003. En aquella oportunidad, le bastó al
Eternauta un escuálido 22,2 por ciento de los sufragios; en las engañosamente
llamadas “primarias” del domingo, el FpV kirchnerista consiguió apenas el 26
por ciento en todo el país.
Cristina y sus incondicionales rezan para que se repita el
milagro que se dio después de las elecciones legislativas de 2009, cuando,
luego de haber sido fustigado por los votantes, su gobierno logró reconciliarse
con ellos hasta tal punto que dos años más tarde pudo celebrar un triunfo
plebiscitario. Habrá sido por este motivo que la noche del desastre Cristina,
bien maquillada, pronunció un discurso casi eufórico; aprovechó la ocasión para
embestir por enésima vez contra los medios y la Justicia, además de
comprometerse a seguir “profundizando el modelo”.
Mientras que en otras latitudes un gobierno que acabara de
recibir una paliza tan brutal como la asestada por el electorado procuraría
salvarse modificando radicalmente el rumbo y echando a docenas de funcionarios,
el de Cristina parece resuelto a no darse por aludido. Se entiende; para la
Presidenta, cualquier retroceso sería tomado por un síntoma de debilidad, razón
por la que la mejor forma de reaccionar frente a un revés doloroso consistiría
en emprender una gran ofensiva que, supone, le permitiría desconcertar tanto a
sus enemigos que, aterrorizados, no tardarían en batirse en retirada.
Todo sería más sencillo si Cristina y sus acompañantes
fueran demócratas habituados a acatar las reglas constitucionales, pero a
juzgar por lo que han dicho y hecho a partir de la reelección apoteósica de
menos de dos años atrás, no lo son. Antes bien, se suponen “revolucionarios”,
en clave populista, como los chavistas venezolanos y sus émulos en países como
Ecuador y Bolivia. Para ellos, ser demócrata significa gobernar en nombre del
pueblo, el demos, el que a su entender no incluye a todos, ya que amplios
sectores de la clase media, los oligarcas, los vendidos a las corporaciones o
tentados por el liberalismo no forman parte del pueblo auténtico que, por
casualidad, se ve limitado a su propia clientela electoral y a aquellos
iluminados “militantes” que los apoyan.
Huelga decir que tales personajes creen que, por su
condición de “revolucionarios”, tienen el pleno derecho a apropiarse de los
recursos proporcionados por la caja estatal y a pasar por alto los obstáculos
erigidos preventivamente por generaciones de constitucionalistas burgueses y
juristas reaccionarios. Desde el punto de vista de quienes piensan así, el que
coyunturalmente solo cuenten con el respaldo de una minoría reducida no quiere
decir que deberían pensar en objetivos más modestos que merecerían la aprobación
mayoritaria. Por el contrario, como señaló Cristina, significa que tendrían que
concentrarse en “profundizar el modelo” para que los cambios económicos,
sociales y culturales que tienen en mente resulten irreversibles, les guste o
no les guste a los demás. Lo mismo que aquellos totalitarios de izquierda y
derecha que en diversas regiones del mundo han perpetrado tantos crímenes
horrendos en nombre de sus doctrinas particulares, están tan convencidos de su
propia rectitud que les importan muy poco las opiniones ajenas. En palabras de
Daniel Filmus y de La Cámpora: “no vamos a dar ni un paso atrás”.
Para una presidenta que se ha acostumbrado a actuar como la
dueña absoluta del país, tratar como sirvientes a sus colaboradores y a tomar
decisiones importantes sin consultar con nadie fuera de un círculo áulico
restringido a familiares, algunos amigos y obsecuentes más interesados en
complacerla que en ayudarla a gobernar con un mínimo de eficacia, encontrarse
de súbito abandonada por buena parte del país no puede ser del todo grato.
¿Qué hará Cristina si se rebelan los parlamentarios,
intendentes, gobernadores y otros que hasta ahora le han obedecido sin chistar?
Todavía retiene lo que aún queda en la caja y seguirá repartiendo fondos según
criterios netamente personales, pero ya no le es dado asegurarles los votos que
necesitan para continuar ocupando lugares de privilegio en la inmensa y muy
costosa corporación política que se ha creado. Puesto que a ojos de los más
preocupados por su propio futuro Cristina se ha transformado en la mariscala de
la derrota, un piantavotos, muchos pensarán que les convendría distanciarse
cuanto antes de ella. No les faltarán pretextos legítimos; además de
humillarlos personalmente, la Presidenta se ha dedicado a privarlos de poder
forzándolos a dejarse acompañar por comisarios políticos insolentes provistos
por La Cámpora.
Entre otras cosas, Sergio Massa mostró no solo que hay vida
fuera del kirchnerismo, sino también que se trata de una que puede ser mucho
más promisoria. No sorprende, pues, que esté difundiéndose con rapidez la
sensación de que el movimiento que se aglutinó en torno a los Kirchner y la
caja está en vías de desintegrarse y que por lo tanto ha llegado la hora para
vincularse cuanto antes con los presuntos triunfadores de mañana. Por estar tan
fragmentado el mundillo político, trasladarse de un sitio a otro es muy fácil,
ya que, con la excepción de la UCR, no existen agrupaciones tan consolidadas
que sus miembros se sientan leales no hacia un dirigente determinado sino hacia
el partido como tal.
Como ha sucedido una y otra vez a través de las décadas, la
plétora de organizaciones políticas que luchan por sobrevivir ha entrado en una
fase de descomposición y recomposición. Los distintos pedazos que la
constituyen están recombinándose, formando alianzas a menudo sorprendentes,
como la confeccionada hace muy poco por Massa, o rompiéndose al no coincidir
los socios acerca de la mejor forma de enfrentar el desafío planteado por el
fin aparente de la hegemonía de Cristina.
El panorama sería menos confuso si el FpV oficialista fuera
un partido genuino, pero sucede que es nada más que un sello electoral que
depende por completo del atractivo de una sola persona. Desgraciadamente para
esa persona, la Presidenta, su estilo autocrático le ha impedido contar con
sucesores en potencia que sean a un tiempo confiables y capaces de cosechar
votos en cantidades suficientes. Rodearse de mediocridades puede ser muy
reconfortante para un dirigente narcisista, pero entraña la desventaja de que,
al dejar de funcionar como antes el “carisma” mágico salvador, se verá
desprotegido en un mundo repentinamente frío y hostil.
El voto castigo del domingo pasado fue mucho más cruel de lo
que habían previsto Cristina y sus estrategas. Es por lo menos posible que en
octubre les aguarde una experiencia que sea aún más amarga, lo que sería el
caso si la mayoría decide que el kirchnerismo ya fue y que por lo tanto hay que
pensar en la construcción de un orden más apropiado para los tiempos que
corren.
En otro país, aquel mítico “país normal” de los discursos
políticos, la Presidenta no tendría más opción que la de buscar el apoyo de
algunas fuerzas adversarias, ofreciéndoles concesiones, para asegurar, en base
a un programa consensuado, la gobernabilidad hasta diciembre de 2015. Pero la
Argentina no es un “país normal” y para Cristina la alternativa a todo suele
ser nada y, para colmo, sabe que en el llano le esperaría una multitud de
personajes tan vengativos como ella misma que querrían verla encarcelada. ¿Le
sería soportable gobernar como le gustaría contra la voluntad de tres cuartas
partes de la ciudadanía? ¿Tratará de reconciliarse con la sociedad a fin de
ahorrarse problemas en los años siguientes, aun cuando tenga que desmantelar su
“modelo”? Pronto tendremos algunas respuestas a dichos interrogantes.
(*) PERIODISTA y
analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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