lunes, 19 de agosto de 2013

La noche triste de Cristina

Massazo. Ni el Gobierno ni las encuestas preveían un triunfo tan claro del intendente de Tigre.

Por James Neilson (*)
Dicen que al caer la noche, Cristina lloró desconsoladamente al enterarse de las dimensiones de la derrota que le propinaban millones de ciudadanos. Tenía motivos para sentirse traicionada por la realidad. Puede que nunca se haya creído la autora exclusiva del gran relato nacional, pero durante varios años pudo actuar como si lo fuera, negándose a prestar atención a quienes le advertían que el pueblo estaba escribiendo otro muy distinto. Pues bien: el domingo pasado los votantes le entregaron el borrador de un relato en el que le toca un papel humillante, el de una presidenta repudiada por la mayoría abrumadora de sus compatriotas no tanto por los errores de gestión que se han cometido en el transcurso de los años últimos cuanto por su propia personalidad. 

En el cuarto oscuro, una mayoría abultada aprovechó una oportunidad para decirle que le indignaban la corrupción, la arbitrariedad, la virulencia verbal, el autoritarismo y el desprecio altanero por las leyes que, de acuerdo común, son sus características más notables.
Aunque Cristina espera cambiar muchos detalles del relato sumamente desagradable que está confeccionándose en la mente colectiva antes de las elecciones legislativas de verdad del 27 de octubre, temerá que los resultados le sean más negativos aún. A menos que muchos decidan que la señora ya ha sufrido bastante y que por lo tanto les corresponda perdonarle sus excesos para que se vea beneficiada nuevamente por los votos de los compasivos, los candidatos, seleccionados por el dedo presidencial, del Frente para la Victoria, podrían terminar compartiendo menos votos que los obtenidos por Néstor Kirchner en las elecciones de 2003. En aquella oportunidad, le bastó al Eternauta un escuálido 22,2 por ciento de los sufragios; en las engañosamente llamadas “primarias” del domingo, el FpV kirchnerista consiguió apenas el 26 por ciento en todo el país.

Cristina y sus incondicionales rezan para que se repita el milagro que se dio después de las elecciones legislativas de 2009, cuando, luego de haber sido fustigado por los votantes, su gobierno logró reconciliarse con ellos hasta tal punto que dos años más tarde pudo celebrar un triunfo plebiscitario. Habrá sido por este motivo que la noche del desastre Cristina, bien maquillada, pronunció un discurso casi eufórico; aprovechó la ocasión para embestir por enésima vez contra los medios y la Justicia, además de comprometerse a seguir “profundizando el modelo”.
Mientras que en otras latitudes un gobierno que acabara de recibir una paliza tan brutal como la asestada por el electorado procuraría salvarse modificando radicalmente el rumbo y echando a docenas de funcionarios, el de Cristina parece resuelto a no darse por aludido. Se entiende; para la Presidenta, cualquier retroceso sería tomado por un síntoma de debilidad, razón por la que la mejor forma de reaccionar frente a un revés doloroso consistiría en emprender una gran ofensiva que, supone, le permitiría desconcertar tanto a sus enemigos que, aterrorizados, no tardarían en batirse en retirada.
Todo sería más sencillo si Cristina y sus acompañantes fueran demócratas habituados a acatar las reglas constitucionales, pero a juzgar por lo que han dicho y hecho a partir de la reelección apoteósica de menos de dos años atrás, no lo son. Antes bien, se suponen “revolucionarios”, en clave populista, como los chavistas venezolanos y sus émulos en países como Ecuador y Bolivia. Para ellos, ser demócrata significa gobernar en nombre del pueblo, el demos, el que a su entender no incluye a todos, ya que amplios sectores de la clase media, los oligarcas, los vendidos a las corporaciones o tentados por el liberalismo no forman parte del pueblo auténtico que, por casualidad, se ve limitado a su propia clientela electoral y a aquellos iluminados “militantes” que los apoyan.

Huelga decir que tales personajes creen que, por su condición de “revolucionarios”, tienen el pleno derecho a apropiarse de los recursos proporcionados por la caja estatal y a pasar por alto los obstáculos erigidos preventivamente por generaciones de constitucionalistas burgueses y juristas reaccionarios. Desde el punto de vista de quienes piensan así, el que coyunturalmente solo cuenten con el respaldo de una minoría reducida no quiere decir que deberían pensar en objetivos más modestos que merecerían la aprobación mayoritaria. Por el contrario, como señaló Cristina, significa que tendrían que concentrarse en “profundizar el modelo” para que los cambios económicos, sociales y culturales que tienen en mente resulten irreversibles, les guste o no les guste a los demás. Lo mismo que aquellos totalitarios de izquierda y derecha que en diversas regiones del mundo han perpetrado tantos crímenes horrendos en nombre de sus doctrinas particulares, están tan convencidos de su propia rectitud que les importan muy poco las opiniones ajenas. En palabras de Daniel Filmus y de La Cámpora: “no vamos a dar ni un paso atrás”.
Para una presidenta que se ha acostumbrado a actuar como la dueña absoluta del país, tratar como sirvientes a sus colaboradores y a tomar decisiones importantes sin consultar con nadie fuera de un círculo áulico restringido a familiares, algunos amigos y obsecuentes más interesados en complacerla que en ayudarla a gobernar con un mínimo de eficacia, encontrarse de súbito abandonada por buena parte del país no puede ser del todo grato.
¿Qué hará Cristina si se rebelan los parlamentarios, intendentes, gobernadores y otros que hasta ahora le han obedecido sin chistar? Todavía retiene lo que aún queda en la caja y seguirá repartiendo fondos según criterios netamente personales, pero ya no le es dado asegurarles los votos que necesitan para continuar ocupando lugares de privilegio en la inmensa y muy costosa corporación política que se ha creado. Puesto que a ojos de los más preocupados por su propio futuro Cristina se ha transformado en la mariscala de la derrota, un piantavotos, muchos pensarán que les convendría distanciarse cuanto antes de ella. No les faltarán pretextos legítimos; además de humillarlos personalmente, la Presidenta se ha dedicado a privarlos de poder forzándolos a dejarse acompañar por comisarios políticos insolentes provistos por La Cámpora.
Entre otras cosas, Sergio Massa mostró no solo que hay vida fuera del kirchnerismo, sino también que se trata de una que puede ser mucho más promisoria. No sorprende, pues, que esté difundiéndose con rapidez la sensación de que el movimiento que se aglutinó en torno a los Kirchner y la caja está en vías de desintegrarse y que por lo tanto ha llegado la hora para vincularse cuanto antes con los presuntos triunfadores de mañana. Por estar tan fragmentado el mundillo político, trasladarse de un sitio a otro es muy fácil, ya que, con la excepción de la UCR, no existen agrupaciones tan consolidadas que sus miembros se sientan leales no hacia un dirigente determinado sino hacia el partido como tal.
Como ha sucedido una y otra vez a través de las décadas, la plétora de organizaciones políticas que luchan por sobrevivir ha entrado en una fase de descomposición y recomposición. Los distintos pedazos que la constituyen están recombinándose, formando alianzas a menudo sorprendentes, como la confeccionada hace muy poco por Massa, o rompiéndose al no coincidir los socios acerca de la mejor forma de enfrentar el desafío planteado por el fin aparente de la hegemonía de Cristina.

El panorama sería menos confuso si el FpV oficialista fuera un partido genuino, pero sucede que es nada más que un sello electoral que depende por completo del atractivo de una sola persona. Desgraciadamente para esa persona, la Presidenta, su estilo autocrático le ha impedido contar con sucesores en potencia que sean a un tiempo confiables y capaces de cosechar votos en cantidades suficientes. Rodearse de mediocridades puede ser muy reconfortante para un dirigente narcisista, pero entraña la desventaja de que, al dejar de funcionar como antes el “carisma” mágico salvador, se verá desprotegido en un mundo repentinamente frío y hostil.
El voto castigo del domingo pasado fue mucho más cruel de lo que habían previsto Cristina y sus estrategas. Es por lo menos posible que en octubre les aguarde una experiencia que sea aún más amarga, lo que sería el caso si la mayoría decide que el kirchnerismo ya fue y que por lo tanto hay que pensar en la construcción de un orden más apropiado para los tiempos que corren.
En otro país, aquel mítico “país normal” de los discursos políticos, la Presidenta no tendría más opción que la de buscar el apoyo de algunas fuerzas adversarias, ofreciéndoles concesiones, para asegurar, en base a un programa consensuado, la gobernabilidad hasta diciembre de 2015. Pero la Argentina no es un “país normal” y para Cristina la alternativa a todo suele ser nada y, para colmo, sabe que en el llano le esperaría una multitud de personajes tan vengativos como ella misma que querrían verla encarcelada. ¿Le sería soportable gobernar como le gustaría contra la voluntad de tres cuartas partes de la ciudadanía? ¿Tratará de reconciliarse con la sociedad a fin de ahorrarse problemas en los años siguientes, aun cuando tenga que desmantelar su “modelo”? Pronto tendremos algunas respuestas a dichos interrogantes.

(*) PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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